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Sylvie siguió sin responder. Marcus sintió que se le hacía un nudo en la garganta y tragó saliva para deshacerlo.

– Te van a dar el alta ahora. Voy a llevarte a tu casa.

No hubo reacción alguna. Entonces, cuando Marcus estaba empezando a creer que ya no tendría oportunidad alguna, ella se movió. A pesar de que seguía mirando la pared, le acercó lentamente una mano. Entonces, él extendió una de las suyas y entrelazó los dedos con los de ella. Después, al sentir que ella también correspondía a aquel gesto, cerró los ojos y dio gracias en silencio.

Sylvie se despertó temprano y, durante un momento, no supo dónde estaba, igual que le había pasado de niña, cuando había tratado tan desesperadamente de encajar en las casas a las que la llevaban. Se quedó muy quieta, observándolo todo antes de mover un músculo. Le dolía mucho la cabeza.

Miró a su alrededor. La habitación estaba decorada con un papel pintado color crema, con un delicado motivo de hojas de hiedra. Había dos enormes ventanales que, igual que la cama, estaban decoradas con el mismo dibujo de hiedra. En la mesilla de noche había un reloj que indicaba que eran las seis de la mañana.

La cama. Recordó que Marcus la había llevado allí la noche anterior. Entonces, comprendió que él debía de haberla llevado a su casa. Casi al mismo tiempo, se dio cuenta de que alguien le sujetaba firmemente la mano derecha. Volvió la cabeza ligeramente y vio a Marcus, sentado sobre una butaca que había acercado. Estaba inclinado sobre la cama y descansaba la cabeza sobre un brazo.

¿Habría estado allí toda la noche? Contempló su rostro, sus cejas oscuras y recordó sus palabras.

«Ninguna otra mujer me ha hecho sentir del modo en que tú lo haces». Poco a poco, empezó a recordar los acontecimientos de la noche anterior. Se había enfadado mucho con ella. Y Sylvie sabía por qué. Porque estaba empezando a entenderle.

El divorcio de sus padres le había debido traumatizar mucho. Sintió simpatía por él niño que Marcus había sido, ya que sabía lo vulnerable que se es a los siete años. Al enterarse de que su padre no había sido del todo sincero con él, le había hecho pensar que, tal vez, estaba persiguiendo un fin por las razones equivocadas. Se había construido un mundo en el que él siempre lo tenía todo bajo control, en el que nadie podía hacerle daño. Tal vez no quería admitir la verdadera razón para desmantelar Colette, pero, en un rincón de su mente, estaba seguramente el recuerdo del niño que se alegraría de que la empresa que había destruido a su padre dejara de existir.

Cuando había visto que podría estar equivocado, había perdido el control. Sylvie suspiró y miró hacia la ventana. En el breve tiempo que hacía que se conocían, habían tenido más desacuerdos y malentendidos que en todas las relaciones que ella había tenido. ¿Por qué no se olvidaba de él?

Al pesar en que Marcus podría marcharse, que podría no volverlo a ver, que no volvería a sentir sus fuertes brazos alrededor de su cuerpo ni sus labios sobre los suyos, sintió que el corazón le daba un vuelto.

Estaba enamorada de él.

Finalmente, había visto la verdad que había estado evitando. Adoraba la intensidad con la que perseguía sus fines, su sentido del humor, su inteligencia, su poderoso físico, el modo en que parecía saber lo que ella estaba pensando antes de que Sylvie lo dijera… Nunca se había sentido tan unida a otra persona en toda su vida. Daba miedo darse cuenta de que él la conociera tan bien, igual que ella a él, a pesar de sus diferentes puntos de vista sobre Colette.

Colette. Reconoció que su apego a la empresa no era más razonable que el deseo que él tenía por destruirla. Además, sabía que, si así ocurría, Marcus se ocuparía de los empleados. Indagando en su pasado, había descubierto que siempre había sido amable y generoso con los que tenía que despedir y que siempre les proporcionaba indemnizaciones justas y buenas referencias. Nunca actuaba a ciegas ni a la ligera. Sin embargo, lo importante de aquel asunto era que quería cerrar las puertas de la empresa que tanto le había dado, a parte de su primer empleo.

De repente, él abrió los ojos, lo que turbó enormemente a Sylvie.

– Buenos días -dijo.

– Días, sí. Lo de buenos, es discutible -replicó ella, con una sonrisa-. Siento haberme comportado de un modo tan estúpido anoche. Lamento haberte causado tantas inconveniencias.

– ¿Quién te ha dicho que me estás molestando? Sería mucho más exacto decir que estaba muy preocupado por ti. Me sentí tan impotente cuando te vi caer -susurró él, cerrando los ojos durante un momento-. No pude llegar a tu lado a tiempo…

– Marcus, no fue culpa tuya -le aseguró ella, soltando la mano que él tenía presa para acariciarle suavemente el rostro.

– Lo sé -respondió él, girándosela para darle un dulce beso sobre la palma-, pero saber que yo fui la razón por la que saliste corriendo no me hace sentirme muy bien. Debería haberte detenido.

– ¿Cómo? Yo no estaba dispuesta a escuchar razones. Si no me hubiera resbalado, me habría marchado antes de que pudieras detenerme.

– Ninguno de los dos nos portamos de un modo muy razonable -musitó él, besándole de nuevo la mano, para luego atraparla bajo la suya-. Lo único que importa ahora es que descanses y te pongas bien.

– ¿Estoy en tu casa?

– Sí. Creí que sería mejor si te quedaras aquí durante unos días, hasta que te recuperes.

– ¿Cómo? No me puedo quedar aquí.

– Tú no te puedes cuidar sola. Además, no puedes moverte durante las próximas veinticuatro horas. Debes volver al médico el miércoles. -Hasta entonces, no puedes estar sola.

– Tengo que irme a mi casa. Estaré bien.

Sylvie no estaba a dispuesta a vivir con él, ni aunque solo fuera durante una hora. Le resultaría muy fácil depender de él para ser feliz. Había estado muy bien sola hasta entonces y se negaba a que eso cambiara solo porque había cometido la torpeza de enamorarse de un hombre completamente inadecuado.

– Pareces olvidar que he vivido sola muchos años.

– No me importa. No pienso dejarte sola -afirmó, mientras se ponía de pie-. Volveré con tu desayuno dentro de unos minutos. No te levantes sin mi ayuda.

Regresó a los treinta minutos. Se había duchado y afeitado y tenía entre las manos una bandeja de desayuno.

Tras dejarla sobre una mesita, la rodeó con sus brazos para incorporarla.

– Déjame ayudarte, Sylvie. No me lo impidas.

Ella quiso protestar, pero el simple hecho de sentarse en la cama le provocó un fuerte mareo.

Entonces, se quedó atónita al comprobar que solo llevaba su ropa interior y una camisa de hombre.

– ¿Dónde está mi ropa? -preguntó-. ¿Y por qué llevo puesto esto?

– Fue lo único que se me ocurrió que no tendría que meterte por la cabeza. Afortunadamente, tenía una camisa extra en él coche y te la puse en el hospital o de otra forma habrías tenido que marcharte de allí con uno de sus camisones.

Sylvie lo miró fijamente y comprendió que su vestido se había estropeado completamente, si no por la caída, por la sangre.

– Estupendo.

– Luego te traeré algunas de tus cosas.

– Luego me puedes llevar a mi casa.

Marcus no respondió, lo que ella interpretó como una aceptación. A continuación, acercó la bandeja con el desayuno y se la colocó encima del regazo.

– ¿Lo has preparado tú solo?

– Tengo un ama de llaves. Lo ha hecho ella -respondió Marcus, mientras untaba los bollitos con mantequilla y mermelada, le cortaba el beicon y le servía el café. Sylvie se quedó agotada con solo verlo-. Ha llamado mi madre. Estaba muy preocupada por ti.

– ¿Se lo has dicho a tu madre?

– No tuve que decirle nada. Estaban presentes cuando la ambulancia te llevó al hospital.

– ¡Dios santo! ¿Qué va a pensar de mí? -exclamó Sylvie. Seguramente, la elegante dama no aprobaría que hubiera tenido una pelea en público con su hijo. Sin embargo, Marcus pareció quedarse algo perplejo.