Y con estas palabras la criatura resplandeciente desapareció.
El Hombre de las Islas ya no volvió a dormir aquella noche. Y cuando despertó por la mañana y el sol se elevó en el firmamento, se levantó de la cama y salió al mundo, y lo contempló con nuevos ojos. La verdad es que la magia de los hombres en aquellos tiempos era mucho mayor que la que tenemos ahora. Sus conjuros podían encadenar a los elementos, detener a los mares, sujetar al vendaval enfurecido. Podía moverse sobre, por encima y por debajo de la Tierra, y en sus viajes era veloz como el pensamiento. Era señor de todas las criaturas, dueño del aire, rey de las aguas. No conocía el miedo, y tampoco ningún tabú. Nada le estaba vedado.
Pero la gloria y el triunfo del hombre estaban a punto de acabar. Esto lo supo el Hijo del Mar al mirar al sol y escuchar de nuevo las palabras de la criatura resplandeciente, el mensajero de la Madre Tierra. El remado del hombre tocaba a su fin. Pero el hombre podría seguir su vida, y aprender, y prosperar. Y la llave de esta nueva vida la tenía en sus manos ese Hombre de las Islas, ese Hijo del Mar.
Sentía un gran peso en el corazón y su sombra se extendió alargada ante él cuando volvió el rostro en dirección a la gran tundra. Pero no vaciló, sabedor de lo que debía hacer. Era un león, y era un lobo; sabía que no fracasaría. Y de este modo llegó a la tundra y encontró el lugar donde debía construir. Cómo la construyó y cómo trabajó no lo sabemos; en qué forma hacía las cosas es algo que no ha llegado hasta nosotros. Pero la construyó, y la torre sin ventanas se alzó solitaria en la llanura, sin adornos y con una sola puerta. Y cuando la torre estuvo terminada, un atardecer se situó ante su puerta, la abrió y penetró en el interior, y cerró la puerta a su espalda, y se quedó solo en aquella oscuridad sin ventanas. Mientras permanecía en aquel triste y solitario lugar las lágrimas afluyeron como un torrente por todos aquellos a los que había dejado atrás. Y por fin llegó el momento en que el sol se puso bajo el lejano horizonte.
Lo que el Hombre de las Islas oyó en aquella noche interminable, y cuáles fueron las imágenes que conjuró su mente, no lo sabemos y no nos atrevemos a preguntarlo. Cantamos su tormento y nuestras arpas, y flautas pregonan los lamentos de su agonía, pero seguimos sin saberlo, y tampoco queremos preguntarlo. Porque en aquella noche los mares se alzaron contra la tierra, y la tierra fue hecha pedazos, y los peces del mar perecieron por falta de agua en la que nadar y las aves del cielo perecieron por falta de aire en el que volar, y los animales de la tierra perecieron por falta de tierra sobre la que correr. Pero la torre de la tundra no se desplomó. Y los hombres, a miles, a millones, a miles de millones, gritaron a los aullantes cielos, pero los cielos no les prestaron atención, y los hombres perecieron junto con los peces, las aves y las bestias. Pero la torre de la tundra continuó en pie.
Durante toda aquella noche larga y terrible el Hombre de las Islas permaneció encogido en un rincón del interior de la torre que había construido. Y por fin llegó un momento en el que todo sonido y movimiento cesaron. Un silencio extraño y sepulcral descendió sobre el mundo, y más allá de los muros de la torre, allí donde el hombre no podía ver, la oscuridad retrocedió y el primer arco dorado de la nueva mañana apareció por encima del lejano horizonte. En medio de aquel silencio el hombre lloró, porque sabía que todo lo que había conocido y amado ya no existía. La venganza de la Madre Tierra se había completado, y su nueva vida significaba la muerte de las viejas costumbres humanas.
Y entonces, cuando más entristecido se sentía, apareció una luz en el interior de la torre, y el hombre alzó la cabeza y en medio de aquella luz vio a la criatura resplandeciente, el mensajero de la Tierra, de pie ante él. Y la criatura sonrió llena de lástima y le habló de la misma forma que le
había hablado antes en su sueño.
—Hombre de las Islas, Hijo del Mar, tu raza ya no existe y el mundo está limpio de nuevo. Ha llegado el momento de que abras la puerta que atrancaste, cuando el sol se ponga, y salgas al nuevo mundo.
»Mucho ha cambiado, amigo mío. La tierra que conocías ya no existe. El verano y el invierno han variado sus épocas en el año; lo que estaba en el norte ahora está en el sur, y la gran magia que el hombre poseyó en una ocasión la ha perdido para siempre. Pero con esa magia y esas otras obras también se ha ido el mal que era creación humana y azote de la Tierra y que ha sido el causante de la perdición de la humanidad. Te hablaré por última vez, a ti hombre, a ti superviviente, a ti adalid, y te hablaré de la carga que la Tierra nuestra Madre coloca ahora sobre tus espaldas.
El Hombre de las Islas no pudo responderle: su espíritu estaba demasiado acongojado para poder hablar. La criatura resplandeciente lo tocó en la frente para que levantara la mirada, y al hacerlo vio que el semblante de la criatura estaba lleno de piedras y de tristeza y alegría a la vez.
Y la criatura habló por última vez y dijo:
—Hombre de las Islas, Hijo del Mar, ésta es la tarea que la Tierra, nuestra Madre, te impone, y esta tarea durará todos los días de tu vida y también todos los días de la vida de tus hijos y de los hijos de tus hijos y de todos los que te sigan en el correr del tiempo. Ha llegado el momento de que salgas al mundo, y cuando cruces este umbral debes cerrar y atrancar esta puerta a tu espalda y nunca jamás volverás el rostro hacia esta torre. Regresa a tu hogar allí en las islas, donde prosperarás bajo el sol y la lluvia y el viento; y no regreses a este lugar, no importa lo grande que sea la tentación. Y cuando te cases y tengas un hijo y ese hijo crezca para convertirse en un hombre a imagen de su padre, deberás contarle la historia de la Tierra, nuestra Madre, y su venganza sobre los hijos que la traicionaron. Y la carga que habrás soportado pasará a él y a sus herederos; guardarán la torre, y ningún ojo humano se posará sobre su puerta y ningún pie humano mancillará la tierra que la rodea.
»Esta torre perdurará, Hombre de las Islas. Se alzará como un símbolo de la locura de tu raza, y como advertencia a las multitudes por nacer. Si quieres ver cómo tu gente vive y crece, deja que estas piedras permanezcan en soledad, y no permitas que ninguna mano se pose sobre ellas.
»Hombre de las Islas, Hijo del Mar, ésta es la tarea que la Tierra, nuestra Madre, te impone, y la responsabilidad que deposita en tu corazón. No la defraudes.
Y el Hombre de las Islas levantó la cabeza una vez más: allí donde antes estaba la criatura resplandeciente había ahora un vacío y una especie de suspirar y de brillo de luciérnaga que se desvaneció hasta desaparecer. Y mientras se dirigía con paso lento hasta la puerta, las palabras de la criatura resonaron de nuevo en su agitado cerebro, y cuando sus manos se elevaron hacia la barra y levantaron el pestillo, sentía un gran peso en el corazón producido por el temor de lo que pudiera ver cuando saliera de aquel lugar.