– Pero acabas de decirme que me amas…
– También acabo de decir que me olvidaré de ti -le espetó ella, con la mayor frialdad que Marcus había escuchado en sus labios-. Ahora vete.
Aturdido por sus palabras, él solo pudo contemplarla boquiabierto mientras Sylvie le abría la puerta y le indicaba que se marchara. Los pies parecieron moverse por voluntad propia, pero su cerebro estaba aturdido, tratando de asimilar todo lo que ella le había dicho.
Antes de que pudiera pronunciar alguna palabra que tuviera sentido, ella ya había cerrado la puerta. Se oían sollozos desde el interior del apartamento. Sin saber qué hacer, se quedó allí durante unos momentos. Su instinto le decía que echara la puerta abajo y la tomara entre sus brazos, pero, por primera vez, el instinto que le había convertido en tan buen hombre de negocios, estaba equivocado. Conocía a Sylvie. Tenía una voluntad de hierro que igualaba a la de él. Marcus sintió que una sensación helada le envolvía el corazón. Había pronunciado aquellas palabras muy en serio y no iba a permitirle que le hiciera cambiar de opinión.
Lentamente, volvió a bajar las escaleras. Rose estaba de pie en el vestíbulo, regando las plantas, y lo contempló en silencio hasta que Marcus llegó al lugar en el que ella se encontraba.
– Me ama, pero se marcha. Se muda a San Diego.
– ¿Por qué?
– ¡No lo sé! Si me ama, ¿por qué iba a querer abandonarme?
Rose lo miró sin pronunciar palabra, levantando ligeramente las cejas. Entonces, lo comprendió todo.
– Ella cree que yo no la amo, ¿verdad?
– ¿Y es así?
Marcus respiró profundamente. Se sentía como si fuera a saltar de un avión sin paracaídas. Sin embargo, ¿acaso no había sido precisamente aquello lo que Sylvie había hecho?
– No. Claro que no. Yo también la amo -afirmó, cada vez con la voz más fuerte.
Rose sonrió y siguió regando sus plantas.
– Dale tiempo para sacarse el dolor del cuerpo. Entonces, díselo.
Marcus se volvió para subir corriendo las escaleras, pero se detuvo. Los músculos le temblaban de frustración. Todo le animaba de nuevo a subir a verla, a suplicarle que lo escuchara… pero Rose conocía a Sylvie desde hacía tiempo.
– ¿Cuánto tiempo debo esperar? -le preguntó.
– No sé, tal vez un día o dos. Si le das demasiado tiempo para pensar, tal vez nunca consigas derribar sus barreras…
Darle tiempo para pensar… ¡Eso era! Casi tenía miedo de pensar que la idea que se le acababa de ocurrir pudiera funcionar. Sin embargo, mientras estaba allí de pie, dándose cuenta de lo que había perdido y de lo que tal vez nunca pudiera recuperar, supo que no le quedaba otra opción que intentarlo. Si no lo hacía, no tendría la posibilidad de volver a tener a Sylvie entre sus brazos.
Entonces, lentamente, se volvió a la casera.
– Rose, tengo algo que proponerte…
Llamó a Wil Hughes aquella noche y se lo contó todo. Como Rose había predicho, no le resultó tan difícil, ni humillante, como había imaginado. Wil solo se echó a reír cuando Marcus le confesó cómo había hecho daño a Sylvie.
– Algún día te contaré las estupideces que hice cuando estaba tratando de convencer a Maeve que se casara conmigo. Confía en mí. No eres el primer hombre que no tiene ni idea de lo que está pensando una mujer.
Cuando Marcus le pidió que lo ayudara, Wil aceptó sin dudarlo.
– Nunca sabrá que hemos hablado -le aseguró Wil.
Cuando terminó la llamada, Marcus se reclinó en su butaca y se permitió un ligero momento de esperanza. Había puesto las ruedas en movimiento para la que esperaba sería la reunión más importante de los empleados de Colette en la historia de la empresa. Y, si todo salía como había planeado Sylvie le perdonaría.
Lo primero que Sylvie hizo cuando regresó a su despacho el lunes por la mañana fue escribir su carta de dimisión y colocarla en el escritorio de Wil. Entonces, empezó a enfrentarse con la cantidad ingente de trabajo que se había acumulado en su escritorio desde el miércoles anterior.
Como había anticipado, Wil llegó momentos después y entró a saludarla. Luego, se dirigió a la cocina en busca de café. No miró encima de su escritorio hasta que no regresó con una taza de café en la mano.
– ¿Qué es esto? -preguntó, mostrándole el papel que ella había escrito aquella mañana.
Sylvie dudó. Sabía que iba a resultar duro, pero no se había imaginado cuánto.
– Me han ofrecido un trabajo en San Diego. Por eso, dimito.
– ¡San Diego! -exclamó Wil, sorprendido-. Sylvie, nunca me dijiste nada al respecto. ¿Por qué? ¿Es que no estás contenta aquí?
– Claro que lo estoy -susurró, sin poder controlar las lágrimas-, pero es una buena oferta. Una oferta que no puedo dejar pasar.
– Es por lo de la absorción, ¿verdad? Estoy seguro de que no creerás que tu trabajo es uno de los que va a desaparecer. No me imagino a Marcus despidiéndote.
– Esto no tiene nada que ver con la absorción -replicó ella, con un hilo de voz, mientras las lágrimas le caían abundantemente por las mejillas. No podría decirle también que no tenía nada que ver con Marcus-. Es solo algo que… quiero hacer, Will.
– Maeve se va a poner echa una furia cuando sepa que te mudas a California. Bueno, pues no seré yo quien se lo diga. Tendrás que hacer el trabajo sucio tú misma.
– De acuerdo. La llamaré esta tarde.
– Esto es muy repentino. ¿Cómo puedes tomar una decisión como esta tan precipitadamente? Me niego a aceptar esta carta.
– ¡Tienes que hacerlo!
– No -le espetó, dejando el papel encima del escritorio de Sylvie.
– ¡Claro que vas a tener que aceptarla! -le gritó Sylvie, perdiendo todo el control sobre sí misma-. ¡No pienso dejar mi puesto a finales de año, sino hoy mismo!
Se puso de pie tan bruscamente que tiró la silla contra el suelo. Entonces, agarró su bolso, su abrigo y salió del despacho.
Ni siquiera había llegado al ascensor cuando empezó a tranquilizarse. La vergüenza empezó a adueñarse de ella. ¿Por qué había tratado al pobre Wil de aquella manera? Ni siquiera era él con el que estaba furiosa… De hecho, tampoco estaba furiosa, sino solo dolida. No era Will quien le había roto el corazón y no era justo tratarlo de aquel modo. Sin embargo, decidió que marcharse de aquella manera resultaría mucho más fácil.
Salió del edificio y empezó a andar hacia Amber Court. Decidió llamar a Wil aquella misma noche y disculparse, pero nunca revocaría la decisión que había tomado minutos antes. Tenía que marcharse de allí tan rápidamente como le fuera posible.
Iba a resultar muy duro irse. Rose y sus tres mejores amigas, Lila, Meredith y Jayne, se iban a disgustar mucho y, precisamente por eso, esperar más resultaría insoportable. Efectivamente, tenía que romper limpiamente con su antigua vida. Además, conocía a Marcus. Odiaba perder en cualquier situación. Esa era la única razón por la que se había tomado tan mal sus palabras. De eso estaba segura.
Nunca debería haberle contado sus planes. Si se lo hubiera pensado, habría manejado la situación de un modo muy diferente. Marcus estaba acostumbrado a tomar decisiones, a ser el jefe. Odiaba perder. Y así sería precisamente como consideraría su dimisión. No quería ser al que se señalaba por la espalda, ni el que provocaba hilaridad. No quería ser el hombre al que había dejado tirado una empleada de Colette. Por eso, Sylvie debería haber esperado, debería haber mantenido sus planes en secreto hasta que hubiera podido hacer un único anuncio antes de marcharse.
En ese caso, lo único que se hubiera roto habría sido su propio corazón.