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– Tienes razón, pero esos forman parte de la monarquía británica. Nosotros somos norteamericanos. Libres, independientes… -añadió. Marcus no contestó-. Bueno, entonces, te propusieron eso hoy. ¿Y qué tiene eso que ver con tu padre?

– Siempre consigues poner las cosas en perspectiva, Sylvie -susurró él, con una leve sonrisa.

De repente, Marcus apagó el motor del coche. Sylvie se quedó atónita al darse cuenta de que estaban frente a su casa. Había estado tan pendiente de lo que él le decía que no se había dado cuenta de dónde estaban.

– ¿Quieres subir? -preguntó ella-. Me gustaría terminar esta conversación.

Marcus la miró. A pesar de la penumbra que reinaba en el interior del coche, Sylvie tembló al notar el seductor tono de voz con el que le respondió.

– Me encantaría.

Cinco

Sylvie pensó que tal vez había sido un error invitarle a que subiera. Llevó dos copas de vino al pequeño salón, donde Marcus ya se había acomodado en el sofá.

– Toma -dijo ella entregándole una de las copas-. Es un vino de California que mi jefe me regaló por mi cumpleaños. Él sabe mucho de vinos y dice que es buenísimo.

– ¿Y qué dices tú? -preguntó él, mientras aspiraba el aroma del caldo color rubí.

– Sé casi lo mismo sobre vinos que sobre niños -admitió, con una sonrisa.

– Ah. Entonces, recuérdame que no te deje elegir el vino cuando salgamos a cenar.

Sylvie se echó a reír y, mientras hacía girar el vino en la copa, observaba su delicado color.

– No te preocupes. Sé muy bien cuáles son mis debilidades.

– ¿Podría convertirme yo en una de ella, Sylvie?

– Posiblemente -confesó ella, sin poder apartar los ojos de los de él-, aunque te lo advierto. No soy de las mujeres que se dejan llevar por sus deseos.

– No importa -replicó Marcus, con una sonrisa en los labios-. Me gustan los desafíos.

– Marcus, yo no quiero que me consideres un desafío -afirmó ella, alarmada por aquellas palabras. Entonces, se acercó hasta la ventana-. ¿Es así como ves tus relaciones con las mujeres? ¿Cómo desafíos que se han de conquistar?

Marcus se levantó y se colocó detrás de ella.

– No pienso en ti como en un desafío -susurró. Su aliento le rozó el cabello y le hizo echarse a temblar-. Para mí, tú eres una mujer hermosa y deseable, que me está gustando mucho conocer. Y a la que me gustaría conocer aún mejor -añadió, colocándole las manos sobre los hombros-. No trates de hacerlo demasiado complicado.

– Pero es complicado -dijo ella, apasionadamente, tras volverse para mirarlo-. Vas a cerrar las puertas de una empresa a la que yo adoro.

– Eso está dentro del mundo de los negocios. Esto no -musitó, colocándole las manos en la cintura. Entonces, la estrechó contra su cuerpo y buscó sus labios.

– Todo está muy mezclado -dijo ella, antes de que pudiera hacerlo.

El beso que se dieron a continuación fue una batalla, una tierna persuasión que minó todos sus esfuerzos y su determinación para no dejar que él la llevara a su terreno.

Sylvie no podía resistirse. Aquel fue el último pensamiento que ella tuvo antes de rendirse a la pasión de su beso. Mientras Marcus la besaba más profundamente, deslizando la lengua entre los labios de Sylvie como si de una erótica danza se tratara, ella gemía de placer y se abría a él para permitir que el contacto fuera más íntimo.

Unos sentimientos muy complejos se abrieron paso en su interior. Sería demasiado fácil hacerse adicta a aquel hombre, despertarse una mañana y encontrar que lo necesitaba, que su vida estaría incompleta sin él.

Aquel pensamiento la dejó tan atónita que luchó por soltarse de él, por apartar la boca de la suya. Entonces, giró la cabeza, aunque solo consiguió que él empezara a besarla en la mandíbula y sobre la sensible piel del cuello.

– Espera, Marcus -susurró. Entonces, consiguió soltarse y le colocó una palma de la mano sobre el pecho-. Espera.

– De acuerdo, estoy esperando -respondió él, cuando consiguió sobreponerse a la excitación que se había apoderado de él-. ¿Y ahora qué?

– Sentémonos.

En silencio, Marcus volvió al sofá y esperó hasta que ella estuvo sentada a su lado.

– Marcus -prosiguió ella, eligiendo sus palabras con mucho cuidado-. No es que no me guste cuando… nos besamos. Me gusta. Tal vez demasiado. Ya te he dicho que no soy la clase de chica que quieres para una relación fácil y… rápida. Para mí, es muy importante que nos conozcamos antes de… antes de…

– ¿Acostarnos?

– Antes de que hagamos el amor -le corrigió ella, con una mirada de reprobación.

– Sylvie, quiero hacerte el amor -afirmó Marcus, tomándole las manos entre las suyas-. Eso no es ningún secreto, pero no quiero presionarte. Dime lo que tú crees que quieres. Lo que necesitas de mí.

– Tiempo. No puedo precipitarme, por mucho que lo desee, y te puedo asegurar que es así.

– Tiempo… ¿Una hora? ¿Un día? -preguntó él, con una sonrisa.

– Sabré cuando sea el momento adecuado. Tendrás que confiar en mí.

– Hablando de confianza -dijo Marcus, mientras se ponía de pie-. Es mejor que me vaya de aquí mientras todavía se pueda confiar en mí -añadió. Entonces, la agarró de la mano y la puso de pie. Juntos, se dirigieron a la puerta-. ¿Qué te parece si cenamos juntos mañana?

– ¿Después de las seis? Antes tengo otras cosas que hacer.

– Después de las seis. Y espero que me cuentes lo que has estado haciendo durante el día.

– Lo haré si lo haces tú también.

– Trato hecho -concluyó él, mientras se ponía la cazadora-. No voy a volver a besarte porque no sé si voy a poder parar. Pasaré a recogerte mañana alrededor de las seis.

– Sí. Gracias por venir conmigo esta tardé.

– Gracias por dejar que me invitara.

Cuando Marcus se hubo marchado, Sylvie se dio cuenta que, una vez más, había logrado evitar compartir información alguna sobre su vida con ella.

Al día siguiente, mientras se cambiaba de ropa tras asistir a la misa dominical, seguía pensando en él. Entonces, tras ponerse unos viejos vaqueros, se dispuso a entregarse a su proyecto más inmediato: hacer galletas.

La Navidad se iba acercando poco a poco. Se había sentido tan inmersa en la absorción de Colette y en las actividades benéficas en las que participaba la empresa que todavía no había empezado a preparar nada.

Después de haber firmado las tarjetas, que había escrito durante la hora del almuerzo, se dispuso a preparar las galletas, que hacía todos los años para regalárselas a sus amigos. La preparación era tan laboriosa que el tiempo se le fue echando poco a poco encima. La hora en que Marcus iba a ir a recogerla se iba acercando. Casi sentía haber accedido a salir con él, pero el vuelco que le daba el corazón cada vez que pensaba en él desmentía aquellos pensamientos. A las cinco y media, sacó la última bandeja de galletas del horno y las puso a enfriar. La cocina entera estaba llena a rebosar de galletas. Menos mal que no tenía perro, porque si no el animal tendría un festín…

Entonces, fue rápidamente a ducharse. Decidió que, algún día, tendría un perro, al que le gustaran los niños y que se metiera debajo de la mesa para esperar que cayera algo de comida al suelo durante las ruidosas comidas familiares. La familia no era algo que se pudiera imaginar muy claramente, pero, de repente, una vívida imagen le asaltó el cerebro: Marcus, con sus enormes y competentes manos, con la hija de Jim entre sus brazos…

Una cálida felicidad se apoderó de ella. Había sido una imagen tan… perfecta. Sabía que lo que le había contado sobre su secretaria era cierto, porque ningún hombre habría podido calmar a una niña de esa manera a no ser que lo hubiera hecho antes. ¿Cuántos hombres de su posición habrían estado dispuestos a ocuparse de los nietos de su secretaria?