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Pero si no lo descubría, averiguaba, comprendía, los demonios de sus sueños la perseguirían por el resto de su vida. Jamás se le presentaría una oportunidad semejante!

Las formas de Kalig, Imogen, Imyssa, Cushmagar, incluso la de Fenran, se alzaron acusadoras en su interior. Deja tranquilas a esas viejas piedras. La leyenda no debe ser mancillada. No hay que defraudar la confianza de la Madre Tierra. La larga sucesión de antepasados la habían mantenido;

ella debía seguir su ejemplo, mantenerlo para salvaguardar su vida...

Y la Torre de los Pesares la llamaba, como si hubiera esperado, durante todos aquellos siglos, su llegada.

Anghara se llevó el dorso de la mano a la boca y dejó escapar un sonido casi inaudible e inarticulado. Le pareció como si la torre poseyera una sensibilidad independiente y hubiera extendido una mano para tocarla, para aprisionarla... Dio un traspié hacia adelante al tiempo que la idea pasaba por su mente con un estremecimiento, y ahora la gran pared lisa se alzaba justo frente a ella; no estaba ni a diez pasos del muro.

Veía la puerta; un bajo y modesto rectángulo en la pared de la torre. El Hombre de las Islas, cuya mano la había colocado en la piedra, no había sido alto. Un minuto, pensó Anghara; un minuto nada más, y vería lo que él había visto, sabría lo que él había sabido. Y los fantasmas que la habían perseguido desde la infancia quedarían destruidos para siempre. Un minuto. Nada más. No cruzaría el umbral. Miraría, una vez, y luego abandonaría aquel lugar para no regresar jamás. Tan sólo un minuto. Tan sólo una mirada.

El sol llameaba en el horizonte arrojando titánicas y furiosas lanzas color carmesí hacia las alturas. En menos de una hora estaría oscuro, pero Anghara ni se daba cuenta ni le importaba. El muro vertical de la Torre de los Pesares estaba ante ella, aunque no recordaba haber andado aquellos pocos y cruciales pasos. La puerta era, exactamente, de su misma altura.

Extendió el brazo, y posó la mano sobre la antigua y petrificada madera.

—La fiesta está a punto de empezar —dijo Kirra—. No podemos retrasarlo mucho más, Fenran: tendremos que decírselo a mi padre.

Fenran asintió con tristeza. Estaban sobre la muralla que flanqueaba la gran torre del homenaje de Carn Caille. El sol, justo en la línea del horizonte ahora, teñía sus rostros y los viejos bloques de piedra de un crudo tono rojizo. Fenran intentaba no ver malos presagios en la siniestra luz.

Hacía tiempo que del comportamiento de Kirra había desaparecido cualquier rastro de ligereza. Los dos jóvenes habían tardado sólo unos minutos en descubrir que Sleeth no estaba en los establos, y un discreto pero rápido registro de la fortaleza no había revelado la menor señal de Anghara. Al principio, Fenran se había persuadido de aceptar la convicción de Kirra de que la princesa había salido sencillamente a cabalgar y que regresaría mucho antes de que empezara a oscurecer, pero a medida que pasaba el tiempo y no resonaban bajo el gran arco los cascos de un caballo su machacón sexto sentido creció en intensidad y apremio.

Esperando contra toda esperanza que esta vez vería algo donde antes no había habido nada, volvió la mirada para observar más allá de la fortaleza, protegiéndose los ojos del resplandor del sol. El paisaje permanecía vacío y silencioso; no se veía la menor señal de un jinete en la distancia que se dirigiera hacia Carn Caille.

—Fenran —Kirra le tocó el brazo—. No podemos retrasarlo más.

El joven asintió, incapaz de expresar el presentimiento que, como un depredador sanguinario, le corroía desde su interior. No pudo mirar a Kirra a los ojos; se limitó a dirigirse a las empinadas escaleras que descendían hasta el patio, y, en silencio, iniciaron el descenso.

Y cuando la torre estuvo terminada, se colocó ante su puerta un atardecer y la abrió y penetró en el interior, y cerró la puerta a su espalda, quedándose solo en aquella oscuridad sin ventanas.

La voz de Cushmagar susurró en la mente de Anghara mientras, con tan sólo una mínima vibración de protesta, la puerta de la Torre de los Pesares giró suavemente sobre sus goznes ante la

presión de su mano.

Tan fácil... Había esperado encontrar candados, barras, cerrojos; pero no había ninguno. Únicamente un sencillo pestillo que se descorrió con toda facilidad, y unos viejos goznes que murmuraron ininteligibles al moverse por primera vez desde hacía incalculables siglos.

Un brillante rayo de luz del cada vez más apagado sol cayó sobre el umbral, sobre un suelo de tierra desnudo del que se alzaron motas de polvo en lánguidas espirales ante la repentina corriente de aire. Anghara sintió un nudo en la garganta, los músculos se tensaron hasta que le resultó imposible respirar, y se quedó con los ojos fijos, muda, inmóvil, en lo que la puerta y la mortecina luz del sol habían revelado.

Era un lugar muy sencillo. Una única habitación sin amueblar, tierra desnuda y piedra desnuda, silencioso, intocado, vacío; y la tensión sofocante que había ido creciendo en ella se transformó en otra de perpleja desilusión. Éste era el centro de la leyenda más antigua y reverenciada de Carn Caille, fuente de un terror y una superstición que estaban grabados en las almas de todos los habitantes de las Islas Meridionales. Y sin embargo, este lugar prohibido, entre cuyas paredes había residido en una ocasión el destino del mundo, no contenía nada.

El pie derecho de Anghara resbaló con un sonido discordante sobre el árido suelo, pero el miedo que antes la había atenazado había desaparecido. Se sentía estafada: a pesar de su resolución de no hacer más que mirar al interior de la torre, el resentimiento y la curiosidad se entremezclaban para impulsarla hacia adelante, unos pasos hacia el interior. Una forma oscura se precipitó sobre el suelo, bloqueando de forma momentánea el paso de la luz y retrocedió asustada antes de darse cuenta de que se trataba nada más que de su propia sombra.

El temor a las sombras era cosa de niños. Y si la Torre de los Pesares no guardaba más terror que las sombras, entonces la leyenda era una mentira. La princesa aspiró con fuerza, paladeando el aire rancio y mohoso pero nada amenazador, y sus últimas dudas se desvanecieron. Volvió la cabeza hacia donde Sleeth permanecía aún y la contempló con ansiedad, luego penetró en la habitación dejando atrás la puerta. Dos pasos, tres, cuatro; ahora podía ver la pared opuesta, tan desnuda como el resto, y juzgó que debía de estar aproximadamente en el centro de la habitación. Se detuvo y, girando sobre sí misma despacio, miró a su alrededor. No sentía temor; sólo un vacío peculiar y paralizador que quedaba acentuado por el vacío físico de la torre. Muy por encima de su cabeza le pareció percibir la presencia de las antiguas vigas que sostenían el techo; no anidaba ninguna ave allí como lo hacían entre las vigas de Carn Caille. La Torre de los Pesares estaba desprovista de vida.

Pero no completamente vacía. Los ojos de Anghara empezaban a adaptarse a la penumbra ahora, y cuando se volvió otra vez descubrió algo en la esquina más alejada, justo frente a la puerta pero lejos del alcance de la luz que penetraba por ella. En un principio pensó que debía tratarse de un juego de sombras, pero no: era sólido, real y relucía con un curioso brillo mate.

Los latidos de su corazón se convirtieron de repente en un tambaleante y sonoro resonar de excitación, y de nuevo dirigió una rápida mirada por encima de su hombro. La luz se apagaba deprisa, pero aún le quedaba una media hora o más antes de que el sol se hundiera bajo la línea del horizonte para dar paso a la breve y tardía noche veraniega. Una mirada, una rápida investigación para satisfacer la curiosidad que la corroía, y podría marchar aprovechando los últimos rayos del sol para que la guiasen de regreso al valle donde estaba el río.