Выбрать главу

El mundo era bueno.

—Anghara no está en sus aposentos. —El príncipe Kirra penetró en la habitación de Fenran con aire despreocupado sin llamar, e hizo su anuncio con franco regocijo—. Imyssa dice que no la ha visto desde esta mañana, cuando fue, de muy mala gana, según parece, a obedecer la llamada de mi madre. —Dejó caer su desgarbada figura en una silla tallada, la cual crujió en señal de protesta, y se sirvió una copa de cerveza de una jarra que había sobre la mesa de Fenran—. ¡Ahhh!... —La vació de un trago, se pasó el dorso de la mano por la boca y sonrió de oreja a oreja—. ¡Esto está mejor! ¡Me siento tan seco como el desierto!

Los ojos grises de Fenran lo contemplaron con indulgencia mientras se secaba rápidamente con una toalla. Su primera acción después de un día duro era sumergirse en una bañera de agua caliente y quitarse de encima el sudor y la porquería acumulados durante la jornada; esta aparente adicción al baño desconcertaba a Kalig, pero tenía toda la aprobación de Imogen, y Fenran pensó para sí que la reina se habría sentido agradablemente sorprendida por la civilizada naturaleza de la vida en El

Reducto, su país natal en el norte.

En voz alta, respondió a Kirra:

—Anghara aparecerá cuando quiera. Aparecerá a tiempo para la fiesta, te lo aseguro.

Kirra lanzó una carcajada.

—¡Eres un optimista, Fenran! O eso, o no conoces a mi hermana tan bien como te gusta creer. — Se volvió a llenar la copa—. ¡No digas jamás, cuando estés viejo y debilitado y ella te haya dejado sin ánimos para nada, que no te avisé de la clase de furia que vas a tomar por esposa!

Fenran soltó una risita mientras la imagen de una colérica Anghara aparecía en su mente.

—Lo sé muy bien, Kirra. Y no la querría de ninguna otra forma.

Kirra se levantó, con su cerveza en la mano, y se dirigió hasta la ventana. El sol empezaba a bajar pero todavía brillaba sobre la muralla que rodeaba la fortaleza; aunque el año se acercaba a su fin, la luz del sol era todavía casi perpetua en estas latitudes.

—Yo conozco a Anghara —dijo, dando a entender sutilmente que Fenran no la conocía—. Ni siquiera está en Carn Caille. Habrá salido disparada de aquí como un huracán en cuanto mi madre la haya dejado marchar, y estará por ahí lamiéndose las heridas en uno de sus refugios favoritos.

Fenran se hubiera echado a reír con él, pero, sin aviso previo, algo parecido a una mano helada le rozó la mente. No comprendió aquella sensación, pero, de momento, le inquietó.

—¿Has comprobado en los establos? —preguntó.

Kirra no percibió el repentino cambio en el tono de su voz.

—¿Establos? —repitió sin comprender—. No. ¿Por qué?

—Si Anghara ha abandonado la fortaleza, se habrá llevado a Sleeth.

—¡Oh, ya veo! —Kirra hizo una pausa, luego arrugó la frente—. Creí ver a Sleeth entre los caballos que participaron hoy en la cacería.

—No. Me aseguré de que se quedara aquí.

—¿De veras? —Kirra volvió la mirada, y le sonrió compasivo—. No deberías mimar tanto a Anghara, Fenran. ¡Eso no hará más que causarte problemas más adelante!

Fenran descubrió de repente que tenía que morderse la lengua ya que el implacable tono burlón de Kirra empezaba a crisparle los nervios. Aunque no podía señalar una causa lógica, se sentía preocupado: era un instinto que había surgido en algún lugar indefinido, y había aprendido a confiar en gran medida en tales intuiciones.

—Kirra —dijo, y esta vez el tono de su voz indicaba claramente sus sentimientos—. Creo que deberíamos encontrarla de inmediato.

El joven lo miró fijamente. Por un instante Fenran pensó que el príncipe descartaría sus palabras con otro comentario jocoso; pero Kirra poseía suficiente sensibilidad como para darse cuenta de que esta vez las bromas no tenían razón de ser, y su comportamiento cambió.

—¿Qué sucede, Fenran? —inquirió—. ¿Qué va mal?

Fenran sacudió la cabeza.

—No puedo explicármelo ni a mí mismo, y mucho menos a otra persona. Imyssa lo llama un sexto sentido.

—Imyssa es un pajarraco sabio, a pesar de sus defectos.

—Lo sé. —Fenran vaciló, luego siguió—: Kirra, ¿quieres hacer algo por mí, como amigo?

—Desde luego.

Los ojos de Fenran se encontraron con los suyos en una mirada llena de gratitud.

—Busca a Anghara. Reúne a unos cuantos criados si es necesario, y registra Carn Caille hasta que

la encontréis.

Kirra entrecerró los ojos.

—¿No habrás tenido ningún mal presagio, verdad? Después de lo que Anghara hizo anoche...

—No, no, nada de eso. Tal y como te he dicho, no puedo explicarlo. Todo lo que puedo decir es que me complazcas en esto.

Kirra se mostraba más desasosegado con cada minuto que pasaba; sentía un gran respeto por lo sobrenatural, y el pensamiento de que el normalmente práctico Fenran hubiera tenido una visión lo inquietaba.

—Haré lo que pides, Fenran. —Se dirigió hacia la puerta—. Y quizá no estaría de más que avisara a mi padre...

—No —Fenran negó categóricamente con la cabeza—. Aún no; no quiero alarmar al rey sin un buen motivo. Que quede entre nosotros, de momento. —Se obligó a sonreír—. Seguramente me preocupo por nada. Acabaré de vestirme y me reuniré contigo dentro de unos minutos.

—Muy bien. —Kirra continuó mirándolo inquisitivo durante unos instantes, como si esperase encontrar una muda respuesta en su rostro. Luego abrió la puerta, y sus pasos se perdieron por el suelo de piedra del pasillo.

En su habitación, Imyssa dormitaba inquieta en una silla. Uno de los riesgos de la edad era esa tendencia a dormitar en los momentos más improbables; en estos momentos debiera estar ayudando a Anghara a prepararse para la fiesta. Pero Anghara no estaba allí.

Si la anciana nodriza hubiera estado despierta, y hubiera mirado por la ventana en dirección a donde el cielo se teñía lentamente de un vivo tono naranja, habría podido ver al cormorán que sobrevolaba la gran torre del homenaje de Carn Caille. Una solitaria silueta negra recortada contra un cielo en llamas, y un pájaro cuya visión presagiaba acontecimientos siniestros. Si lo hubiera visto, Imyssa habría corrido a sus runas y sus hierbas, y habría conjurado un hechizo para ver y de esa forma determinar el significado de la aparición del cormorán. Pero no lo vio. En lugar de ello, inmersa en su sueño sin forma, se movía espasmódicamente como si fuera víctima de convulsiones, y sus arrugados párpados se agitaban en un inconsciente y temeroso espasmo.

Anghara abrió los ojos y se encontró con un pedazo de esquisto a pocos centímetros de su rostro. Las costillas y el brazo derecho le dolían; cuando, con una acción refleja involuntaria, sus piernas se movieron, descubrió que estaba tumbada boca abajo sobre una tierra seca y marchita, la cabeza torcida en un ángulo imposible. Algo se agitó a su espalda; sobresaltada, hizo un movimiento brusco para alejarse y entonces se dio cuenta de que no era más que un matorral enano, y que uno de sus pies estaba enredado entre sus ramas marchitas y resecas.

El matorral había amortiguado su caída...

Se incorporó apoyándose en los codos, y por un momento pensó que iba a marearse. La cabeza le daba vueltas, y cuando exploró su cráneo con dedos vacilantes, la más leve presión sobre su sien izquierda le produjo un dolor lacerante.

Le dolía todo el cuerpo. Sus ropas estaban rasgadas, había arena en sus cabellos, y las palmas de las manos estaban arañadas; tenía el vago recuerdo de que, en un momento dado, había extendido los brazos en un fútil intento por evitar golpearse demasiado fuerte contra el suelo cuando Sleeth...