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Se dio cuenta de que Colette no era su enemigo y sintió como si se le quitara un peso de los hombros. Su madre le había contado la verdadera razón de la ruina de su padre. No había sido culpa de Colette. Los trabajadores que se habían ido a Colette, lo habían hecho porque tenían familias que mantener. Había sido la mala suerte. Ni más ni menos.

Su padre había sido su peor enemigo. ¿Por qué había consentido que el orgullo destrozara su familia? Su esposa lo habría amado de todos modos. Por eso le había esperado tantos años…

La mañana en la que conoció a Sylvie, había estado a punto de cerrar Colette. Efectivamente, habría ofrecido a los trabajadores la posibilidad de seguir en su empresa, pero muchos de ellos se habrían tenido que mudar a otras partes del país. Hubiera desarraigado cientos de familias solo por una venganza.

En aquel momento, se le ocurrió una idea mucho mejor. Las acciones de Colette no habían sido muy fuertes y los miembros del consejo de dirección no habían sido los mejores, pero, con él al frente, Colette mantendría la fama que siempre había tenido.

Decidió atar bien los cabos antes de decírselo a Sylvie. Sabría que ella le haría un millón de preguntas y quería conocer las respuestas antes de enfrentarse a ella. Sin embargo, no creía que una fusión en la que Colette fuera parte de las empresas Grey al tiempo que mantenía un cierto grado de autonomía le pareciera una mala idea.

Su mente no dejaba de dar vueltas a los detalles. En aquel momento, Sylvie regresó. La recibió de un modo tan efusivo que ella se quedó asombrada.

– ¿Por qué estás tan contento?

– Estoy contigo. ¿Por qué no iba a estarlo?

Fueron al apartamento de ella. Marcus la llevó de la mano todo el camino. Sentía que el cuerpo le palpitaba de deseo. En el momento en que cerraron la puerta, la tomó entre sus brazos.

– Bésame -gruñó-. No he podido dejar de pensar en ti en toda la semana.

Sylvie sonrió dulcemente y se puso de puntillas para besarlo. Entonces, le permitió que la llevara a la pasión que los dos habían estado esperando.

Le quitó el abrigo sin dejar de besarla. Le rodeó la cintura y la agarró por el trasero para estrecharla de ese modo contra él. Ella gimió y aquel sonido exaltó aún más los sentimientos de él. Su mundo, en aquellos momentos, se reducía a Sylvie y la dulzura que le prometía su suave cuerpo.

Con un rápido movimiento, le abrió la blusa, sin prestar atención alguna a su pequeña protesta y a los botones que volaron por todas partes. A continuación, liberó uno de los senos de su cárcel de encaje y seda y acarició el pezón durante un momento antes de metérselo en la boca y chuparlo con fuerza.

Sylvie le agarró el cabello con las manos, sujetándolo así contra su cuerpo. Poco a poco, se deslizaron hacia el tórax y le desabrocharon corbata y camisa y se deslizaron gozosas sobre los duros músculos de sus hombros y pecho.

Marcus gimió de placer al sentir aquella sensación tan erótica. Aquello lo excitaba tanto que los pantalones se habían convertido en una dolorosa prisión. Le bajó la mano, para que hiciera con los pantalones lo mismo que había hecho con la camisa. Entonces, Sylvie se quedó inmóvil. Marcus recordó que todo aquello era muy nuevo para ella. Sin embargo, a los pocos segundos, le desabrochó cinturón y bragueta. Fue él quien gimió cuando ella le tocó la excitada carne que ya no pudo ocultar. Sintió que ella le tiraba de la ropa y que, de un osado movimiento, lo liberó de su prisión.

Volvió a gemir y se lanzó entre sus manos, pero, tras un momento de maravillosas sensaciones, se la retiró. A continuación, le quitó la falda y prácticamente le arrancó las medias y las braguitas. En aquel momento, se arrodilló entre sus blancos muslos y admiró el suculento festín que había dejado al descubierto. Cuando la miró, vio que se había sonrojado. No obstante, Sylvie extendió los brazos para acogerlo entre ellos.

Sin palabras, se unieron y Marcus se hundió en el cuerpo de ella con facilidad. Entonces, empezó un dulce y firme movimiento que no iba a durar lo suficiente para satisfacerlo.

Ocho

Marcus le había pedido que se reuniera con él para almorzar el miércoles de la semana siguiente. Por eso, a las doce menos veinte, Sylvie atravesó el largo pasillo que conducía al despacho de Marcus, tarareando una canción. El edificio estaba muy alegre, ya que todo estaba preparado para las celebraciones de Navidad, con adornos por todas partes y villancicos sonando por la megafonía del edificio. Sylvie avanzaba lentamente, admirándolo todo. Sabía que era algo temprano, pero no importaba. Él había visto su lugar de trabajo y tenía curiosidad por ver cómo era el de él.

Tenía el cuerpo algo dolorido, dado que, la noche anterior, habían estado largas horas haciendo el amor. Nunca había soñado que pudiera sentir lo que Marcus le hacía experimentar. Solo con recordar algunos de aquellos deliciosos placeres, se sonrojaba.

A medida que se iba acercando a la puerta del despacho de él, una ridícula timidez fue apoderándose de ella.

– … quiero iniciar el papeleo referente a Colette tan rápido como sea necesario.

Al reconocer la voz de Marcus, se detuvo. ¿Qué papeleo? Una tremenda frialdad se apoderó de ella cuando empezó a comprender el significado de aquellas palabras. Sin poder evitarlo, se echó a temblar.

– De acuerdo. ¿Convoco una reunión del consejo? -preguntó una voz femenina, seguramente su ayudante.

– No. En la actualidad, solo hay un accionista en la empresa. Lo hablaré con ella antes de que se lo presentemos al consejo. De ese modo, lo tendremos todo en orden y nadie podrá presentar ninguna objeción.

Sylvie se llevó una mano a la boca, ahogando el grito de agonía que amenazaba con escapársele. ¡Marcus iba a liquidar Colette! Su corazón, que unos momentos antes rebosaba alegría, parecía estar lleno de plomo. A pesar de que no habían vuelto a hablar de ello desde el accidente del hielo, estaba segura de que Marcus había cambiado de opinión. Su propia madre le había dicho que estaba mal culpar a Colette de la desgracia de su padre.

Aparentemente, no la había escuchado. En su interior, el hombre que amaba era un niño que, a pesar de lo que se le dijera, solo buscaba vengar el pasado, aunque estuviera equivocado.

No la amaba. Aquel pensamiento la cortó por dentro como una cuchilla recién afilada. A pesar de que lo había pensado cuando hicieron el amor por primera vez, su corazón no lo había creído. Había sido tan tierno con ella, tan cariñoso… No le había dicho que la amara, pero a ella le había parecido que así era.

Rápidamente, se dio la vuelta y se marchó por donde había llegado. Había un cuarto de baño cerca del ascensor y se metió dentro. Afortunadamente, estaba vacío. Tras echar el pestillo, se agarró la cabeza entre las manos. ¿Qué iba a hacer? No podía quedarse con él, fingiendo que no ocurría nada cuando sentía que el corazón se le estaba rompiendo en pedazos.

«Es culpa tuya». Recordó que él nunca había comentado nada que indicara que había abandonado los planes que tenía para Colette. Nunca había dicho que comprendiera la devoción que ella sentía por la empresa. De hecho, nunca le había vuelto a hablar de tema. Las lágrimas empezaron a brotarle de los ojos. Rápidamente, se los apretó con las palmas de las manos para contenerlas.

Cuando el teléfono móvil que llevaba en el bolso empezó a sonar, pegó un salto en el aire. Con dedos temblorosos, lo sacó y contestó.

– ¿Sí?

– Hola, cielo. ¿Vienes ya de camino?

Era Marcus. Sin pensárselo, cortó la comunicación. Acababa de salir del edificio de Empresas Grey cuando el teléfono volvió a sonar. No prestó atención. Entonces, hizo una seña a un taxi, se subió y le pidió que la llevara a su casa. De camino, llamó a Wil.

Cuando le explicó que necesitaba tomarse el resto del día libre, él accedió sin problemas.