Juntos, guardaron el equipo en el coche. Entonces, Marcus sugirió que fueran a tomar algo antes de marcharse, así que se dirigieron a una pequeña cafetería. Mientras Sylvie subía las escaleras, él pudo admirar su perfecta figura con los ajustados pantalones de esquí y el jersey a juego. Su brillante cabello oscuro le caía por los hombros, tan brillante y lleno de vida como ella misma.
Pidieron dos tazas de chocolate caliente y se sentaron en una mesa que había al lado de la ventana. Marcus acercó su silla a la de ella y le rodeó los hombros con el brazo.
– Me ha gustado mucho esquiar contigo -le dijo-. Tendremos que volver a hacerlo.
– Yo trato de venir la mayoría de los sábados por la tarde.
Marcus se alegró de ver que ella no intentaba soltarse de él ni que hacía como si le molestara el contacto.
– ¿No sales con nadie?
– No con frecuencia. En realidad, no he tenido mucho tiempo para dedicárselo a los hombres a lo largo de mi vida.
– ¿Y ahora?
– ¿Y ahora qué?
– Ahora tienes un hombre en tu vida -susurró él, acariciándole suavemente los labios con un dedo.
Deseaba tanto besarla, pero aquel no era el momento ni el lugar. El recuerdo de los besos que habían compartido todavía tenía el poder de alterarlo y tenía miedo de perder el sentido común si la besaba allí mismo.
De repente, una voz de hombre resonó en la pequeña cafetería.
– ¿Marcus? ¿Marcus Grey?
Él se puso de pie automáticamente y se volvió para mirar a un hombre de pelo gris, que se había acercado hasta ellos.
– Hola, lo siento. No creo… ¡Dios santo! ¡Han pasado muchos años! ¿Cómo estás?
– Bien -respondió el hombre-. Te vi sentado. Al principio, no estaba seguro de que fueras tú.
– Pues lo soy. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Es que has empezado a esquiar?
– Ni hablar. Estoy aquí esperando a que mi nieta y a sus amigas terminen de esquiar. Desde que me jubilé, me he convertido en el chófer de la familia Sollinger.
– ¿Está bien tu familia?
– Mis hijas se casaron y nos han dado cuatro nietos. Mi esposa también está jubilada.
– Y me apuesto algo a que te mantiene bien ocupado -comentó Marcus. Los dos hombres se echaron a reír-. Sylvie -añadió, volviéndose hacia la mesa-. Este es Earl Sollinger. Solly, te presento a Sylvie Bennett.
– Me alegro de conocerlo, señor Sollinger -dijo Sylvie, al tiempo que se ponía de pie y extendía una mano.
– Lo mismo digo, señorita -comentó Solly-. No he interrumpido nada importante, ¿verdad?
– Claro que no -respondió Sylvie, ruborizándose-. ¿Le gustaría sentarse con nosotros?
– No, no. Solo quería saludar a Marcus. Hace mucho tiempo desde la última vez que nos vimos.
La mirada de Solly le catapultó a los años de su infancia, años en los que los sólidos cimientos de su familia se habían puesto a prueba.
– Efectivamente -observó Marcus. De repente, el placer que había sentido ante aquel encuentro inesperado se había ido disipando-. Me alegro de verte, Solly.
– Yo también. Saluda a tu madre de mi parte.
Mientras Solly se alejaba, Marcus se sentó de nuevo y agarró con las dos manos la taza de chocolate caliente, como si el calor pudiera disipar el frío que había invadido su corazón.
– ¿Marcus? ¿Te encuentras bien? -le preguntó Sylvie.
– Sí.
– Pues no lo parece. ¿Es que te ha molestado ver al señor Sollinger?
– No.
Sylvie calló. Sin embargo, el silencio que reinaba entre ellos resultaba muy incómodo. La conversación que provenía de otras mesas solo parecía exacerbar aquel sentimiento. Fuera en las montañas, bajo las enormes luces de los focos, los esquiadores parecían muñecos que se deslizaban por las laderas.
Sylvie le colocó la mano suavemente sobre el cuello y le dio un masaje.
– ¿Quieres marcharte? -le preguntó ella.
– Sí -contestó Marcus-. Si tú estás lista.
El trayecto de vuelta a Youngsville se efectuó en silencio, que, de nuevo, resultó muy incómodo. Marcus parecía preocupado, distraído, desde que aquel hombre, el señor Sollinger, se había acercado para saludarlos. Y no solo era preocupación. Era tristeza Sylvie lo sabía aunque él no quisiera admitirlo.
Tal vez ni siquiera pudiera admitirlo consigo mismo. Tal vez necesitaba alguien con quien hablar, alguien a quien contarle sus sentimientos. Y Sylvie quería ser ese alguien. ¿Querría Marcus compartir aquella parte de sí mismo?
Le había dejado bien claro que quería acostarse con ella. Tragó saliva al recordar los apasionados besos que habían compartido, pero se había olvidado de ella rápidamente cuando no había estado cerca. Sabía que le había dicho que había pensado constantemente en ella y Sylvie había querido creerlo. Suponía que lo creía, pero… Ya se habían olvidado de ella en otras ocasiones. Para siempre. Aunque sabía que era injusto juzgar a todo el mundo por lo que había sufrido en su infancia, no podía evitarlo.
No estaba segura de que Marcus quisiera una relación con ella. Estaba segura de que ni siquiera él mismo lo sabía, si el tono de voz en el que había admitido que no había podido dejar de pensar en ella era algo de lo que se podía fiar. Entonces, sonrió. ¿Que no se la podía sacar de la cabeza? Aquello le iba a las mil maravillas, porque Marcus había empezado a ocuparle todos sus pensamientos. Quería conocerlo mejor. Nunca había habido un hombre al que no pudiera rechazar y, hasta entonces, todas sus energías se habían concentrado en su profesión. Su estrategia había dado frutos y había conseguido ocupar un buen puesto en Colette Inc.
Pero quería más. Quería a Marcus. La pregunta del millón era para qué lo quería. Tal vez no tuviera mucha experiencia, pero si quería tener una relación sexual ardiente y apasionada, estaba segura de que él era el hombre adecuado para ello.
Efectivamente, el sexo era un componente fundamental. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, tenía miedo de reconocer que había algo más. No iba a pensar en palabras que empezaran con A, porque las posibilidades que había de que un hombre como Marcus Grey se enamo… se implicara sentimentalmente con alguien como ella eran casi nulas. A pesar de lo que Lila y las demás pensaran de aquel broche, estaba segura de que, en su caso, solo había sido una coincidencia.
No obstante, decidió que iba siendo hora de que empezara a pensar en el lado personal de su vida en vez de solo en el laboral. Aquella relación con Marcus sería un buen comienzo. No dejaría que le hiciera pedazos cuando todo se acabara, porque sabía desde el principio que él no era el hombre adecuado para ella.
– Estás muy callada. ¿En qué estás pensando?
– Solo en por qué pareces estar tan triste de repente.
Se produjo un largo silencio. Finalmente, Marcus se decidió a hablar.
– Solly era el mejor amigo de mi padre.
– Y eso te ha hecho pensar en él -replicó ella, alegre de que hubiera decidido confiar en ella-. Supongo que si yo hubiera conocido a mis padres, los echaría muchísimo de menos cuando murieran. Lo siento.
– No se trata de eso. Bueno… claro que lo echo de menos, pero… Me gustaría que él pudiera ver lo que he conseguido hacer con mi vida, ¿sabes?
– Puedes estar seguro de que has tenido mucho éxito en tu profesión.
– Sí, ya lo sé. ¿Quieres saber lo que me ha ocurrido hoy?
– ¿Qué?
– Se me acercó una persona, cuyo nombre no mencionaré porque lo reconocerías inmediatamente, y me propuso la posibilidad de unirme a su familia a través del matrimonio.
– ¿Quién? ¡Dios mío! -exclamó, al comprender-. ¿Quieres decir que alguien como Rockefeller o Hearst quería que te casaras con su hija?
– Con su nieta -replicó él, sin sonreír.
– ¡Dios santo! Yo creía que los matrimonios de conveniencia eran cosas del pasado.
– Sí, claro. Por eso el príncipe Carlos se habría casado con Diana Spencer aunque ella hubiera sido una camarera.