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—Mi señor, dice... —Fenran tragó algo que había en su garganta y que intentaba impedirle que dijera aquellas palabras—. ¡Dice que la Torre de los Pesares se ha derrumbado!

Aun en aquella oscuridad apenas iluminada por las antorchas pudo ver cómo el color desaparecía del rostro del rey. El puño de Kalig se crispó y se llevó los nudillos a la boca.

¡Que la Madre nos proteja! Entonces esa... esa cosa de ahí fuera...

Miró de nuevo a Anghara, y de repente cada uno de los músculos de su cuerpo se tensó mientras su mente aturdida buscaba a tientas y descubría algo de la verdad de lo sucedido. Estiró la mano con violencia y sujetó un mechón de los cabellos de la princesa. Su voz sobresaltó a Fenran por su desesperanzada ferocidad.

—¿Qué nos has hecho?

—Padre... —La cordura regresó a los ojos de Anghara, y con ella todo el reconocimiento del horror que había provocado.

El aullido de la monstruosidad que se acercaba ensordecía los oídos de Fenran, pero Kalig y su hija no parecían percatarse, inmóviles como en un cuadro siniestro, ambos paralizados por la dimensión de lo ocurrido. Fenran asió el brazo del rey y lo llevó aparte.

—¡Señor, no hay tiempo para recriminaciones ahora! ¡Lo que sea que haya sido liberado, está casi encima de nosotros!

Mientras lo decía, las voces que aullaban y gemían llegaron a su punto máximo de potencia, acompañadas por los alaridos de advertencia de los hombres situados en las murallas. Un gran soplo, caliente como un horno, cruzó el patio, la vanguardia de la gigantesca ala oscura se precipitó como una masa hirviente sobre las murallas y estalló en un millar de formas fantasmagóricas que descendieron como una oleada. Los alaridos humanos se mezclaron con sus insensatos y diabólicos chillidos, y las figuras desmadejadas caían desde las murallas con aleteos de brazos y daban volteretas cuando la fantasmal legión que la Torre de los Pesares había soltado se precipitó sobre ellas. Monstruosidades aladas que batían sus alas, horrores indescriptibles, criaturas con cabeza y cola de serpiente, sus enormes bocas abiertas llenas de colmillos que parecían cuchillos; espolones y garras y manos mutadas, con escamas, pelo, carnes pálidas y corrompidas: toda pesadilla jamás conjurada, todo demonio jamás soñado caía sobre los desprevenidos defensores de Carn Caille. Los vacilantes sentidos de Fenran no le impidieron ver salir algo despedido de entre el caos en dirección a éclass="underline" un pájaro-serpiente-caballo y algo más a lo que no podía darse nombre, agitaba unas alas retorcidas y distorsionadas y balanceaba una enorme cabeza grotesca que apenas si era otra cosa que unas fauces hacia él. No podía moverse: estaba paralizado, incapaz de creer en lo que le decían sus ojos; entonces la hoja de una espada centelleó ante su visión y la cosa se desvió, con el cuello casi atravesado y un líquido blanquecino y pestilente fluyó de él.

—¡Ánimo! —El rey Kalig pasó junto a Fenran dando un traspié, llevado por la fuerza del golpe que había asestado, y su rugido golpeó contra el griterío que inundaba el patio—. ¡Carn Caille! ¡Seguid a vuestros capitanes!

Su grito sacó al joven de su parálisis. Fenran giró en redondo, a tiempo de ver a uno de los sargentos de las puertas que caía bajo el ataque de dos criaturas blanquecinas y farfullantes de espantosos torsos hinchados y piernas parecidas a husos. El alarido de muerte del hombre, en el momento en que le desgarraban el cuello, hizo que a Fenran se le encogiera el estómago, y se dio cuenta de que, sobrenaturales o no, diabólicas o no, estas criaturas no eran fantasmas, sino algo horrible y físicamente real.

Kalig había desaparecido en medio de toda aquella carnicería; gritaba todavía, y sus capitanes intentaban obedecer sus órdenes y formar a sus hombres en algo parecido a una escuadra de batalla. Salía ya otra gente de la fortaleza; no sólo soldados, sino cortesanos, consejeros, sirvientes, mozos de cuadra, artesanos, todos los hombres que allí había —y no pocas mujeres— capaces de empuñar un arma. La escena era de un caos infernaclass="underline" se veían los negros contornos de hombres y monstruos que luchaban en el patio, el brillo de las antorchas como lúgubres cabezas de alfiler, seres humanos y cosas que no eran humanas chillando sedientos de sangre o llenos de dolor o furia; no había tiempo para pensar con coherencia ni tampoco razonar; todo había quedado reducido a una siniestra y cruda

batalla por la supervivencia.

Fenran se volvió y vio que Anghara seguía aún acurrucada, inmóvil, sobre las losas del patio. No llevaba armas, y parecía como si no se diera cuenta de la carnicería que tenía lugar a su alrededor, como si se negara a dejar que penetrara en su conciencia.

—¡Anghara! —La sujetó y la obligó a ponerse en pie—. ¡Hemos de luchar! ¡Tú que tanto amas la vida, escúchame!

La boca de la muchacha se abrió, pero si dejó escapar algún sonido, éste se perdió con el estrépito de la lucha. Un soldado de mirada desorbitada pasó junto a ellos; luchaba por repeler algo que saltaba y lanzaba dentelladas y reía; la cosa se lanzó hacia adelante y la cabeza del soldado rodó al suelo, mientras su atacante saltaba por encima de su cuerpo y desaparecía. Fenran arrebató la espada al cadáver e intentó introducir la empuñadura entre los dedos de Anghara. Su voz rozaba ya la histeria.

¡Lucha, mujer! ¡Maldita sea, despierta!.

Ella sacudió la cabeza, los cabellos le azotaban los ojos, y aunque tomó la espada, la sujetó sin fuerza y sin hacer el menor uso de ella.

¡Anghara! —No conociendo otra manera de hacerla salir de su ensimismamiento, Fenran le abofeteó el rostro con el dorso de su mano. Ella retrocedió y la inteligencia hizo de nuevo su aparición en su mirada, y con ella la furia.

—¡Cómo...! —Las palabras se ahogaron en su garganta al darse cuenta de la sangrienta realidad, y su voz se perdió en un gemido—. ¡Fenran...!

—¡Lucha! —le gritó él de nuevo—. ¡Por Carn Caille, por nuestras vidas! ¡Lucha!

Un demonio enorme y contrahecho se deslizó por entre un grupo de soldados diezmados y se lanzó propulsado por sus miembros alados hacia ellos, como una espantosa parodia de un murciélago que no puede volar. Anghara chilló, y su espada se levantó al mismo tiempo que la de Fenran en un movimiento defensivo. Ella atravesó al monstruo entre los ojos, él le acuchilló el pecho; la cosa farfulló algo y se desvió, dando brincos, pero sin ninguna herida visible.

—¡A tu derecha! —aulló Anghara, y Fenran se defendió con su espada de un horror que recordaba un cadáver hinchado y lívido. Tras él aparecieron más, que luchaban contra un destacamento al mando de Creagin, cuyo rostro estaba bañado en su propia sangre y peleaba como enloquecido. Un aterrador torbellino de sonidos martilleaba en sus oídos: gritos de batalla, alaridos de agonía o de terror; en algún lugar se oía gritar al príncipe Kirra, llamando a los hombres en su ayuda, y por encima de todo resonaban los chillidos malignos e insensatos de aquella desbocada legión infernal. Y ahora se añadían nuevos ruidos al caos: los desgarradores alaridos de las desprotegidas mujeres. Anghara, en un momentáneo instante de respiro, tuvo tiempo de volver la cabeza, y vio que la horda de demonios había conseguido eliminar a las pocas mujeres que intentaban defender la puerta principal de Carn Caille, y se introducían en el interior de la fortaleza. Los relámpagos brillaban en las ventanas bajas, y pensó en la gran sala, el banquete, la reina Imogen...

¡Madre! —Se volvió, abandonó el lado de Fenran, y cruzó el patio antes de que él se diera cuenta de lo que hacía.