El último de los jinetes cruzó el arco, y el sonido de los cascos, ¡as voces y el ladrido de los perros se amortiguó al otro lado de las sólidas murallas de granito de Carn Caille. En algún lugar sobre la cabeza de Anghara, una contraventana repiqueteó con fuerza e intencionadamente: era Imyssa que arreglaba la habitación de la princesa y le lanzaba un oportuno recordatorio de su deber. Anghara suspiró y con una última y pesarosa mirada al invitador azul profundo del cielo se dio la vuelta y penetró de nuevo en la sala.
Encontró a su madre en la antecámara que comunicaba con la sala, y que la familia había convertido en los últimos años en su dominio privado. La luz del sol penetraba a raudales por la alta ventana y hacía resaltar el nuevo retrato que dominaba la pared opuesta: Imogen estaba sentada en un diván acolchado, rodeada por piezas de ropa a medio desenrollar, mientras Middigane, la costurera, se sentaba en un taburete bajo a sus pies.
Middigane era una mujer regordeta que recordaba a un pequeño petirrojo de ojos azules y cabellos todavía negros como el azabache a pesar de su avanzada edad. Vivía en una de las islas exteriores. Viuda de un capitán de barco mercante, había retomado el oficio de su juventud cuando su esposo se ahogó en una tormenta primaveral, y a pesar de los inconvenientes para traerla desde su hogar a Carn Caille siempre que era necesario consultarla, la reina había insistido en asegurarse sus servicios para la realización del traje de novia de Anghara. Imogen había descubierto el talento de Middigane hacía algunos años, y sostenía que era la única costurera de todas las Islas Meridionales que podía empezar a igualar la destreza de sus más sofisticadas colegas del este. Su única pena era que Middigane se negaba con firmeza a abandonar su isla a cambio de una residencia permanente en Carn Caille; pero, conociendo a Middigane, Anghara tenía para sí que tal negativa provenía de su interés en los hombres más viriles de su localidad, algo que le resultaría más difícil permitirse bajo la mirada de la reina.
Cuando la princesa entró, Middigane se incorporó y le dedicó una reverencia. Anghara besó a Imogen, y la reina la estudió con ojos de miope pero críticos.
—Has perdido más peso, Anghara. ¿Cuántas veces he de decirte que no comes lo suficiente? Middigane, me temo que tendremos que entrar un poco más la cintura del vestido.
Middigane se inclinó sobre sus rollos de tela y sacó el traje de novia de Anghara. Hasta ahora consistía en poco más que enaguas y corpiño, pero el traje terminado sería una fantástica mezcla de seda gris perla recubierta de encaje plateado, y rematado con una enorme cola sobre la que Middigane planeaba coser un millar de diminutos ópalos. Anghara hubiera preferido algo bastante más sencillo, pero Imogen no había querido oír hablar de tal idea: estaba decidida a que la boda de su única hija fuera un acontecimiento de gran esplendor y solemnidad, y pensaba demostrar a los dignatarios visitantes procedentes de su país natal que Carn Caille podía igualar a cualquier pompa del este. Se habían producido algunas escaramuzas entre madre e hija, pero Imogen se había salido con la suya y Anghara hubo de resignarse a la perspectiva de una boda celebrada con todo el ceremonial.
Con Middigane moviéndose y enredando a su alrededor, se quitó sus ropas y se introdujo en el traje, luego subió al pequeño taburete para permitir que la costurera se pusiera a coser y sujetar alfileres. Imogen tomó un bordado que había dejado a un lado y mientras alisaba la tela sobre el bastidor, dijo:
—Anghara. Tu padre y yo no estamos nada satisfechos de tu comportamiento en los festejos de anoche.
Anghara volvió la cabeza, con lo que provocó un gemido de protesta de Middigane y sus mejillas enrojecieron enseguida.
—Madre...
—No; quiero que me escuches, criatura. —Imogen levantó la vista, y sus ojos, que normalmente eran plácidos y suaves, aparecían más severos que de costumbre—. Tu temeridad al hablar como lo hiciste a Cushmagar podría haber arruinado toda la temporada de caza. Tal y como están las cosas, no se produjo ningún perjuicio; pero me gustaría pensar que jamás volverás a comportarte de una forma tan estúpida.
Anghara era muy consciente de que Middigane escuchaba con gran atención; no obstante, según la costumbre de los nobles del este, la reina Imogen no sentía el menor escrúpulo en decir lo que pensaba en presencia de inferiores. Ahora, el relato de las fechorías de Anghara se extendería sin duda por todas las islas exteriores en el mismo instante en que Middigane pusiera los pies de nuevo en su tierra, y la princesa se sintió como una criatura de cinco años a la que reprendieran ante las mal disimuladas risitas de sus iguales.
Giró la cabeza enojada.
—Tal como dijiste, madre, no se produjo ningún perjuicio.
—Esa no es la cuestión. Quiero tu palabra, Anghara.
La joven apretó los dientes.
—La tienes. —E hizo una mueca cuando Middigane, distraída, hizo un torpe movimiento y le clavó un alfiler—. ¡Ten cuidado, mujer!
—¡Anghara! —La voz de Imogen sonó helada, y, conocedora del tono y del poco frecuente pero implacable genio de su madre, Anghara se apaciguó.
La reina aguardó hasta que el fuego hubo desaparecido de los ojos de su hija, luego se puso en pie.
—Te dejaré en las manos capaces de Middigane —anunció—. Cuando ella ya no te necesite, puedes venir a verme a mi tocador, y daremos una mirada a las joyas que llevarás en tu boda. — Intercambió una sonrisa amable y un tanto resignada con la pequeña costurera; luego le dio la espalda a su hija y salió de la habitación.
Anghara miró por la ventana la brillante mañana. Pensó en la cacería, en Fenran, en el ladrido de los podencos y en la embriagadora excitación de la caza. A sus pies, Middigane canturreaba desafinadamente con la boca llena de alfileres; la princesa cambió el peso de su cuerpo de un pie al otro y resistió la tentación de pisar la mano de la menuda mujer y fingir que había sido un accidente. Un mes, pensó. Sólo un mes.
Su suspiro fue como un débil soplo en la soleada habitación.
La reina Imogen no volvió a hacer referencia al episodio de la noche anterior cuando Anghara se reunió con ella en su habitación algo más tarde; no obstante, la tensión residual que flotaba en la atmósfera entre madre e hija resultaba palpable e incómoda. Durante dos horas, la princesa permaneció sentada junto a Imogen, examinando obediente la desconcertante colección de collares, diademas, brazaletes y anillos que su madre, con un gusto impecable, había seleccionado para que ella escogiera. La joven no podía concentrarse; el hecho de haberse perdido la cacería aún le dolía, y —aunque no se atrevía a decírselo a su madre— se sentía muy poco interesada en todo aquello. Llevaría lo que Imogen aconsejara. Todo lo que deseaba era alejarse de los sofocantes muros de Carn Caille y encontrarse al aire libre bajo el sol.
Por fin la dura prueba terminó. Anghara abandonó los aposentos de su madre y recorrió a toda prisa los pasillos de la vieja fortaleza en dirección a su propia habitación, ansiosa por librarse de sus ropas palaciegas y aprovechar lo mejor que pudiera lo que quedaba del día antes de que regresaran los cazadores. Se celebraría otra fiesta por la noche, aunque de menor envergadura que la anterior; necesitaba estar a solas un tiempo, antes de que empezara, para reparar sus sentimientos heridos y lograr que su humor no se resintiera.