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—Aún hemos de recorrer un buen trecho, criatura —dijo el ser resplandeciente—. Te aguardan tres encuentros, y dos tendrán lugar en esta carretera. El primero no está muy lejos, y temerás ese encuentro y por un buen motivo. El segundo..., el segundo puede ser tu salvación o tu perdición, Índigo: una inspiración para tu búsqueda, y a la vez una amenaza a tu resolución.

—Y... ¿el tercero?

—El tercero está más lejano en tu futuro. Te traerá a un nuevo amigo digno de confianza, aunque las apariencias puedan sugerir lo contrario al principio. —La mano que sujetaba la suya aflojó la presión, y el ser indicó al otro extremo de la larga y vacía carretera en dirección al nebuloso e inalterable horizonte—. Es hora de ponerse en marcha.

Índigo miró por encima de su hombro una vez más mientras el ente empezaba a alejarse. Y mientras lo miraba, el espejo que había colgado sin nada que lo sujetase sobre el polvoriento camino empezó a desvanecerse. Su contorno se estremeció, perdió nitidez; por un momento le pareció vislumbrar el rostro ciego de Cushmagar de nuevo y escuchar los ecos de un arpa y de unos cánticos, pero las imágenes desaparecieron como en un sueño, y el espejo lanzó un trémulo resplandor y se desvaneció en la nada.

Durante algunos instantes, Índigo siguió absorta en la contemplación del lugar donde había estado. Luego inclinó la cabeza y se dio la vuelta una vez más para seguir al resplandeciente

emisario por la interminable y monótona carretera.

En Carn Caille las voces cantaban, y el sonido de su lamento fluía desde la sala para llenar la antigua fortaleza con su melancólica belleza. Cushmagar deseó que pudiera llegar a los lugares más remotos de las Islas Meridionales, ya que la canción era para todos aquellos que habían muerto; para cada uno de los guardabosques y pescadores, cada una de las esposas y criadas, cada uno de los niños. Aún no sabía cuántos habían sucumbido al virus más allá de los muros de Carn Caille, pero adivinaba que había muchas, muchísimas familias desconsoladas en el reino. Dentro de algunos días, cuando hubiera recuperado las fuerzas, se pondría en camino junto con otros bardos para viajar por las islas y visitar los hogares afectados y cantar las elegías por aquellos que hubieran fallecido, como era su deber. Y cuando las lamentaciones tocaran a su fin habría mucho más trabajo. Deberían reconstruirse las vidas destrozadas y también escoger un nuevo rey que se sentase en el trono de las Islas Meridionales. Cushmagar, como arpista real, tendría que presidir esta triste tarea; se sentaría a la cabecera de lo que quedaba del consejo, y se haría venir a las mujeres sabias del bosque para que añadieran sus opiniones e hicieran sus adivinaciones, y por último tendría lugar la elección. Pero por ahora el bardo conducía a su gente tan sólo con la música, y la música siguió fluyendo hasta alcanzar cada rincón de Carn Caille. Llenó la habitación que había sido de Kalig e Imogen: una habitación vacía a excepción de un aislado rayo de sol, y un caballete de pintor sobre el que reposaba la obra maestra de Breym, el pintor, cuyo cadáver yacía ahora, velado por su hermana, en otro lugar de la fortaleza. Las figuras de Kalig e Imogen, Kirra y Anghara, capturadas para siempre por los colores del artista, aparecían enmarcadas por tapices de color Índigo.

Índigo no sabía cuánto tiempo habían andado. La criatura era incansable, y también, por lo que parecía, lo era ella; no sentía la menor fatiga, sólo apatía, un vacío interior que reflejaba lo desértico del sendero y del campo que los rodeaban. Sus pies se movían, sus pulmones aspiraban aire, pero aparte de esto toda otra sensación estaba como muerta. Y la carretera no cambiaba.

Hasta que, tan a lo lejos que le costó convencerse de que no era nada más que una ilusión, vio a una figura que los aguardaba.

Su pulso se aceleró. El distante y solitario vigía resultaba incongruente, como si mancillara la interminable uniformidad de la llanura y adquiriese un aspecto en cierta forma antinatural en aquel mundo sin forma. Índigo recordó las últimas palabras del emisario, y apresuró el paso —la criatura iba un poco más adelante— para alcanzarlo.

—Alguien nos espera —dijo cuando lo alcanzó.

—Sí.

—¿Es éste el primero de los viajeros con los que nos hemos de encontrar?

—Sí. —Su compañero no le dio ninguna otra explicación y continuó por el camino, y ella no pudo hacer otra cosa que seguirlo.

Poco a poco se fueron acercando a la lejana figura, hasta que Índigo pudo ver que el viajero era humano; o al menos tenía forma humana. Una persona menuda, pensó; quizás un niño incluso..., el corazón le dio un brinco con un repentino recuerdo espontáneo, pero apartó aquel pensamiento de su mente. No aquí, con toda seguridad no en este mundo vacío. Pero sus pasos se hicieron más lentos a medida que un terrible presentimiento se apoderaba de ella, y con él una renuencia a seguir adelante. No era posible; sin embargo, la intuición le decía que sí lo era, que sus peores temores estaban a punto de verse espantosamente confirmados...

—La criatura.

El ser resplandeciente la miró, y ella se dio cuenta de que se había detenido.

—No..., no puedo —La voz de Índigo sonó áspera; contemplaba fijamente a la figura que los aguardaba más adelante junto al camino.

—Debes hacerlo.

—¡No! —Sintió un doloroso bloqueo en la garganta, y el suelo pareció bambolearse bajo sus pies mientras el pánico bullía en su cerebro.

—Debes hacerlo.

Sus ojos se encontraron con los del emisario, y se encontró dirigiéndose hacia adelante, obligada a moverse a pesar de su terror. Intentó protestar pero no tenía voz. Seguía su avance y entonces pudo ver lo que la esperaba, lo que había temido.

Una criatura de cabellos y ojos plateados estaba de pie sobre el marchito suelo junto a la interminable carretera. Llevaba puesto únicamente un sencillo tabardo gris, y la rodeaba una inquietante y fantasmagórica aureola. Sonreía, mostrando unos dientes felinos, y la sonrisa era cruel, malévola, monstruosa.

El sobresalto la hizo maldecir con ferocidad, y se volvió en redondo con todos los músculos en tensión. El resplandeciente emisario se detuvo y volvió la cabeza, y comprendió que los ojos de la muchacha revivían los terribles sucesos acaecidos. Índigo giró otra vez muy despacio, sin pensar ni detenerse a recordar la anterior exhortación del ser, y siseó por entre sus apretados dientes:

—¿Qué es esa criatura?

Una risa suave y maligna susurró junto a ella, pero el niño de los ojos plateados no se movió, no dio la menor señal de darse cuenta de la presencia de la muchacha. El emisario repuso:

—¿No reconoces su naturaleza, Índigo? Pues debieras, ya que fuiste tú quien le dio vida.

—¿7o?

—Sí. Es tu propia némesis. Una manifestación de aquella parte de ti misma que te llevó a penetrar en la Torre de los Pesares y a liberar a los demonios allí encarcelados. —El ser contempló a la criatura, que seguía sonriendo, y una expresión que combinaba la compasión con la repugnancia apareció en su hermoso rostro—. Mientras permaneces en este camino, no puede hacerte el menor daño; no tiene ninguna fuerza aquí, y lo que ves ahora es tan sólo un reflejo. Pero cuando abandones el camino, tu némesis será tu enemigo más mortal, de todos los demonios a los que has de enfrentarte, él es el peor.

El rostro de Índigo se puso rígido y su boca se torció.

—¡Mataré a esa cosa asquerosa! ¡La destruiré! —Con la violencia presente en cada uno de sus movimientos hizo intención de dirigirse hacia la criatura de ojos plateados, pero el emisario la retuvo.

—No puedes matarlo, Índigo. Es parte de ti, a pesar de que haya cobrado una existencia independiente. Y no puedes escapar de él, ya que dondequiera que vayas, él seguirá tus pasos. Sigue adelante, muchacha. Sigue junto a mí, y no intentes salirte del camino.