El ser resplandeciente le contestó sin la menor emoción:
—ÍÍndigo vive. Anghara hija-de-Kalig está muerta, y se la llorará como debe ser.
—Pero mi madre...
—La reina Imogen falleció a causa de las mismas fiebres que acabaron con su señor y sus hijos.
—¿Fiebres...? —El rostro de Índigo tenía un tono ceniciento.
—Una fiebres virulentas que barrieron las Islas Meridionales. Duraron poco, pero infligieron grandes pérdidas, y entre sus víctimas se contó la familia real de Carn Caille. Kalig y Kirra murieron rápidamente, al igual que Anghara y el joven del norte, Fenran. Imogen ardió de fiebre durante cinco días y por último sucumbió. Hubo muchos otros que los siguieron para reunirse con la Madre Tierra. —Y, al ver su sorprendida perplejidad, el emisario sonrió con un dejo de compasión—. Sí, fue una horda de demonios, y tuvo lugar una batalla. Pero los demonios que salieron de la Torre de los Pesares no tienen una auténtica existencia física en tu mundo. Son la quintaesencia del mal, pero sus formas son alegorías; penetraron a través de una brecha entre dimensiones, y ahora que la brecha se ha cerrado de nuevo los que sobrevivieron a su ataque no guardan ningún recuerdo de la batalla. Para ellos, la tragedia acaecida en Carn Caille tomó la forma de una enfermedad: una plaga breve pero virulenta. Es un paralelismo irónico, pero muy apropiado, porque a su manera los monstruos que has liberado son como una plaga; ningún ojo puede verlos en su forma auténtica, pero su
maligna influencia tiene un amplio alcance, y es imprevisible y mortífera.
Índigo se quedó mirando el polvoriento sendero. Comprendía —o creía comprender— lo que el emisario había dicho; pero aquello la dejaba con una sensación de parálisis, de debilidad de espíritu que nada podría hacer que desapareciera. Horrores invisibles, una influencia que ya empezaba a extenderse por todo el mundo como una enfermedad..., y ella debía encontrar a aquellos demonios, capturarlos y destruirlos, si no quería que el mundo desapareciera.
—¿Cuántos viven todavía? —preguntó con voz hueca.
El ser le tocó el hombro, provocándole un estremecimiento, y cuando le respondió su voz sonó repentinamente amable.
—Suficientes para asegurar la supervivencia de Carn Caille; Mira en el espejo otra vez.
Índigo parpadeó para apartar las lágrimas, y el espejo volvió a mostrar imágenes. En la mesa de presidencia de la sala de Carn Caille los sillones acolchados permanecían vacantes, y ante cada uno de ellos, sobre la mesa, se había colocado un plato de oro, una copa de oro, un cuchillo y una cuchara. Entre la mesa y los cuerpos cubiertos estaba el arpa de Cushmagar. No había hablado desde el horripilante momento en que su voz había conmocionado a los participantes en el banquete de la cacería silenciándolos; ahora, una vez el paje lo hubo acompañado hasta su lugar y acomodado bien, el bardo hizo correr los dedos sobre las cuerdas, y arrancó un murmullo tembloroso y melancólico al instrumento que hizo que incluso Imyssa dejara de sollozar, y que todos los rostros de la sala se volvieran hacia él. Estaba pálido y parecía enfermo; la fiebre también lo había atacado, y no hacía más que un día que se había levantado de la cama; pero ningún poder humano lo hubiera persuadido de eludir la tarea que ahora tenía ante sí.
—Madre de los Sueños, Madre Poderosa. —La voz de Cushmagar se elevó con fuerza hacia las vigas del techo mientras entonaba las palabras de ritual—. Madre de nuestras noches y nuestros días, Señora de nuestras alegrías y nuestras tristezas, a Ti te recito la letanía de los hijos de la Tierra. Porque nuestro señor y nuestra señora, que hablaron por don Tuyo y gobernaron por Tu mano, han cruzado el portal del que nadie regresa, y nos hemos quedado sin ellos. Ahora pasean como los ciervos en Tu valle, y nadan como los peces en Tu mar, y planean como los pájaros en Tu cielo, y nos hemos quedado sin ellos. Hemos perdido su sabiduría y su equidad, y nos vemos privados de su presencia, y nos sentimos entristecidos. Madre de todo el mundo, te canto la canción de nuestro señor y nuestra señora, y te canto la canción de los hijos de su unión, para que puedas escuchar nuestra pena y te des cuenta de que eran muy amados. Canto su canción para que todos la puedan escuchar e inclinen sus cabezas en señal de dolor por nuestra pérdida, y sus nombres y sus acciones serán recordadas mientras Carn Caille permanezca. Que todos los hijos e hijas de la Tierra, nuestra Madre, escuchen la canción de nuestro señor y nuestra señora, cantad todos vosotros, y mientras el sol permanezca en el cielo lamentaos junto con Cushmagar.
Una nota delicada, triste e intensa surgió de las cuerdas del arpa mientras la última palabra pronunciada por el anciano flotaba en la quietud; entonces, el sonido se transformó en un melodioso lamento con la cadencia del inquieto mar invernal. Algunos de los hombres más próximos a la mesa principal volvieron sus cabezas para que los demás no vieran las lágrimas que afluían a sus ojos, e Índigo sintió que se le contraía el corazón al reconocer algunos rostros crispados por el dolor y desfigurados por las secuelas de la enfermedad. Dreyfer, el encargado de los podencos. Angmer, el consejero y antiguo amigo de su padre. Lillyn, la doncella de su madre. La diminuta Middigane, la costurera. Los tres hijos del jefe de los mozos de cuadra con su madre, aunque a su padre no se lo veía por ninguna parte. También otros, tantos otros... Y sin embargo, aún había más que estaban ausentes, que siempre permanecerían ausentes. Entonces, como en una encrespada oleada, las voces de todos los presentes en la sala se elevaron entonando la antigua y hermosa Isla Pibroch, el lamento por los muertos. Cushmagar, la cabeza inclinada, los ciegos ojos cerrados, tocaba como si estuviera poseído, y por un momento fue como si Índigo penetrara en su mente, sintiendo las armonías que lo inundaban mientras su arpa conducía el coro. También él lloraba, bajo sus cerrados párpados; y la muchacha vio las imágenes que el anciano contemplaba: un fuerte Kalig, una serena y encantadora Imogen, unos jóvenes Kirra y Anghara segados en la flor de la vida. En otro momento pronunciaría la auténtica oración en su memoria, cuando la Madre Tierra le brindara su inspiración; hoy, Carn Caille los lloraba en la única forma que sabía, en la forma antigua, en la forma apropiada.
Los sonidos y las imágenes que se reflejaban dentro del espejo se apagaron y desaparecieron. Índigo, sobre el polvoriento camino que se extendía eternamente por el vacío y monótono paisaje, se cubrió el rostro con las manos mientras una nueva oleada de dolor y remordimiento la inundaba. No supo cuánto tiempo permaneció inmóvil e inclinada hasta que la resplandeciente criatura volvió a tocarla; pero finalmente sintió el frío contacto de su mano sobre su hombro y levantó la cabeza.
—Es hora de que nos vayamos —dijo el emisario en voz baja.
—No... —Su voz era como el lloriqueo de un niño y extendió la mano hacia el espejo cuya superficie permanecía vacía, sin reflejar nada.
—No puedes regresar, Índigo. Esta carretera te conduce a tu futuro, y debes seguirla tal y como ordena la Madre Tierra. Ven conmigo.
Se irguió despacio, vacilante. Entonces el dolor y el aturdimiento la vencieron de nuevo y se volvió hacia su compañero con las manos extendidas, suplicante.
—¡Debo tener alguna esperanza! Por favor, he perdido a mi familia, mi hogar, mi tierra; todo lo que conocía y amaba. Debe de haber algo para mí aún..., ¡debe de haber algo!
El emisario la miró directamente a los ojos, y por un instante ella vio de nuevo aquella piedad que había hecho añicos las barreras de su interior. Entonces el ser extendió su mano y, aunque no lo quiso de forma consciente, Índigo descubrió que su mano se alzaba para tomar aquellos dedos extendidos.