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La mirada alucinada de Anghara se paseó furtiva por aquella habitación tan familiar.

—No comprendo... —murmuró.

—Para los tuyos, estás muerta —explicó el emisario—. Llorarán a tu familia, y te llorarán a ti, porque aunque todavía vives y eres su legítima reina, jamás podrás reclamar tu trono. En lugar de ello debes tomar una nueva identidad y abandonar las Islas Meridionales.

—Pero éste es mi hogar. —El color había desaparecido de los labios de Anghara—. Siempre ha sido mi hogar; no conozco otro...

—No tienes hogar, ahora —repuso el emisario sin emoción—. Los siete demonios que tu propia mano ha liberado se han desperdigado por el mundo, y el mundo deberá ser tu coto de caza si es que los has de encontrar y destruir. Pero no puedes regresar a Carn Caille.

El rostro de Anghara estaba gris como un pergamino viejo.

—¿Jamás...?

El ser le sonrió patético.

—Jamás es un concepto impreciso, criatura. Pero mientras tu misión siga incompleta, Carn Caille te está vedado.

Quiso protestar, pero no pudo articular lo que sentía. En lugar de ello, muda, dejó caer la cabeza y asintió.

—Ya no eres Anghara hija-de-Kalig de las Islas Meridionales, excepto en el recuerdo de aquellos a los que dejes atrás —siguió el emisario—. Debes escoger un nuevo nombre por el que los que encuentres en tu camino te puedan conocer. —Se detuvo—. Quizá debiera reflejar esto en lo que te has convertido.

La mirada de la princesa escudriñó muy despacio la habitación. Su mente protestó en silencio y con amargura contra el tono imperioso del emisario, pero sabía que no tenía más elección que obedecer. Ya no era Anghara. A partir de ese momento debía abandonar todos los recuerdos, todo su pasado, y convertirse en una persona nueva.

Su mirada se posó en el suelo, allí donde yacían los restos del cristal de su reloj roto. Un fragmento, mayor que los otros, atrajo la luz del sol y lanzó un parpadeo multicolor de un azul púrpura; era el color que los habitantes de Carn Caille asociaban siempre con la muerte, el color con el que se cubrían a sí mismos y a las paredes de la antigua fortaleza cuando el reino estaba de luto. Era también, por una terrible ironía del destino, el color de sus propios ojos.

Apartó la mirada del pedazo de cristal y los clavó en los del emisario. Sus ojos tenían una expresión extraña cuando dijo:

—Me llamaré Índigo.

CAPÍTULO 7

El emisario dijo:

—Vamos, Índigo.

Y al dirigir la mirada en la dirección que indicaba su mano, vio que el espejo de la pared, el espejo en el que había visto el rostro atormentado de Fenran, empezaba a brillar con una luz interior. La luz se intensificó, ocultando el marco del cristal, al tiempo que se extendía por la habitación como si de una avalancha de agua se tratara, y el ser la tomó de la mano.

—Vamos —repitió, y la palabra fue una orden.

Quiso gritar: ¡No! ¡No me iré! ¡Este es mi hogar, mi vida, todo lo que he sido! Pero lo que había sido estaba muerto. Anghara estaba muerta. Ahora era Índigo.

Sus pies se movieron con un impulso que no podía controlar, y avanzó en dirección al espejo, en dirección a la brillante luz. A su alrededor, los contornos de la habitación empezaron a oscilar, hinchándose y desvaneciéndose, como si estuviera colocada entre diferentes dimensiones, y llena de pánico intentó absorber por última vez las formas del familiar mobiliario, recoger en su memoria las imágenes, los sonidos y los olores de su hogar. ¿Quién había muerto? ¿Quién seguiría con vida? ¿Qué sería de Carn Caille, ahora que el linaje de Kalig había desaparecido? Luchó por formular estas preguntas, pero tan sólo un gemido consiguió escapar de su garganta. La luz era cada vez más brillante, a medida que su querida habitación se perdía en un vago crepúsculo mientras los engranajes del tiempo empezaban a girar de nuevo y ella dejaba atrás su hogar y su mundo.

De repente, un brillo insoportable surgió como una llamarada del corazón del espejo y sintió cómo algo se apretaba contra su espalda, e impulsaba a sus reacios pero impotentes pies hacia adelante. Por un instante sus manos extendidas tocaron la fría superficie del cristal; luego el espejo se disolvió y penetró en su interior con un traspié, lo atravesó, y con una silenciosa conmoción Carn Caille desapareció.

El silencio la envolvió. Sintió el suave y fresco soplo del viento en su rostro, agitando los rapados mechones de su cabello; pero el viento no producía el menor sonido. Bajo sus pies, y bajo sus manos rígidas mientras seguía agachada allí donde había caído, sentía la áspera solidez de un camino de piedra. Y aunque el intenso brillo se había desvanecido, percibía a través de sus bien apretados párpados que existía luz.

Índigo, antes Anghara, abrió los ojos.

El emisario de la Madre Tierra estaba ante ella; su figura resplandeciente era el único pilar familiar en un lugar desierto y silencioso. Se encontraban en una carretera que se extendía vacía y recta como el mango de una flecha por un paisaje llano y sin rasgos distintivos. Sin hierba, sin árboles, sin colinas, sin setos. Sin sol en el cielo, sin una fuente para aquella luz desprovista de sombras que caía sobre ella. Sin nubes, sin pájaros. Tan sólo la interminable llanura, marrón y desolada, y la línea gris que era la carretera.

Volvió la cabeza —ni siquiera los guijarros de debajo de sus pies dejaron escapar el menor sonido al moverse— y miró a su espalda. Sólo la carretera. La llanura vacía. Y, con total incongruencia, el espejo a través del cual el ser la había conducido colgaba sin que nada lo sujetase sobre el camino. Pero el cristal estaba en blanco y no reflejaba nada.

Se volvió de nuevo para mirar al resplandeciente emisario, y su boca se contorsionó en un

esfuerzo por reprimir una nueva avalancha de lágrimas.

—Por favor —susurró, y casi no reconoció su propia voz—. ¿Qué lugar es éste?

—Un mundo más allá del tuyo. Un lugar donde el río del tiempo sigue un curso diferente.

—Carn Caille... —Sintió que el pánico se apoderaba de ella—. ¿Qué le ha sucedido a Carn Caille?

El ser sonrió con tristeza.

—Lloran a tu familia, muchacha, como es correcto que hagan. Mira en el espejo otra vez.

Índigo miró, y vio que el cristal empezaba a aclararse...

Formaron un pasillo por entre la multitud que había penetrado en la gran sala, para permitir que el joven paje guiara a Cushmagar hasta la mesa presidencial. El anciano arpista avanzó vacilante, sus manos nudosas sujetaban con fuerza el brazo del muchacho en el que se apoyaba, y los que estaban en las filas más cercanas al lugar por donde pasaba vieron el brillo de las lágrimas en sus ojos ciegos y vacíos.

Ningún hombre, ni ninguna mujer, ni ningún niño de los presentes en la sala hablaba. Cuatro cuerpos yacían ante la mesa envueltos en lienzos de ropa de color Índigo, sus cuerpos casi ocultos por completo bajo las coronas hechas de las bruñidas hojas otoñales de fresnos, saúcos y endrinos. El silencio se interrumpía tan sólo por el perdido y solitario sonido de una mujer que lloraba: habían colocado a Imyssa en un rincón junto al hogar, y las otras mujeres acariciaban sus cabellos y sus manos, sabedoras de que no podían curar su dolor pero intentando darle todo el consuelo que pudieran.

Índigo contempló paralizada la escena del espejo, luego giró en redondo para enfrentarse con el emisario.

—¡Hay cuatro cuerpos! —exclamó con voz angustiada—. ¡Cuatro! ¿Quiénes son?

—El rey Kalig, la reina Imogen, el príncipe Kirra hijo-de-Kalig, y la princesa Anghara hija-de-Kalig.

—Pero mi madre..., ella se... —Índigo tragó saliva con fuerza, incapaz de pronunciar las palabras—. ¡No pueden haberla encontrado! ¡Y yo todavía vivo!