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Efectivamente, hacía menos de un día que lo conocía. «Deseas a ese hombre», se advirtió. «No tiene nada que ver con lo compatibles que sois, excepto en el nivel más físico». Precisamente, por eso no lo había invitado a entrar aquella noche. Nunca antes había tenido problemas para terminar una velada. De hecho, no podía recordar haber intercambiado más de un beso en la mejilla en su primera cita. La única relación íntima que había tenido había ocurrido durante una de sus muchas escapadas, cuando tenía dieciséis años. La experiencia había sido dolorosa y mucho menos romántica, por lo que nunca se había visto con ganas de repetirlo con nadie más… hasta aquella noche.

Sacudió la cabeza, enojada consigo misma. Solo Dios sabía lo que Marcus había pensado de la facilidad con la que se había rendido a sus besos. Probablemente estaba planeando seducirla. ¿Quién podría culparlo?

¿Qué habría hecho ella si él hubiera insistido? Se echó a temblar. Le hubiera gustado estar segura de que le habría rechazado. Sin embargo, cuando estaba entre sus brazos, no podría ser responsable de sus actos. Por eso, debería mantenerse alejada de él.

¿Y qué había hecho? Había aceptado una cita al día siguiente. A pesar de sus excusas sobre Colette, sabía que nunca había sentido nada como lo que Marcus le hacía sentir, nunca había pensado que su vida no estaría completa sin un hombre. Hasta aquella noche, cuando se había reído con él, cuando había hablado de su infancia, cuando se había sentido tan a gusto entre sus brazos…

Para una chica que no había tenido mucha comprensión o afecto a lo largo de su vida, era un sentimiento muy poderoso. Había pasado de ser una marginada a tener el éxito entre sus manos. Había hecho amigos, entre los que se encontraba Rose, a la que quería como a una madre. Sin embargo, nunca había tenido un hombre que le hiciera sentir de aquel modo.

«¡Pero si solo ha sido una cita! No es nada por lo que echar las campanas al vuelo».

No obstante, en sus sueños, bailó entre los cálidos brazos de un hombre alto, de ojos verdes, un hombre que parecía ser la pieza que faltaba en el rompecabezas que era la vida de Sylvie Bennett.

Al día siguiente, no parecía poder concentrarse. Su jefe, Wil Hughes, la miró extrañado cuando el salvapantallas del ordenador salió por tercera vez mientras trabajaban en una nueva campaña publicitaria.

– ¿En qué estás pensando, Sylvie? Hoy pareces un poco distraída.

– Lo siento -respondió, moviendo el ratón para que la pantalla volviera al programa-. Solo estoy un poco preocupada por lo que las Empresas Grey están tratando de hacernos.

– Todos lo estamos, pero no hay nada que podamos hacer más que esperar y ver qué opciones tenemos. Dios, no quiero ni pensar que tenga que marcharme de Colette y empezar de nuevo en otra parte.

– Tal vez no llegará a eso.

– Tal vez -dijo él, algo dudoso-. Bueno, dado que estamos hablando sobre Grey, dime exactamente lo que ocurrió cuando sacaste al león de la guarida ayer. ¿Llegaste a alguna parte?

– En realidad, fue el león el que me sacó a mí. No tengo ni idea si he conseguido hacerle cambiar de opinión. Anoche, fuimos a cenar y voy a volver a salir con él esta noche, así que seguiré trabajando en nombre de todos.

– ¿Estás bromeando?

– No.

– ¡Dios mío! Maeve no se lo va a creer cuando se lo diga. Tendrás que venir a cenar pronto para contárselo todo.

– Me encantaría. Es decir, ir a cenar. Creo que los detalles tendrán que censurarse.

– Maeve te lo sacará todo.

Maeve, la esposa de Wil, estaba confinada a una silla de ruedas desde que tuvo un accidente de automóvil hacía algunos años y sufría problemas crónicos. A pesar de sus dolores, Maeve era una mujer afectuosa y animada. Wil y ella habían sido los primeros amigos de Sylvie cuando llegó a Colette, mucho antes de que la trasladaran a marketing. Sylvie hubiera hecho cualquier cosa por ellos. Sabía que una de las principales preocupaciones de Wil sobre la absorción era cómo iba a encontrar dinero para pagar las constantes crisis de salud que tenía Maeve si se quedaba sin trabajo.

– ¿Cómo está?

– Bastante bien. Su médico dice que se ha recuperado completamente de la gripe.

– Me alegro.

En aquel momento, se abrió la puerta del despacho. Los dos se volvieron para ver quién era. Sin embargo, no pudieron hacerlo. Un enorme ramo de flores ocultaba a una mujer, de la que solo se veía un hermoso par de piernas.

– ¿Dónde está el escritorio? -preguntó Lila Maxwell, desde detrás de las flores.

– Ponlas aquí -dijo Sylvie, tras levantarse rápidamente para ir a ayudar a su amiga-. ¿Por qué estás de chica de los recados?

– Subía hacia aquí cuando las vi -comentó Lila, antes de dejar las flores sobre la mesa-. Las chicas de recepción dijeron que eran para ti, así que dije que te las subiría yo. ¡Me muero por saber de quién son!

– Me apuesto algo a que lo sé.

Sylvie agarró el pequeño sobre que acompañaba a las flores y lo abrió. Tengo muchas ganas de verte esta noche. Marcus.

– Vaya, vaya, vaya -dijo Lila, husmeando desvergonzadamente por encima del hombro de Sylvie-. Parece que lo has impresionado. Rose me dijo que saliste anoche con él. Debió de ser todo un éxito si estás dispuesta a repetir.

– Nos divertimos -admitió Sylvie.

– Haznos un favor -sugirió Wil-. Diviértete otra vez esta noche y, mientras tanto, convéncelo para que no cierre Colette,

– Eso parece prostitución, ¿no crees? -comentó Sylvie, sonriendo.

Sin embargo, sus dos amigos parecieron quedarse atónitos por aquellas palabras. Lila fue la primera que reaccionó.

– Sylvie, no sales con ese hombre solo para tratar de ayudar a la empresa, ¿verdad? Por la reputación que tiene, no creo que le dejaras huella.

Sylvie sonrió y trató de no prestar atención a la vocecita que le impulsaba a saltar a la defensa de Marcus.

– No. Anoche salí con él solo para tratar de ayudar a la empresa. Esta noche, voy a salir con él porque es un estupendo bailarín y porque anoche nos divertimos mucho. Nada más.

Tres

Aquella tarde, mientras Sylvie se vestía con unos pantalones azul marino y un jersey azul claro, sabía que aquella noche iba a ser mucho más, aunque les había asegurado todo lo contrario a sus amigos. Sentía una enorme bola de nervios en el estómago a pesar de que ella casi nunca se ponía nerviosa por una cita… ¿Sentiría Marcus la misma atracción por ella que la noche anterior?

El timbre sonó cuando estaba ordenando un poco el salón. Al abrir la puerta, Marcus la miró con aquellos penetrantes ojos, verdes como las esmeraldas… Sylvie sintió que el corazón le daba un vuelco y que la respiración se le atascaba en la garganta.

Era tan guapo… Llevaba unos pantalones de pana negros y una camisa blanca con el cuello desabrochado bajo una cazadora negra. Sus hombros parecían tan anchos como la puerta.

– Buenas tardes.

– Buenas tardes. Estás preciosa -dijo él, mirándola de arriba abajo.

– Gracias. Y gracias también por las flores que me enviaste esta mañana -comentó ella, señalando el jarrón que había sobre la chimenea-. Como puedes ver, son muy hermosas.

Entonces, sacó una chaqueta de lana del ropero, que él agarró enseguida para ayudarla a ponérsela. Cuando se la hubo colocado sobre los hombros, la tomó entre sus brazos y le dio la vuelta.

– Sylvie… Llevo todo el día esperando este momento…

Ella le agarró los antebrazos, aunque no para tratar de soltarse. A pesar de los abrigos, era una dulce tortura notar el cuerpo de él contra el suyo. Una tortura que sabía que debía resistir.