El suelo pareció deslizarse bajo sus pies sin previo aviso, como si las mismas dimensiones del mundo se hubieran visto alteradas de repente. Anghara cayó cuan larga era al suelo, se debatió para levantarse de nuevo, y se balanceaba sobre sus dos pies ya cuando la vibración dio comienzo. Se oyó un ruido sordo, como de una titánica tormenta en la distancia...; la tierra tembló, y a su espalda se elevó una enorme sombra, una sombra de oscuridad que ocultaba el moribundo día. La torre se estremecía, las enormes piedras se entrechocaban unas con otras, la argamasa se resquebrajaba, las vigas se partían...
—¡Sleeth!
Anghara se tambaleó hacia adelante, cayó de rodillas, se levantó de nuevo con un esfuerzo sobrehumano. Delante de ella, en medio de la rojiza penumbra, algo se movió, interpuesto en su camino: las manos de la muchacha saltaron hacia fuera y se apoyó contra el costado de la yegua, sus dedos enredándose en la tira de un estribo. Sleeth se agitó temerosa, la cabeza echada hacia atrás y los ojos desorbitados; arrastró a Anghara con ella mientras la princesa luchaba por sujetarse al pomo de la silla y tomar las riendas, entonces le pisoteó la mano a su dueña mientras ésta luchaba en vano para contenerla. El dolor eclipsó por un momento el pánico de Anghara: su mano se cerró sobre un mechón de las crines de Sleeth e invocó todas sus energías en un desesperado esfuerzo por montarse en la yegua y sujetarse con ambas piernas sobre su lomo. Sleeth se encabritó y salió al galope, estribos y riendas revoloteando mientras la princesa se aferraba precariamente a su cuello; por fin consiguió sujetar una rienda cuando ésta le dio en el rostro, y tiró de ella con determinación, dándole una orden con voz aguda a la vez que conseguía refrenar la salvaje y errática carrera de Sleeth.
Un sonoro crujido hendió el aire sobre sus cabezas, y Sleeth relinchó, giró de lado y casi cayó de costado. Mientras los cascos de la yegua se debatían para mantener el equilibrio sobre la arena, Anghara volvió la cabeza veloz, y lo que vio quedó grabado de forma indeleble y para siempre en su memoria.
La Torre de los Pesares se derrumbaba. Se había partido en dos desde el techo hasta los cimientos, como un tronco partido por el hacha del leñador. Y desde sus desmoronadas ruinas se elevaba lo que parecía una nube espesa de humo negro, abriéndose paso hacia el cielo y alzándose ya muy por encima de sus cabezas. Pero no se trataba de humo. Se veían formas en la oscuridad, cosas retorcidas, cosas aullantes con ojos dementes, manos que eran como garras, alas negras que azotaban el aire y removían aquella sustancia negra que les daba vida para sacar de ella nuevas y aún más monstruosas formas. Una legión de horrores inhumanos, fantasmas, pesadillas, que caían sobre el mundo del que habían estado excluidos durante innumerables siglos.
La torre lanzó un definitivo suspiro, un sonido aterradoramente humano, y empezó a hundirse sobre sí misma. La negra columna se hizo más potente, lanzándose con más ímpetu hacia el cielo al tiempo que se extendía como un negro dosel. Y de repente Anghara comprendió hacia dónde se dirigía.
Tiró de las riendas —había perdido la fusta— y azotó el costado de Sleeth. La yegua saltó hacia adelante, las orejas pegadas a la cabeza, y Anghara se encogió sobre su cuello como un jinete demoníaco en la Carrera del Diablo, aullando mientras dirigía su montura en dirección a la lejana escarpadura. Sleeth corría con la velocidad y la desesperación de los condenados, como si conociera y compartiera el terror que había en la mente de su dueña. Y Anghara sollozó con desesperación por lo que había hecho, mientras el siniestro horror liberado por la destrozada torre los seguía tempestuoso y rugiente.
—Debierais habérmelo dicho antes. —Kalig hablaba en voz baja para no alertar a Imogen, que conversaba con una de sus damas y por lo tanto desconocía por completo las noticias que traía Kirra.
—Lo siento, padre. No vimos motivo para alarmarte, o enojarte, sin una buena razón.
—¿Enojarme? —Kalig dirigió la mirada hacia el bien visible lugar vacío de la mesa principal, lugar donde debía de estar sentada Anghara.
La fiesta había empezado hacía poco, y los sirvientes corrían de un lado a otro de la enorme sala transportando platos. Cerca del hogar un arpista, un tañedor de laúd y un flautista habían iniciado una melodía; junto a ellos estaba la gran arpa de Cushmagar, pero el anciano bardo no había aparecido aún.
—Ya estaba enojado, para empezar, sólo de pensar que tu hermana no asistía deliberadamente a la fiesta por un arranque de malhumor. Pero esto... —Kalig meneó la cabeza—. Debierais habérmelo dicho.
—Mi señor, debo responsabilizarme por nuestro silencio —intervino Fenran. El rostro del joven norteño mostraba una palidez enfermiza, que destacaba aún más en contraste con la cálida luz que reinaba en la sala—. El príncipe Kirra deseaba informaros de inmediato, pero yo insistí en que debíamos aguardar. —Dejó caer los hombros y clavó con tristeza los ojos en el suelo—. Ahora creo que fue un error estúpido.
El rey lo contempló durante uno o dos segundos sin que su expresión revelara nada. Luego dijo:
—Sensato o estúpido, está hecho y no puede deshacerse ahora. Pero no quiero perder más tiempo. Kirra, abandona la sala con discreción; que tu madre no se dé cuenta. Busca a Creagin, el capitán de la guardia, y cuéntale lo que me has contado. Es el hombre más adecuado para organizar la búsqueda de Anghara.
Fenran repuso:
—¿Me dais vuestro permiso para acompañar al príncipe Kirra, señor?
—Sí, ve, Fenran. Me reuniré con vosotros tan pronto como... —y Kalig se interrumpió pues en aquel momento sonó un discordante gemido procedente del lugar donde estaba la enorme chimenea.
Todos los demás sonidos de la sala se apagaron al instante. Los músicos que habían estado cerca del arpa de Cushmagar dieron un salto atrás —uno incluso estuvo a punto de caer al fuego— y Kalig volvió la cabeza a tiempo para ver que las cuerdas del arpa vibraban todavía mientras el espantoso acorde que había lanzado se desvanecía lentamente.
El arpa ha lanzado un lamento, sin que ninguna mano la tocara... Un gélido y supersticioso temor se apoderó del rey, y no se atrevió a contemplar los rostros demudados de todos los hombres y mujeres de la sala. Todos conocían el siniestro significado del sonido que aún resonaba en sus mentes: ya que cuando el arpa de un bardo hablaba por voluntad propia, era presagio de cosas tan terribles que ningún ser viviente se atrevía a ignorarlo.
—Traed a Cushmagar. —Kalig apenas si reconoció su propia voz; se sentía como si se asfixiara— . Y a Creagin. ¡En nombre de la Madre, encontradlos!
Mientras rompía el atemorizado silencio, se escuchó una repentina agitación junto a la puerta principal de la sala y, como si la voz del rey al pronunciar su nombre lo hubiera hecho aparecer desde su puesto, Creagin penetró en ella. Avanzó con rapidez por el pasillo central en dirección a la mesa principal; entonces, con cierto retraso, sus ojos registraron las expresiones de sorpresa de todos los presentes y vaciló.