No sabía si entrar hecha una furia en su despacho y tirarle el regalo a la cabeza o arrojarse entre sus brazos. «Eso es lo que está esperando que hagas», pensó.
El jueves llegó otro mensajero. Aquel llevaba una cesta que contenía su perfume favorito, con una crema y bolas de aceite de baño del mismo olor. Sin embargo, volvió a contenerse cuando la mano amenazó con agarrar el teléfono.
Sus compañeros no la ayudaron mucho. Lila examinó el colgante y se lo colocó alrededor del cuello. Wil se lo dijo a todos los demás, que entraron poco a poco para admirar sus regalos.
Mientras tanto, Sylvie mantuvo un obstinado silencio, aunque el jueves, cuando llegó una bufanda roja de cachemir con guantes a juego, adquiridos en Chasan's, una de las boutiques más exclusivas de Youngsville, tanto Lila como Wil la miraron como si hubiera perdido la cabeza.
– Sylvie, un hombre no se gasta tanto dinero con una mujer por la que no sienta nada -dijo Wil.
– Me he convertido en un desafío para él -replicó ella-. Odia perder. Además, tiene dinero de sobra. Esto significaría mucho más si fuera un sacrificio para él. Probablemente, envió a su secretaria a que comprara todo esto.
– ¡Qué cínica! -comentó Lila-. Esos regalos los compró alguien que te conoce muy bien -añadió. Sylvie tuvo que admitir que su amiga tenía razón-. Además, Rose me dijo que llevabas el broche puesto cuando lo conociste y ya sabes lo que eso significa.
– Significa que estáis todos locos -afirmó Sylvie.
Sin embargo, lo dijo sonriendo. Tal vez había sido demasiado dura con Marcus. Tal vez había sido un simple error, una falta de comunicación. A pesar de todo, mientras se metía en la cama aquella noche, pensó que debería tener mucho cuidado antes de volver a entrar en la órbita de Marcus Grey. Podría convertirse muy fácilmente en un cometa y que, como él, terminara ardiendo en la atmósfera.
El sábado por la mañana, se levantó temprano para ir a la compra y jugar al tenis con Jim. Después, regresó a casa para hacer su colada y limpiar la casa, una rutina como la de todos los fines de semana. Algunas veces, variaba el orden solo para no caer tanto en ella.
Al mirar la hora, se dio cuenta de que era mejor que se diera prisa. Jim y su esposa Marietta quería hacer sus compras de Navidad aquella tarde y Sylvie se había ofrecido voluntaria para cuidar de su hijita. Se sentía un poco nerviosa por quedarse con un recién nacido, pero Marietta le había asegurado que no estarían fuera de casa mucho tiempo y que la pequeña Alisa era normalmente una niña tranquila.
Estaba a punto de meterse en la ducha cuando sonó el timbre. Seguramente era Meredith, que vivía debajo de ella, o una de sus otras vecinas y amigas. Se digirió hacia la puerta y, tras retirar el cerrojo, la abrió. Era Marcus.
– Oh, hola -dijo ella, muy sorprendida. Marcus era la última persona que hubiera esperado ver en aquellos momentos.
– Hola -respondió Marcus, mirándola de arriba abajo. Ella iba vestida con su ropa de deporte y, en la parte de arriba, se había quedado solo con un sujetador negro de deportes.
– ¿Quieres entrar?
Él asintió y le miró intensamente el rostro.
– Por favor.
Cuando hubo entrado, Sylvie cerró la puerta.
– No tengo mucho tiempo porque tengo planes para esta tarde -comentó Sylvie, tratando de arreglarse un poco el pelo-. Gracias por las bonitas cosas que me enviaste, pero, en realidad, no puedo aceptarlas.
– No puedes devolvérmelas.
– ¿Por qué no? ¿Es que no guardas tus recibos?
– Sylvie… -susurró él, mientras parecía buscar las palabras correctas. Había una vulnerabilidad en sus ojos que hizo que ella se tomara la molestia de escucharlo-… me gustaría disculparme por no haberte llamado mientras estuve fuera…
– No importa, Marcus. No tenías obligación alguna…
– Sí. Claro que la tenía. Tal vez no se hubiera mencionado, pero estaba implícita. Te mereces mucha más consideración de la que yo te he mostrado. Pensé mucho en ti. Demasiado. Y… me molestaba que no pudiera sacarme tu imagen de la cabeza. Me ponía nervioso.
– Bueno, pues considera que ya te la has sacado. Ya no tienes que pensar en mí.
– Pero pienso. No puedo dejar de pensar en ti. Por favor, Sylvie, no me rechaces porque cometí un error. Quiero otra oportunidad.
Otra oportunidad. A ella le habían dado otra oportunidad y su mundo había cambiado. ¿Cómo podía negársela a él cuando solo deseaba corregir su error? Especialmente, cuando había combinado su súplica con aquella patética expresión y había admitido que había pensado en ella.
– Eso parece más el hombre que conozco. Quiero esto, necesito eso. Tráeme esto, haz aquello…
– No soy tan malo.
– No, no lo eres.
– Entonces, ¿quieres salir conmigo esta noche?
– No puedo. Tengo planes.
– ¿Qué es lo que vas a hacer? ¿Vas a salir con otro hombre?
– Sí -mintió-. Bueno, en realidad no, pero no pude echarme atrás. Voy a salir a esquiar con un grupo de personas de la iglesia. Tenemos un club que nos consigue precios reducidos los sábados por la tarde.
– ¿Por qué no me sorprende que tú hayas negociado eso? Bueno, ¿te importaría si fuera yo también? Me gusta esquiar, aunque no he practicado mucho en los últimos años.
– Eso sería estupendo -dijo ella, sinceramente encantada-. Si no te importa ir en un grupo.
– Ir en grupo está bien, siempre y cuando tú formes parte de él.
Cuatro horas más tarde, Marcus volvía a subir la escalera del apartamento de Sylvie. Aunque había dejado la mayor parte de su equipo en el todoterreno, la ropa que llevaba puesta hacía que el edificio resultara demasiado caluroso, por lo que se quitó el jersey mientras iba andando.
Antes de llegar a la puerta, oyó los gritos de un bebé. Miró a su alrededor y se preguntó en qué apartamento estaría el pequeño, pero al acercarse a la puerta de Sylvie, notó que el nivel de ruido subía considerablemente. Al llamar al timbre, llegó a la conclusión de que el ruido venía desde el interior.
Cuando Sylvie abrió la puerta, el ruido del llanto del bebé alcanzó su apogeo. Ella lo tenía entre sus brazos y le hizo señas con una mano para que pasara. Tenía un aspecto desesperado.
– Mi amigo Jim y su esposa tenían que ir de compras -explicó, sin dejar de acunar al bebé-. Alisa solo tiene cuatro semanas y esta es la primera vez que la dejan con otra persona.
– Y tal vez la última -comentó Marcus, mirando el rostro congestionado de la niña.
– Estaba bien hasta hace unos minutos. Estoy segura de que tiene hambre, pero yo no puedo darle de comer. Jim y Marietta habían dicho que volverían antes de la siguiente toma, pero han estado metidos en un atasco por un accidente. Me llamaron hace unos minutos para decirme que estaban a punto de llegar, pero no me gustaría que la encontraran así. Debo de haber estado loca por acceder a cuidar de ella. ¡No he cuidado de un recién nacido en toda mi vida!
– ¿Quieres que la tome yo en brazos?
– ¿Estás bromeando? ¿Y qué sabes tú de niños?
– No mucho, pero no creo que se pueda poner a llorar más fuerte -dijo él, tomando a la niña en brazos-. Mi secretaria tiene cinco nietos, que han estado entrando y saliendo en mi despacho desde que nacieron. Un día, su nuera tuvo que llevar a uno de ellos al hospital para que le pusieran unos puntos y Doris y yo nos tuvimos que quedar con los gemelos, que tienen tres meses. Aquel día fue aprender o morir. ¡Venga, venga! -añadió, refiriéndose a la niña. Entonces, se la colocó muy cerca de la cara-. ¿Qué es todo ese ruido?
La pequeña Alisa dejó de llorar y empezó a mirarlo intensamente.
– Bueno, ¿quién lo hubiera dicho? -comentó Sylvie, algo molesta.