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– No estoy lista para acostarme contigo, Marcus.

– No solo estarías acostándote conmigo. No conviertas lo que hay entre nosotros en algo barato.

– Atracción -le espetó ella-. Eso es lo único que hay entre nosotros. Y solo porque me sienta atraído por ti no significa que…

– Es mucho más que una atracción física. Y tú lo sabes.

– No lo sé -replicó ella-. No soy una chica para divertirse, Marcus. Si es experiencia y diversión fácil lo que quieres, estás con la mujer equivocada.

– No es eso lo que quiero.

– Entonces, ¿qué es?

– Tú -dijo él, tras un largo silencio-. Solo tú. No estoy más cómodo con lo que siento por ti que tú misma, Sylvie. Este terreno es desconocido para mí. Para los dos.

Aquella sinceridad la desarmó. Entonces, Sylvie le acarició suavemente la mejilla y los labios.

– Yo también te deseo. Solo que… tengo que estar segura.

– Y yo que había creído que eras de las impetuosas -comentó él, sonriendo.

– Supongo que no me conoces tan bien como crees -replicó Sylvie, sonriendo también.

– Eso es lo que tengo intención de hacer.

Antes de que ella pudiera responder, Marcus la giró hacia el edificio y la rodeó con su brazo para protegerla del frío. La acompañó hasta la puerta de su apartamento y, entonces, la tomó entre sus brazos una vez más para besarla apasionadamente. Después, se apartó de ella.

– Este fin de semana no estaré en la ciudad, pero te llamaré.

Cuatro

El sábado, Sylvie fue a jugar al tenis con Jim, un compañero de contabilidad, a las nueve de la mañana. Le ganó tres partidos, aunque solo fue porque el nivel de energía del joven estaba algo bajo dado que había pasado varias noches en vela por su hija recién nacida. Cuando terminaron, ella le acompañó a su casa para visitar a su esposa y a la pequeña.

Después, fue a hacer la compra y luego volvió a su casa. Entonces, puso la lavadora mientras limpiaba su apartamento. Más tarde, se duchó, se cambió de ropa y fue a hacer más compras de Navidad. Mientras buscaba, se preguntó si debería comprarle a Marcus un regalo. Casi no le conocía. Tal vez debería esperar a que la Navidad estuviera más cerca, aunque solo Dios sabía qué se le podría comprar a un hombre con tanto dinero como él.

En cuanto regresó a su casa, comprobó que no tenía mensajes en el contestador. Al pensar que solo llevaba fuera un día, trató de reprimir la decepción que sintió al no tener noticias suyas.

A la mañana siguiente, fue a la iglesia y luego tomó un autobús para ir a ver a Maeve y Wil. Allí disfrutó de las habilidades culinarias de Wil y jugaron a las cartas los tres. Después, decidió quedarse un rato más con ellos, dado que no quería ser una de esas tristes mujeres que se pasan la vida al lado del teléfono esperando que este suene.

Cuando llegó a su casa, la luz le indicó que tenía un mensaje, por lo que apretó rápidamente el botón para escucharlo. Había tres mensajes, pero ninguno de ellos era de Marcus. Tal vez había llamado mientras ella no estaba allí y había preferido no dejar un mensaje.

Aquella tarde, el teléfono permaneció en silencio. Cuando se fue a la cama, Sylvie se sentía deprimida y desilusionada.

Tampoco llamó el lunes, ni el martes. A Sylvie no le gustaba el modo en que iba corriendo al contestador cada tarde cuando entraba en su apartamento. Estaba empezando a preocuparse. Marcus no era la clase de hombre que prometiera llamar y que luego no lo hiciera. ¿Le habría ocurrido algo? Si no, entonces no era la clase de hombre que ella deseaba, a pesar de que no podía hacer otra cosa más que pensar en él.

El miércoles, el teléfono de su escritorio empezó a sonar, como lo había hecho miles de veces aquella semana. Como estaba con la mente puesta en los papeles que tenía delante de ella, levantó el auricular con un gesto ausente.

– Sylvie Bennett. ¿Puedo ayudarlo?

– Claro que puedes -respondió una voz muy familiar.

– ¡Marcus! ¿Te encuentras bien?

– Sí. ¿Y tú?

– No. Estaba preocupada de que te hubiera ocurrido algo. No estoy acostumbrada a que la gente no llame cuando dice que lo va a hacer.

– Siento haberte causado preocupación -respondió él, con cautela, tras una pausa-. En realidad, no te dije cuándo te llamaría, ¿verdad?

– No.

Efectivamente, había sido ella la que había dado por sentado que él la llamaría durante el fin de semana. Se sintió al borde de las lágrimas, por lo que decidió terminar con aquella conversación.

– Bueno, tengo que dejarte ahora. Tengo mucho trabajo.

– ¡Espera! Lo siento mucho, Sylvie. He estado muy ocupado. Sé que estás molesta. ¿Podríamos ir a cenar juntos esta noche y hablar sobre todo esto?

– No, gracias. No creo que merezca la pena diseccionarlo. Me equivoqué y me disculpo por ello.

– Bien. No tenemos por qué hablar de ello, pero, ¿quieres cenar conmigo esta noche?

– No, gracias, Marcus -repitió ella-. Es que… No puedo.

Sylvie no sabía lo que estaba ocurriendo, pero estaba segura de una cosa. No quería implicarse más con un hombre que, evidentemente, no pensaba en ella del modo en que ella pensaba en él.

Lentamente, Marcus colgó el teléfono. Luego, con un gesto explosivo, apartó la silla de su escritorio. Era cierto que había estado muy ocupado. Además, no le había hecho promesa alguna.

«¿No? Pero si prácticamente le dijiste que nunca habías tenido estos sentimientos antes. Sí, pero también le dije que no me sentía cómodo con ellos».

Aquella voz en su interior le recordó lo desesperadamente que necesitaba estar con ella. Solo Dios sabía que había pasado los últimos cuatro días sin dejar de pensar en ella. Se había obligado a esperar, a no llamarla, para no ceder así a aquella necesidad.

Le gustaba. Le gustaba mucho. Ella no se parecía a ninguna otra mujer que hubiera conocido. Sin embargo, aunque la deseaba desesperadamente, sabía que era mucho más. Por eso, tenía miedo. No había necesitado a nadie desde que era niño. Y no le gustaba tener que hacerlo entonces.

Debería olvidarse de ella. Eso sería lo mejor. Entonces, otro recuerdo la asaltó.

«Yo no… No soy la clase de chica que…»

Se había, quedado encantado del dulce ceño que había tocado su frente, del rubor que había coloreado sus mejillas. ¿De verdad era tan ingenua? Recordó la sorpresa que le había causado el modo en que ella lo besó la primera vez. Como si no hubiera practicado mucho.

Bajo su tutela, estaba aprendiendo muy rápidamente. La sangre se le calentaba al pensar en el dulce modo en que su boca se abría bajo la suya. Entonces, pensó que, ya que había aprendido a besar de aquel modo, no habría nada que le impidiera hacerlo con otros hombres. Otro podría tomar su lugar. Aquel pensamiento hizo que se le calentara la sangre de un modo muy diferente. ¿Lo habría estropeado todo para siempre?

No le resultaba difícil ver su error. Había dado por sentado que la negativa de Sylvie a salir con él era timidez, pero no era así. Era su instinto de protección.

Dio la vuelta a la silla y se puso a mirar por la ventana. El lago estaba envuelto en brumas. Marcus no estaba listo para admitir su derrota. Si Sylvie tenía algún sentimiento hacia él, tal y como esperaba, como creía, entonces, había un modo de llegar a ella.

Solo tardaría un poco más de tiempo de lo que había planeado.

Sylvie había esperado que él volviera a llamarla y que tratara de convencerla. Lo que no había esperado era un regalo.

Una hora después de la conversación que había tenido con Marcus, que había supuesto que sería la última, llegó un mensajero con un pequeño paquete. Dentro, había una delicada cadena de oro, de la que colgaba un delicioso colgante de cristal que representaba a dos bailarines de salón. El vestido de la mujer envolvía las piernas del hombre. Era el objeto más elegante que había visto en mucho tiempo. Le recordó aquella noche mágica, maravillosa, que había pasado bailando en brazos de Marcus. Menudo canalla. Aquello era exactamente lo que quería que recordara.