Susan tenía la fortaleza de su abuela, una beldad húngara de quien había heredado además la tez oscura, los pómulos pronunciados y las largas piernas. Su abuela se fue de Budapest a los veintitrés años y tuvo que recorrer un largo camino hasta llegar a Oregon. Susan también había adquirido su independencia, rasgo ausente en su madre. Al empezar una excavación o una aventura como la que iba a iniciar en aquel momento, le gustaba pensar que también era una pionera.
Solo hacia dos días que había recibido el mensaje de Van, pero se sentía culpable por haber tardado tanto en dejar todos sus asuntos en orden.
Visconti, el director del departamento, no se había mostrado muy condescendiente aunque, a pesar de todo, le había concedido permiso para marcharse. Se las arreglo para despertar la curiosidad de Susan por el Instituto de Investigación Prehistórica enarcando una ceja y recalcando que la mayoría de los científicos serian capaces de matar para dar una conferencia en el, pues era un honor que muy pocos tenían. En la biblioteca encontró varias reseñas sobre el instituto -ninguna anterior a I987-y su propia ignorancia le extraño.
Van no había sido un mensajero muy explicito.
Apenas le dijo nada de el ni de Kellicut, ni del tipo de expedición que este había emprendido. Tampoco le comento que le aguardaba a ella, solo habló de un ‹‹interrogatorio académico a fondo››. Por otra parte, al parecer, aquel hombre sabia muchas cosas de ella; no lo dedujo por lo que el decía sino por lo que no decía; por las preguntas que no hacia y las presunciones que daba por ciertas.
Pronto divisó, a su derecha, el campus de un college y un letrero que señalaba la dirección del Instituto de Investigación Prehistórica. Dentro había dos secretarias, que estaban sentadas frente a sendos escritorios, muy atareadas. A Susan le indicaron con un movimiento de cabeza que se dirigiera a una salita en la que estaba esperándola Van, que se levantó sin ninguna prisa de un sillón e hizo una ligera reverencia. Bienvenida -dijo.
– Gracias. -Susan miró a su alrededor. Los muebles de la sala eran cómodos y antiguos, y debían de tener más valor de lo que parecía-. ¿Que clase de sitio es este?
¿Un college?
– Es parte de un college. A nuestro juicio, desempeña una sinergia muy útil.
La condujo hasta otra sala y después hasta un pasillo. Van se detuvo ante una puerta de roble de doble hoja, la abrió y se hizo a un lado para dejarla pasar.
Susan, desorientada, casi mareada, entro en una sala de juntas de reducidas dimensiones cuyo suelo estaba cubierto por una mullida moqueta. A la vista había unos sillones con abundantes cojines en los que se sentaban unos doce personajes que no le decían nada. Todos le dirigieron la mirada, con interés pero sin ninguna curiosidad. Pero sentado en el centro vio a alguien que le cortó la respiración. Allí, imponente como la vida misma, estaba Matt.
Eagleton hizo girar su silla de ruedas para ponerse de cara a la hilera de pantallas de video y cerciorarse de que la cinta estaba grabando la escena. Aquel momento era muy importante.
Quería estar seguro de que se captaba la expresión de los ojos de Matt y de Susan en el preciso momento en que la sorpresa levanta el telón y deja al descubierto la verdad. Mas tarde podría analizarlas con toda libertad. Siempre se enorgullecía de su capacidad de detectar indicios delatores, que revelaban ‹‹los torpes espías del corazón››, como el los llamaba, que les pasaban inadvertidos a los analistas menos observadores.
Mattison sabia que Susan iba a ir, así que, ni que decir tiene, se había preparado. El viejo Schwartzbaum ya se había ocupado de que Matt se enterara de que Susan iba a estar presente; el muy idiota se lo había soltado aquella misma mañana.
Eagleton lo hubiera matado. Aunque ¿de que otro modo hubiera podido actuar? Había deseado que los funcionarios y los consejeros que ocupaban los más altos cargos los interrogaran personalmente. Había descubierto que si se quería extraer información científica útil, era esencial dejar los interrogatorios en maños de expertos. Aunque los expertos no tuvieran ni idea de con que fines iba a ser utilizada la información extraída. Dominaba el arte de mantener a sus subordinados en compartimientos separados y en la sombra. A aquellas alturas era su segunda naturaleza; la primera, para ser exactos.
Eagleton era muy consciente de lo mucho que significaba aquel acto. Sentía todo el peso de aquel momento sobre el. Pero también notaba algo más: el creciente burbujeo de la excitación, las palmas de las maños húmedas. ¡Dios, como detestaba el sudor! Aunque vivía para los momentos excitantes. Como en los viejos tiempos. Sabia que apodos usaban para referirse a eclass="underline" ‹‹captain Queeg››, ‹‹cobra de metal››. Este era el problema de la vigilancia interna: uno se enteraba de cosas que hubiera preferido no saber. A pesar de todo era imposible saber demasiado. La información da el poder, como suele decirse. Una sana dosis de paranoia no le hace ningún daño a nadie. Recordó aquella definición chistosa de lo contrario de la paranoia: ‹‹La extravagante manía de que no le persiguen a uno››.
A los sesenta y dos años de edad, Harold Eagleton era muy consciente del paso del tiempo, estaba rodeado de enemigos y se veía confinado en un mundo vindicativo lleno de bacterias. Para el, aquella expedición representaba su retorno al poder. Pero todo debía desarrollarse a la perfección. El problema que le planteaba Kellicut en aquel momento era preocupante. Por otra parte, no se fiaba de Van. Y necesitaban a Mattison y a Arnot, pero tenia que asegurarse de que se comportarían justo como el deseaba que lo hicieran.
Encendió un pitillo y jugueteo con el mando a distancia. Estupendo primer plano de ella. Y de el también. Arnot no estaba mal físicamente; incluso el, que cuando se fijaba en una mujer normalmente pensaba en su cotización en la calle, debía admitirlo. Pero Susan tenía algo que la hacia atractiva; tal vez fuera la forma de sus labios, o su cabello ondulado, o como se lo echaba hacia atrás con una mano cuando estaba nerviosa; y era evidente que en aquel momento lo estaba: en cuanto había visto a Mattison se había quedado de piedra. Pero a Eagleton le satisfizo ver lo rápido que se había repuesto; enseguida recobro la calma y entro en la sala con gran aplomo.
Susan saludó a todo el mundo y les estrechó la mano. Los hombres, haciendo gala de buenos modales, se levantaron, mientras que las mujeres permanecieron sentadas y le dieron un apretón de manos con una sonrisa de complicidad -esa complicidad que les gusta tanto exhibir a las mujeres que se dedican a la ciencia-en la boca.
Había representadas diversas ciencias: la morfología, la neurología, la física, las matemáticas y la astrofísica; la genética, que tenia dos especialistas; la geología, la antropología, la ecología, la sociobiólogia evolucionista, la paleontología, la anatomía y la prehistoria. A Susan le sonaban casi todos los nombres y a algunos de los presentes los conocía personalmente. Cuando le presentaron al doctor Ugo Brizzard, un especialista que publicaba estudios sobre la comunicación telepática a quien la mayoría de los científicos consideraban un excéntrico chiflado, apenas mostró sorpresa alguna.
Eagleton la observó atentamente cuando se acercó a Mattison. El le tendió la mano y Susan se la estrechó.
– Ya nos conocemos -dijo ella.
– Si, en efecto-contesto el.
Los dos sonrieron y ella se apartó para saludar al siguiente.
Maravilloso, pensó Eagleton, quien se permitió incluso sentirse optimista. Podrán llevar a cabo esta expedición sin problemas, se dijo mientras guardaba sus expedientes en un cajón en el que se leía: ‹‹Solo para el director››.