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– Es mi encanto natural. Funciona siempre.

– Sí, claro -replicó ella. Entonces, le entregó algo-. Toma. No pude conseguir que lo tomara cuando estaba llorando, pero tal vez lo quiera ahora.

Marcus tomó el chupete de manos de Sylvie. La niña empezó a hacer muecas, por lo que él le aplicó el chupete sobre los labios y la acunó suavemente.

– Toma, ¿por qué no lo chupas un poquito? Sé que no está tan rico como tu mamá, pero es todo lo que tengo.

Para alivio de todos, la niña agarró el chupete con la boca y empezó a chuparlo vigorosamente. No obstante, no dejaba de mirar a Marcus.

– Bueno -le dijo él a Sylvie, con el mismo tono íntimo con el que se había dirigido a la pequeña-, ¿por qué no has estado nunca en contacto con bebés? Pensé que todas las chicas hacían de canguros.

– Es un comentario algo estereotípico. Yo crecí en un orfanato, donde nos agrupaban por edades. Como ya te he dicho, no me portaba muy bien en las casas que me acogían. ¿Habrías querido tú que cuidara de tus hijos?

– Pero ahora eres muy diferente.

– Sí, pero no lo hice hasta que no cumplí los dieciséis años. Para entonces, estaba viviendo en una casa de acogida para chicos con problemas. No es la clase de lugar a la que se van a buscar canguros.

Marcus asintió, comprendiendo de nuevo lo poco agradable que habría sido su infancia. La niña empezó de nuevo a llorar, por lo que él se centró de nuevo en la pequeña.

– Esa es mi chiquitina. Eres una niña muy bonita y maravillosa -le decía, sin dejar de hablar. Sabía que cada vez que lo hacía, Alisa empezaba a llorar.

Sylvie, mientras tanto, empezó a recoger pañales y mantas y a meterlos en una bolsa que había sobre la mesa.

– Gracias -afirmó-. Creí que no tendría ningún problema con ella, pero, como te dije, mis amigos se han retrasado un poco.

Justo en aquel momento, el timbre empezó a sonar. Sylvie prácticamente salió volando hacia la puerta. En el momento en que lo hizo, una mujer, seguida de un hombre, se dirigió directamente a Marcus.

– Hola, me llamo Marietta. Espero que no se haya portado mal. Nos pilló un atasco.

– No ha estado muy contenta -confesó Sylvie-. Estuvo tratando de comerse mi camisa hasta que Marcus apareció. Aparentemente, su éxito con las mujeres llega hasta los miembros más jóvenes de nuestro sexo.

Marcus le entregó el bebé a su madre. En el momento en que Alisa la reconoció, empezó a ponerse muy contenta y tratar de buscar la comida en el pecho de su madre.

Marietta sonrió a Marcus y luego miró de nuevo a Sylvie.

– ¿Te importaría si le diera de comer aquí antes de que nos marchemos? Si no, creo que se va a pasar llorando todo el camino a casa.

– No, claro que no -respondió Sylvie-. Puedes ir a mi dormitorio.

Marietta asintió y fue rápidamente hacia la habitación que Sylvie le indicó. Cuando le cerró la puerta, volvió con los hombres. Entonces, se dio cuenta de que Jim miraba a Marcus muy extrañado.

– Hola -dijo, ofreciéndole la mano.

– Lo siento -se disculpó Sylvie-. No os he presentado. Marcus, este es Jim Marrell. Jim, este es Marcus Grey.

Jim le agarró la mano lentamente, como si estuviera algo asombrado.

– Te había reconocido.

– Marcus va a venir con mi club de esquí esta tarde -dijo Sylvie, alegremente-. Espero tener la oportunidad de arrojarle por una montaña para que así no pueda cerrar Colette.

– ¡Sylvie! -exclamó Jim, atónito-. Está bromeando, señor Grey. Solo quería decir…

– Sé que todos vosotros estáis muy preocupados por Colette -comentó Marcus-. Es natural. ¿Es ahí donde vosotros dos os conocisteis?

– Sí. Trabajamos juntos -respondió Sylvie.

– Bueno, no exactamente juntos -aclaró Jim-. Yo trabajo en contabilidad y Sylvie está en marketing. Voy a ir a ver cómo va Marietta. Volveré enseguida.

Jim esquivó cuidadosamente a Marcus y, rápidamente, desapareció tras la puerta por la que había entrado su mujer.

– ¿Qué le dijiste cuando yo fui a acompañar a Marietta? -quiso saber Sylvie.

– Nada.

– Entonces, ¿por qué está comportándose como si tú fueras el lobo feroz y él Caperucita Roja?

– Si todos los de tu empresa están repitiendo las mismas historias que tú me contaste cuando nos conocimos, no me extraña que esté nervioso. El pobre hombre probablemente se cree que va a perder su trabajo si es grosero conmigo… al contrario que otras personas que podría nombrar.

Sylvie se limitó a sonreír angelicalmente.

– Voy por mis cosas para que nos podamos marchar -dijo ella-. Jim y Marietta pueden cerrar la puerta cuando terminen con la niña.

Por primera vez, Marcus se dio cuenta de que había unos esquíes apoyados cerca de la puerta, con el resto del equipo.

– Yo iré bajando esto mientras tú te despides -sugirió.

– De acuerdo. Me reuniré contigo en el aparcamiento.

Marcus empezó a bajar las escaleras con los esquíes. Su brillante color rojo le hizo sonreír. Tendría que haberse imaginado que serían de aquel tono. Había estado demasiado distraído con la niña como para darse cuenta de lo hermosa que estaba de rojo. Al recordar el vestido rojo de la primera noche, sacudió la cabeza. Hermosa no era la palabra adecuada. Deliciosa, excitante… Aquellas palabras la definían más exactamente.

Al pensar en sus ropas, se acordó de unas horas antes, cuando la había visto justo después de regresar de algún tipo de ejercicio. Evidentemente, no había estado esperando a nadie. Recordó lo sorprendida que ella se había quedado y el atuendo que llevaba: el cabello recogido con una coleta suelta, los pantalones de un chándal y unas zapatillas deportivas. Sin embargo, fue el minúsculo sujetador deportivo lo que le había quitado todo el poder de razonar. Era diciembre. ¿Qué hacía vestida con algo tan minúsculo? Sylvie no parecía haber tenido frío. Tenía los brazos largos y bien tonificados. Su piel era dorada y su torso firme, sin un gramo de grasa, aunque parecía tener curvas en los lugares apropiados, a juzgar por los pechos que se adivinaban bajo la tela elástica del sujetador. El cuerpo de Marcus había reaccionado de un modo casi adolescente y había tenido que apartar la cara para no devorarla con la mirada tal y como habría querido. Horas después, no quería volver a pensar en aquello, no quería reconocer lo mucho que deseaba arreglar las cosas entre ellos.

Estaba terminando de colocar el equipo en el maletero cuando ella salió del edificio de apartamentos. Llevaba una cazadora roja sobre un jersey rojo y negro. Cuando llegó a su lado, Marcus notó lo mucho que le brillaban los ojos.

– Misión cumplida -comentó-. ¡Vamos a las pistas!

Sylvie era una ávida esquiadora y una atleta nata. Era casi tan buena como él. Marcus estaba seguro de que, si hubiera practicado el esquí desde que tenía cuatro años, como él, lo habría dejado en ridículo. Sabía, porque ella se lo había dicho, que había empezado a esquiar solo después de entrar a trabajar en Colette.

Se pasaron toda la tarde en la montaña, deslizándose por algunas de las pistas más difíciles. El grupo estaba formado por varias personas, algunas de las cuales se habían unido recientemente y que, por lo tanto, se concentraban en bajar las pistas de principiantes.

Marcus decidió que lo que más le gustaba era cuando subían en el telesilla a lo alto de la montaña. Le rodeaba los hombros con el brazo y la escuchaba mientras charlaba sin parar. No obstante, solo prestaba atención a medias a sus palabras. La atractiva curva de sus labios tan cerca de él era una tortura tan deliciosa que deseaba de todo corazón tener que volver a subir para poder vivirlo de nuevo. Las mejillas y los ojos de Sylvie brillaban con tal excitación que le parecía imposible que pudiera haber una mujer más hermosa en el mundo.

– Bueno, yo creo que ya estoy lista para marcharme -dijo ella, por fin.