Cuando volvió a mirarla a los ojos, su sonrisa era aún más amplia.
– Me tiene en desventaja, señorita…
– Bennett -respondió ella, furiosa consigo misma por sentirse tan afectada por aquella mirada solo porque era un hombre muy atractivo-. Subdirectora de marketing.
– Señorita Bennett -repitió él-, ¿qué viles esquemas se supone que he urdido para destruir esta empresa?
– Dado que se le entregó un requerimiento para que no liquidara las empresas de Colette, no creo que necesite que le recuerde sus intenciones.
– Si no se le ha olvidado, ese pleito fue rechazado -dijo él suavemente-, por falta de pruebas -añadió. Entonces, inclinó suavemente la cabeza y la estudió durante un largo momento, durante el cual Sylvie trató de encontrar una réplica adecuada, pero, para su sorpresa, él dio un paso al frente y la tomó del codo-. Venga conmigo, señorita Bennett.
– ¿Cómo dice?
Mientras él se excusaba frente al resto de los directivos y se dirigía con ella hacia la puerta, sin que Sylvie pudiera hacer nada para impedirlo, ella vio algo completamente inesperado. Rose estaba al pie de la mesa del bufé, vestida con un traje azul marino. ¿Rose?
Sylvie casi se tropezó mientras Marcus Grey la llevaba hacia la puerta. Al pasar al lado de Rose, esta le hizo un discreto gesto de que todo iba bien con los pulgares hacia arriba y le guiñó un ojo. ¿Qué diablos estaba haciendo Rose en la reunión del consejo de dirección de Colette?
Sylvie sintió que el estómago se le hacía un nudo cuando se fijó en uno de los camareros. También con traje azul marino… ¡Rose llevaba puesto un uniforme! Dios santo, si sus circunstancias eran tan penosas que tenía que tener un segundo empleo para llegar a final de mes, ¿por qué no había subido los alquileres? Sylvie suprimió un sentimiento de culpabilidad al recordar que, cuando le ofrecieron aquel hermoso apartamento, se dio cuenta de que el alquiler era tan modesto que estaba dentro de sus limitados medios. Decidió hablar con los demás inquilinos tan pronto como fuera posible. Rose tenía cincuenta y seis años y trabajar como camarera tendría que resultarle muy duro. La propia Sylvie había trabajado de camarera para pagarse sus estudios y sabía el trabajo que era.
Cuando llegaron a la puerta de la sala de conferencias, Grey la abrió y se echó a un lado para que Sylvie pasara primero, pero sin soltarla. En cuanto salieron al vestíbulo, ella se zafó bruscamente de él y se volvió a mirarlo.
– No se librará tan fácilmente de mí -le advirtió-. No puede desmantelar Colette así como así sin que todos nosotros, los que tanto la amamos, no hagamos nada para impedírselo.
La sonrisa que había habido en su rostro había desaparecido. Se había visto reemplazada por una implacable determinación.
– Ahora, yo soy el accionista mayoritario. Puedo hacer lo que quiera con esta empresa sin que vosotros podáis hacer nada para impedírmelo.
– Enviaremos otro requerimiento.
– Una dificultad temporal -replicó él, tratando la amenaza de otro pleito como si no significara nada para él. Esa actitud hizo que Sylvie cambiara de táctica.
– ¿Qué puedo ofrecerle para conseguir que cambie de opinión, señor Grey?
– ¿Es eso una oferta personal o profesional, señorita Bennett? -preguntó, levantado las cejas.
Sylvie sintió que el rubor le cubría las mejillas.
– Puramente profesional, se lo aseguro. Todos los empleados de Colette comparten el mismo nivel de compromiso por esta empresa que yo.
– ¿Cuál es su nombre?
– ¿Cómo?
– Le he preguntando que cuál es su nombre, señorita Bennett.
– Sylvie. ¿Por qué?
– Quería saber qué nombre iba con un envoltorio tan atractivo.
Sylvie volvió a sonrojarse, aunque se sintió furiosa consigo misma por el placer que le produjo tal cumplido.
– El acoso sexual es un delito muy feo, señor Grey. Tenga cuidado.
– Llámame Marcus -replicó él, sin prestar atención a sus palabras-. ¿Podríamos hacer un trato, Sylvie?
– ¿Como cuál? -preguntó la joven, mirándolo con los ojos llenos de sospecha.
– Que vayamos a cenar. Tú y yo. Esta noche. A cambio de eso, te prometo que no tomaré ninguna medida en esa reunión del consejo de dirección que afecte negativamente a Colette Inc.
– ¿Por qué diablos quiere usted cenar conmigo?
– Porque eres una mujer muy atractiva y me gusta tu estilo. Y porque me has intrigado. ¿Qué puede hacer que una empleada tenga unos sentimientos tan fuertes sobre una empresa en la que no tiene nada invertido? Hay probablemente otros trabajos mejores para una mujer tan ambiciosa como tú.
– ¿Cómo sabe que soy ambiciosa? -le espetó ella-. Tal vez sea perfectamente feliz con el puesto que ocupo aquí.
– Y las ranas tienen pelo. Cada uno reconoce a sus iguales, Sylvie. Bueno, ¿qué me dices?
– ¿Qué ocurrirá si me niego?
– Creí que querías lo mejor para Colette Inc.
Jaque mate. Menuda rata… Sylvie empezó a pensar. ¿Cuál sería el daño? Al menos podría conceder a Colette más tiempo para las maniobras legales, aunque no pudiera convencerlo a él de que no cerrara la empresa. Además, no era que aquel hombre fuera completamente odioso. Si no fuera el hombre que… bueno, el hombre que era…
– Supongo que me veo obligada a aceptar. ¿Tengo su palabra de que hoy no tomará ningún tipo de acción contra la empresa?
– Palabra de honor -respondió él, levantando la mano derecha.
– Ya -replicó ella, antes de darse la vuelta para marcharse-. Como si eso valiera algo. Una persona de honor no consideraría dejar a más de cien personas sin trabajo.
– ¿Quién ha dicho nada de dejar a la gente sin trabajo?
– ¿No es eso lo que está pensando hacer? -quiso saber Sylvie, tras darse la vuelta inmediatamente.
– Lo que estoy pensando es hacer un trato beneficioso.
– Sin tener en cuenta quién salga perjudicado -le espetó ella. Entonces, se dispuso a volver a su despacho.
– Sylvie -dijo él, antes de que se marchara-. Sé mucho más de lo que te puedas imaginar sobre las personas que salieran perjudicadas por las transacciones empresariales. En mis ecuaciones, siempre tengo en cuenta a los empleados.
Algún tiempo después, tras recibir una reprimenda de su jefe por su comportamiento, Sylvie se encerró en su despacho y se preguntó qué sería lo que le habría pasado. A menos que se hubiera equivocado, las amargas palabras de Marcus Grey no dejaban ninguna duda. Aparentemente, él sentía que algún desgraciado trato empresarial le había perjudicado… ¿Podría haber sido en sus negociaciones con Colette? Eso podría explicar el modo en que iba a por la empresa.
Decidió seguir un impulso y, tras conectarse a la red, empezó a buscar información. Si tenía que salir a cenar con él aquella noche, tenía la intención de saber todo lo que hubiera que saber sobre Marcus Grey, lo que incluía cualquier detalle de su vida que hubiera provocado que pronunciara aquellas misteriosas palabras.
Mientras se montaba en su brillante Mercedes negro aquella tarde, Marcus pensó en el contoneo con el que Sylvie Bennett se había marchado en dirección a su despacho aquella tarde, después de que se hubieran despedido.
Siempre se había preguntado cómo los hombres podían dejarse dominar por sus hormonas. En las numerosas relaciones que había tenido con mujeres a lo largo de los años, nunca había sido el que perdiera el control. Nunca se había dejado llevar por las emociones hasta aquel punto. A pesar de que había disfrutado apasionados encuentros con el bello sexo, una parte de su cerebro siempre se había mantenido funcional.
Hasta aquel mismo día. ¿Tenía idea aquella mujer de lo hermosa que era, con sus oscuros ojos, como los de una gitana, y una boca de labios gruesos que pedían a gritos que se los besara? Había tenido problemas para concentrarse en lo que ella le decía porque había estado demasiado pendiente del modo en que aquellos deliciosos labios formaban cada sílaba, la manera en que sus pechos rellenaban perfectamente la chaqueta que llevaba puesta y el modo en que su sedoso cabello se agitaba cada vez que movía la cabeza.