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– Sylvie, ¿te encuentras bien?

– Claro. Es que tengo un montón de cosas que hacer antes de las navidades y me he dado cuenta de que no me va a dar tiempo.

– ¿Qué le digo a Marcus cuando llame?

– Yo…

– Porque ya ha llamado una vez. Le dije que creía que habías salido a almorzar.

– Lo llamaré ahora para que deje de intentar localizarme. No creo que vuelva a llamarte.

Cuando terminó aquella conversación, los dedos le temblaban. A pesar de todo, marcó el número de Marcus.

– Marcus Grey -dijo él, con voz profunda y preocupada.

– Marcus…

– ¡Sylvie! ¿Dónde estás? Traté de llamarte hace unos minutos, pero la comunicación se me cortó. Luego, no pude contactar ya contigo. ¿Vienes ya hacia aquí?

– No. No voy a poder.

– Acabo de llamar a Wil y él me ha dicho que habías salido a comer. ¿Va todo bien?

– Sí, es que… me ha surgido algo y voy a tener que ausentarme de la ciudad durante unos días. Te llamaré cuando regrese.

– ¿Fuera de la ciudad? ¿Por tu trabajo?

– No. Una vieja amiga me necesita -mintió, para evitar la escena que él le montaría.

– Entiendo. Sylvie va de nuevo al rescate, ¿verdad? -afirmó, con dulzura-. De acuerdo, cariño, pero llámame en cuanto puedas.

– De acuerdo. Lo siento, me estoy quedando sin cobertura… Adiós.

Volvió a desconectar el teléfono justo cuando el taxi llegaba frente a Amber Court.

Después de pagar al taxista, subió corriendo las escaleras. La vieja mansión estaba en silencio, ya que casi todos sus inquilinos trabajaban. Rose probablemente estaría trabajando como voluntaria en alguna parte, o tal vez como camarera. Sylvie hizo un gesto de decepción al darse cuenta de que se había olvidado completamente de contarles a los demás lo que había descubierto. Sin embargo, las tumultuosas semanas que había vivido desde que Marcus había entrado en su vida se lo habían borrado de la cabeza.

Entró en su apartamento y dejó el bolso y el abrigo en el suelo. ¿Qué iba a hacer? No podía imaginarse en Youngsville, ni cómo iba a terminar su relación con Marcus. Desde el principio, había sabido que no estaban hechos el uno para el otro, pero había permitido que su corazón le impidiera hacer caso al sentido común. A pesar de que, desde siempre, había sabido que no podía durar, durante la última semana había empezado a creer todo lo contrario.

Las lágrimas que había logrado controlar antes empezaron a derramarse abundantemente. En aquel momento comprendió que el único modo que tenía de sobrevivir era marcharse de allí, pero… ¿Dónde podría ir? Nunca había vivido en ningún otro lugar que no fuera Youngsville.

De repente, recordó algo. ¡San Diego! Cuatro meses atrás, antes de conocer a Marcus, había ido a una exposición de joyas en aquella ciudad para presentar algunos de los diseños de Colette. Un hombre se le había acercado y había empezado a hablar con ella. Hasta que no le dio su tarjeta, Sylvie no supo que se trataba de uno de los diseñadores de joyas más importantes del país y ella le había estado hablando sobre las estrategias de venta agresiva. Se sintió muy avergonzada, pero el hombre, Charles Martin, se había quedado muy impresionado. Un día después, había ido a verla otra vez para ofrecerle un trabajo. Y muy bueno.

A pesar de que le explicó que estaba muy contenta en Colette, el señor Martin había insistido en que lo llamara sin cambiaba de opinión.

Antes de pararse a pensar por qué un cambio tan repentino podría ser contraproducente, sacó su tarjetero y buscó el número. Diez minutos más tarde, tenía una entrevista preparada para el viernes siguiente y estaba haciendo las reservas del billete de avión. Decidió que se marcharía a San Diego aquella misma tarde. A pesar de que sintió que se le rompía el corazón, llamó a su jefe para pedirle los dos días libres.

Después, se puso a preparar las maletas de un modo muy desordenado, lo que no era propio de ella. Las lágrimas volvieron a asomársele a los ojos y se dejó caer sobre la cama para llorar a gusto por la muerte de todos sus sueños.

– ¿Dónde diablos has estado?

Marcus apareció por casa de Sylvie el domingo por la tarde, más furioso que nunca…

Le había dejado innumerables mensajes en el contestador y en el móvil, que ella, no había contestado.

– En San Diego. ¿Cómo has sabido que estaba en casa? -le preguntó ella a su vez, con voz muy seria.

– He llamado a Rose a su casa hace más o menos una hora. ¿Te importa decirme la razón por la que no me has llamado en cuatro días?

– Lo siento. He estado muy ocupada y supongo que se me ha olvidado.

– Sí, claro, cuéntame otra historia. Dos personas que arden en la misma pasión no se olvidan de ello tan fácilmente -le dijo Marcus, algo alterado.

– Vale. Y ahora deja de gritarme. Bueno, creo que es mejor que te sientes. Tengo una noticia que darte.

– ¿Qué? -preguntó él, nervioso por el tono de voz que ella había empleado.

– Te he dicho que te sientes.

Entonces, ella misma se sentó en el borde de una silla.

Lentamente, Marcus hizo lo mismo. Prefería sentarse en el sofá, con Sylvie entre sus brazos, pero ella estaba agresiva y distante. Suponía que no debía haberse enfadado con ella por no haberlo llamado, dado que, una vez, él había hecho lo mismo. Sin embargo, aquello había sido hacía semanas, cuando todavía trataba de fingir que no quería más que una breve y divertida aventura con ella. Sylvie no tenía aquella excusa. ¿O sí?

– Tú dirás -le dijo.

– Voy a dejar mi puesto en Colette. Mi dimisión será efectiva a finales de año -confesó ella-. He aceptado un trabajo con Charles Martin en San Diego.

– Eso no es posible.

– Sí que lo es. Siento decírtelo de este modo.

– ¿Por qué haces esto, maldita sea? -preguntó él, poniéndose de pie. Se sentía furioso-. Creía que nosotros, que tú…

– Sí. Sé lo que había creído. Pensaste que estaba tan enamorada de ti que estaría disponible cuándo y dónde tú quisieras, mientras tú lo desearas.

– Sylvie… Pensé que nuestra atracción… era mutua. ¿Qué puedo decir para hacerte cambiar de opinión? No quiero que te vayas a San Diego.

– ¿Por qué?

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¿Por qué no quieres que me vaya?

– Quiero que te quedes aquí. Eso es lo que quiero. Y sé que tú quieres quedarte a mi lado. Tenemos algo muy especial… Tú estás convirtiendo esto en algo mucho más complejo de lo que es, Sylvie…

– No hay razón para hablar más sobre esto -replicó ella, sin prestar atención a sus palabras. Entonces, se puso de pie y se dirigió a la puerta-. Mi dimisión estará en la mesa de Wil mañana.

– No hay necesidad de esto -susurró él, siguiéndola. Entonces, trató de agarrarle una mano, pero ella no se lo permitió-. Sylvie, por favor, quédate…

– No puedo.

Marcus, desesperado ya, la tomó entre sus brazos e inclinó la cabeza sobre la de ella. Sin embargo, Sylvie la giró para que él no pudiera besarla. Cuando lo empujó, Marcus la soltó sin dilación.

– Toda mi vida… He tardado toda la vida en darme cuenta que me merezco a alguien con el que compartir mi vida -susurró ella, con un hilo de voz-, alguien al que amar y con el que envejecer. No pienso conformarme con nada menos, pero aparentemente eso es precisamente lo que tú me ofreces. Te amo, Marcus. Te he amado casi desde que nos conocimos, pero no pienso suplicarte que sientas lo mismo por mí. Te has atrincherado entre sólidas defensas porque estás decidido a que nadie vuelva a hacerte daño o que nadie te haga daño a ti como tu padre se lo hizo a tu madre. Sin embargo, Marcus, sufrir es parte de la experiencia vital. Te estás perdiendo muchas cosas, oculto tras esas barreras…

– Sylvie, cielo…

– No -le espetó ella-. Te he dejado que me hagas daño, principalmente por mi propia estupidez. Quería que fueras alguien que no eres, alguien que no sintiera resentimientos, que fuera noble. No he sido justa contigo tampoco, pero… No te permitiré que me arruines la vida. Me olvidaré de ti…