– Ahora -añadió Rose, rápidamente-. Tengo unos regalos de Navidad para vosotras, chicas.
– Pero Rose, yo no he bajado los míos -protestó Sylvie.
– Ni yo -reiteró Meredith.
– No importa -dijo Rose, mientras se levantaba y se acercaba a un hermoso aparador que había contra la pared-. Esto es especial y no quería esperar.
Cuando volvió a sentarse, les entregó a las cuatro jóvenes un sobre muy grande para cada una de ellas.
– ¿Qué es esto? -preguntó Lila.
– Yo pienso abrir el mío -declaró Sylvie.
Las otras hicieron lo mismo. Se pusieron a leer los papeles que encontraron en el interior de los sombres. Se produjo un gran silencio que se fue haciendo cada vez más eléctrico a medida que empezaron a comprender lo que contenían.
– ¡Rose! -exclamó Sylvie, poniéndose de pie-. ¡No puedes hacer esto!
– Claro que puedo. ¿De qué me sirven a mí ahora las acciones de Colette? Por eso, os doy una doceava parte de mis acciones a cada una de vosotras.
– Esto es tuyo, de tu familia -insistió Sylvie-. No podemos aceptarlo.
– Además, también son tus ingresos -añadió Lila.
– He ganado más que suficientes dividendos a lo largo de los años como para poder vivir el resto de mi vida. En cuanto a mi familia… Yo soy la última de los Colette y he visto lo mucho que vosotras amáis a esta empresa y lo mucho que habéis trabajado para salvarla. Cada una de vosotras es especial para mí. Sois como mis hijas, las que me hubiera gustado tanto tener. Espero que aceptéis este regalo con el amor que yo os lo doy.
– Por supuesto -afirmó Meredith.
Como si fueran una sola persona, las cuatro jóvenes se levantaron a la vez y abrazaron a Rose. En aquel momento, Sylvie se preguntó cómo iba a poder marcharse de Youngsville y dejar atrás a las personas que tanto amaba.
Dos horas más tarde, Sylvie entraba tranquilamente en su apartamento. Encendió una pequeña lámpara que había a la entrada y cuando colgó el abrigo… vio que Marcus estaba sentado en una butaca del salón.
– ¿Cómo has entrado aquí? -preguntó, todavía muy alterada-. ¡Me has dado un susto de muerte!
– Rose me dio una llave -dijo.
¿Qué Rose le había dado una llave?
– ¿Por qué?
– Supongo qué pensó que teníamos cosas de las que hablar.
El corazón de Sylvie latía a toda velocidad, tanto que temía que él pudiera escucharlo. Dejó el regalo de Rose sobre la mesa y se agarró con fuerza las manos.
– Pues se equivocó -replicó, tranquilamente-. No tenemos nada de qué hablar. Hoy has hecho una cosa muy hermosa y te doy las gracias por ello, igual que ya lo habrán hecho otros, pero…
– ¿Por qué?
– ¿Por qué, qué?
– ¿Por qué lo hice? ¿Por qué decidí dejar Colette como está e incluso expandirla? -insistió él. Entonces, se puso de pie y se acercó a ella lentamente.
– No lo sé. ¿Cómo sé yo por qué haces las cosas? No soy yo la persona adecuada a la que tengas que preguntar.
– ¿Y si yo te dijera que sí?
– Me temo que no tengo ganas de tener conversaciones misteriosas, como a ti parece apetecerte. Mira, Marcus, no sé por qué estás aquí. ¿No podemos dejar que lo que había entre nosotros muera de forma natural?
– Yo no fui quien lo apagó la última vez. Y quiero saber por qué lo hiciste. ¿Por qué decidiste aceptar ese trabajo en California?
– Era una buena oferta. No me pude negar.
– Yo te haré una mejor.
Aquello era el colmo.
– ¡No quiero que me hagas ninguna oferta! -gritó-. ¡No quiero nada de ti! Ahora, vete de aquí y déjame en paz.
– Ni hablar -replicó Marcus, agarrándola por los codos y estrechándola contra su cuerpo-. Estás atada a mí durante al menos los próximos cincuenta años.
Sylvie se derrumbó sobre su pecho, llorando amargamente como si él le hubiera roto el corazón. Marcus sintió que el suyo se resentía también. Nunca habría querido causarle dolor alguno. Su Sylvie era valiente, vital… Si se había derrumbado de aquella manera, demostraba lo mucho que le dolía aquella situación. Como si fuera de cristal, la llevó hasta el sofá.
– Cielo -susurró él, tomándola suavemente entre sus brazos-, por favor, no llores. Dime cómo te he hecho daño para que pueda solucionarlo todo -añadió, desesperado-. Los últimos días han sido un infierno para mí. Pensar que te podrías ir al otro lado del país me estaba volviendo loco. ¿Qué te hizo tomar esa decisión?
– Te oí. No sé por qué has cambiado de planes, pero te oí ordenándole a alguien que empezara con el papeleo de Colette…
– ¿Y por eso decidiste echarme de tu vida? ¿Por qué oíste parte de una conversación y sacaste tú misma tus conclusiones? -exclamó él, poniéndose de repente de pie.
Sylvie también se levantó.
– No, esa no es la razón, aunque admito que interpreté mal lo que escuché. Por eso empecé todo esto, pero no lo siento, Marcus, ¿sabes por qué?
Porque que yo acepte ese trabajo en San Diego solo acelera lo inevitable.
– ¿Qué es lo inevitable?
– El fin inevitable de nuestra relación -le espetó ella-. El final de amar a un hombre que no me corresponde. Por eso me marcho a San Diego y ¿sabes qué? Cuando llegue allí, voy a empezar a buscar a alguien a quien amar. Y te aseguro que lo encontraré. Entonces… entonces… te olvidaré. Te lo juro… Lo haré -añadió, entre sollozos.
– No lo harás. Nunca me olvidarás -le aseguró Marcus, con más confianza de la que verdaderamente sentía-, porque te seguiré. ¿Quieres oír las palabras? Bien. Te amo. Te amo, Sylvie, y si crees que voy a dejarte que te marches a otra parte, ya puedes ir cambiando de opinión. Vas a quedarte aquí, en Indiana, y te vas a casar conmigo. ¿Me entiendes?
– ¿Casarme contigo?
– Te vas a casar conmigo -repitió Marcus, mientras hincaba una rodilla ante ella y le tomaba las manos-. Te amo, Sylvie, y te necesito tanto que me da miedo. Supongo que tenía miedo de admitirlo yo mismo, porque sospechaba el poder que tienes sobre mí. Ahora, ¿qué me dices? ¿Te casarás conmigo?
Sin embargo, Sylvie no parecía estar llena de felicidad. Se soltó las manos y se las cruzó sobre el vientre.
– Amar a alguien no significa darle poder sobre uno. Es compartir el amor y la vida. No creo que tú sepas cómo hacer eso, Marcus.
– Aprenderé. Igual que tú también tienes cosas que aprender.
– ¿Cómo qué? -replicó ella.
– Las personas que aman aprenden a solucionar sus desacuerdos y sus roces. No se rinden o salen corriendo cuando las cosas van mal -susurró él, acariciándole suavemente los labios-. Sé que tú no has tenido a nadie que te enseñe cosas sobre el matrimonio cuando eras niña, pero has visto a Wil y a Maeve. ¿Se pelean alguna vez?
– ¡Cientos de veces! Sin embargo, tú tampoco tuviste muy buenos modelos. ¿Y si no nos sale bien?
– Yo quiero tener lo que tienen tus amigas. Mi padre dejó que el orgullo arruinara su matrimonio y su vida entera. Te prometo que eso no me ocurrirá a mí -susurró, tomándole de nuevo la mano-. Tengo algo que darte. Es incluso más apropiado después de esta conversación.
Se levantó y fue por un sobre que había dejado al llegar encima de la mesa.
– Considéralo tu primer regalo de bodas.
Lentamente, ella aceptó el sobre y lo abrió.
– ¡Pero esto es la mitad de tus acciones de Colette! No puedes hacer esto.
– Claro que puedo. Ahora, tenemos un veintiséis por ciento, lo que significa que tendremos que trabajar juntos con Rose para tomar las decisiones adecuadas para esta empresa.
– Eso no es cierto. Rose me acaba de dar un doce por ciento de sus acciones como regalo de Navidad. También repartió el resto entre Lila, Jayne y Meredith… Este sobre que tú me das… ¡me convierte en la accionista mayoritaria de Colette! Deberías pensártelo bien.