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La criatura respondió:

—¿Qué querrías hacer, Anghara hija-de-Kalig? ¿Qué harías, para reparar tu traición?

Un profundo estremecimiento sacudió el cuerpo de Anghara y desvió la mirada de nuevo, incapaz de enfrentarse a la terrible franqueza que veía en los ojos del emisario.

—Cualquier cosa —repuso con amargura—. ¡Cualquier cosa que trajera de vuelta a mi familia!

—Es imposible hacer regresar a los muertos —respondió el ente—. Todo lo que puedes esperar es expiar tu crimen.

Anghara levantó los ojos para mirar por entre los desiguales mechones de su cabello, y susurró:

—¿Cómo?

—Comprometiéndote a librar al mundo del mal que has soltado sobre él. No puedes morir, criatura: la Madre Tierra no lo permitirá. Pero te ofrece la posibilidad de deshacer tu obra.

«Cuando abriste el arcón de la Torre de los Pesares, soltaste siete demonios por el mundo. Siete

demonios que conforman la quintaesencia del mal contra el que la Tierra, nuestra Madre, se alzó hace mucho tiempo. Ya en estos instantes se propagan por el mundo, exultantes por su liberación, y allí donde se proyecte su sombra, la humanidad caerá víctima de su perniciosa influencia. —El ser sonrió con intensa tristeza—. Al igual que el Hombre es hijo de la Tierra, estos demonios son hijos del Hombre: él los creó, y los utilizó en su intento por arrebatarle el dominio del mundo a la Madre de todos nosotros. Si se los deja seguir su camino sin trabas, provocarán la definitiva caída del Hombre; y esta vez no habrá un Hombre de las Islas en quien nuestra Madre deposite su confianza, ya que se ha traicionado su confianza. Si la humanidad ha de sobrevivir, hay que expulsar a estos demonios de la Tierra. Ésa es la tarea que nuestra Madre te impone, Anghara.

La princesa bajó los ojos a sus puños ensangrentados, que, inconscientemente, había cerrado con tal fuerza que los nudillos aparecían blancos a través de las oscuras manchas rojas. Le era imposible hablar: la sensación de responsabilidad se convirtió de repente en algo parecido al peso de mil toneladas de piedra arrojadas sobre ella; una lápida sepulcral bajo la que estaba enterrada en vida, una tumba de la que se alzaban para acusarla los macilentos dedos de los hombres, mujeres y niños que habían muerto a causa de su arrogante curiosidad.

—Esta responsabilidad no puede compartirse —dijo la resplandeciente criatura—. Es sólo tuya.

—Pero... —El muro de contención se resquebrajaba dentro de Anghara; los fantasmas llenaron su mente—. No puedo llevar a cabo una tarea semejante. —Su voz tembló con un principio de ataque de histeria—. No puedo. ¡No puedo!

—Entonces réhuyela, muchacha, y abandona tu raza a su destino. —No existía la menor piedad en la impasible mirada del emisario—. Eres tú quien debe escoger, si lo deseas. La Tierra, nuestra Madre, no te obliga a nada, salvo a aceptar tu responsabilidad por lo que has hecho. Pero, de una forma u otra, debes escoger. Y cualquiera que sea el camino que tomes, la muerte no es una opción.

Así que tendría —debería— seguir viva, sin la esperanza de que el olvido se llevase la doble agonía del recuerdo y de la sensación de culpabilidad. ¿Qué era mejor?, se preguntó Anghara desolada. ¿Escabullirse en aquel consuelo que pudiera hallar por pequeño que fuese y vivir el resto de sus días en un esfuerzo desesperado e inútil por olvidar? ¿U oponerse a algo contra lo que no tenía la menor posibilidad, enfrentarse a un enemigo que podía aplastarla con la misma facilidad con que había aplastado a los guerreros de Carn Caille, todo en una búsqueda inútil de la forma en la que pudiese expiar su crimen? Ambos caminos eran una fuente segura de tormento. Sería mucho mejor, con toda seguridad sería mucho mejor para los fragmentos de su destrozada mente y cuerpo, el dar la espalda a lo imposible y aceptar lo que le produjera un dolor menor...

A punto de dar su respuesta, y anticipándose a la censura, levantó los ojos hacia el resplandeciente emisario. La expresión de aquel ser continuaba impasible, y se dio cuenta de que no esperaba nada de ella; era, tal y como le había dicho, libre de elegir. Y una voz en su interior le dijo: ¡Eres la hija de Kalig, rey de las Islas Meridionales! ¿Se te ha aguado tanto la sangre que no puedes igualar su coraje, su lealtad, su tenacidad? ¿Tan cobarde eres que no puedes enfrentarte a las consecuencias de tu propio acto de traición? ¿Qué hubiera dicho tu padre?, ¿qué hubiera dicho Fenran, hijo del reino septentrional de El Reducto, el hombre a quien declarabas amar y sin embargo condenaste a morir, al verte ahora, Anghara?

Las palabras que había estado a punto de pronunciar se helaron en su garganta, y sintió el sabor amargo de la bilis en la boca. Había perdido todo lo que conocía y amaba por culpa de su arrogancia: pero no se entregaría a la última ignominia de la cobardía. Ya que no le quedaba otra cosa, debía al menos buscar el gélido consuelo en el intento de rectificar el mal que había hecho. Se lo debía a

Carn Caille.

Sus ojos se encontraron con los del emisario, y dijo:

—Dime qué debo hacer.

Esperó ver alguna pequeña muestra de aprobación, alguna disminución de la terrible indiferencia que veía en los ojos de aquel ser, pero nada sucedió. La criatura sonrió, pero la sonrisa era demasiado lejana para tener significado.

—¿Estás segura, Anghara hija-de-Kalig? Una vez te hayas comprometido en el servicio a la Madre Tierra, no podrás volverte atrás.

Anghara mordió con fuerza la cara anterior de sus mejillas.

—Estoy segura.

—Muy bien.

Y de repente, para su mortificada sorpresa, la cualidad de la sonrisa del emisario cambió. Por un fugaz momento Anghara vio ecos de paz, piedad, una belleza indescriptiblemente triste que brilló a través de la fría e impasible máscara. La sonrisa abarcaba a la tierra, el mar, el cielo, la vida y la muerte de toda criatura que jamás hubiera pisado la tierra o nadado en sus aguas; era el sonido del arpa de Cushmagar, el chillido del ave marina, el lamento del viento, la risa de los participantes en una fiesta, el contacto del ser amado. Aquello la conmovió cuando toda la carnicería y miseria presenciadas no lo había conseguido: sintió las lágrimas agolparse por fin en sus ojos y, de pronto, las agonizantes barreras que se alzaban en su interior se derrumbaron. Se volvió, cayó a gatas y un temblor febril sacudió su cuerpo mientras las lágrimas que hasta ahora habían rehusado aparecer empezaron a rodar como un torrente por sus mejillas. Los sonidos que surgían de su garganta al llorar eran inhumanos y desagradables; la desesperación de una criatura atrapada y finalmente quebrantada que lloraba por Carn Caille, por su familia, por Fenran, por la destrucción que había provocado. Y al final no quedó nada más que una garganta que le dolía como si un puño le hubiera arrancado la vida, unos ojos enrojecidos e irritados, y un dolor que le abrasaba todo el cuerpo y del que sabía que no podría librarse.

La princesa levantó la cabeza muy despacio. El resplandeciente emisario la observaba, pero el destello de piedad estaba apagado ahora, reemplazado una vez más por una desapasionada implacabilidad.

—Vamos, criatura —dijo el ser con calma—. Debes dejar tu pena a un lado. Es hora de que te marches.

—¿Marchar...?

—Sí. Ya no hay lugar para ti en Carn Caille. Mientras permanecemos aquí, el tiempo está detenido; pero eso no debe seguir así mucho más. A nuestro alrededor, aquellos que han sobrevivido al diabólico ataque están atrapados en un instante sin tiempo. Debemos irnos, para que puedan iniciar el trabajo de rescatar lo que queda de sus vidas.