La joven siguió adelante con pasos vacilantes, pero su venenosa mirada no se apartó del rostro de la aparición ni por un instante.
—Esta criatura no tiene más que una meta: frustrar tu búsqueda —le dijo el ser con voz grave—.
Y es un demonio de gran poder. Aparecerá ante ti bajo muchos disfraces, pero siempre, siempre resultará traicionero.
El corazón de Índigo latía con fuerza bajo sus costillas. Con voz ronca, replicó: —¡Si no puedo matarlo, ni siquiera reconocerlo, no podré enfrentarme a él!
—Sí que podrás. Tiene un punto flaco: no puede manifestarse sin mostrar alguna parte de su figura de color plata. Ojos plateados, cabellos plateados, o incluso adornos de plata, hasta puede que un diente de plata. Guárdate de la plata, Índigo; porque el plateado es el color de tu némesis.
La muchacha dirigió una furtiva mirada a su compañero.
—¿Por qué? ¿Por qué plata?
Éste sacudió la cabeza.
—No más preguntas ahora. Hemos de seguir nuestro camino.
Índigo quiso replicar. Volvió la cabeza, miró de nuevo en dirección a la diabólica criatura...
No había nada más que la vacía carretera.
No sabía cuánto tiempo habían vuelto a andar después de aquel primer encuentro. El paisaje seguía inalterable ante sus ojos, la luz mate jamás variaba de intensidad, la carretera resultaba interminable. Entonces allá a lo lejos, delante de ellos, Índigo vio una forma que se movía despacio, como atormentada por el cansancio o el dolor, en dirección a ellos.
El segundo encuentro. La boca se le secó al recordar el odiado rostro del niño diabólico, y se preguntó qué le esperaba ahora. Tu salvación o tu perdición, había dicho el emisario, una inspiración para tu búsqueda, y ala vez una amenaza a tu resolución. Se estremeció, y tuvo que hacer un esfuerzo para avanzar.
La lejana figura estaba cada vez más cerca, y se dio cuenta de que, al igual que su némesis, no avanzaba por la carretera sino que andaba por la árida tierra que bordeaba el sendero. Una vez más una intuición que no podía definir le dijo, mucho antes de que el viajero quedara claramente visible, que cuando sus caminos se cruzaran resultaría ser alguien a quien ella conocía.
Y la sensación de reconocimiento, cuando llegó, resultó más aterradora de lo que jamás podría haberlo sido su némesis.
Un horrible sonido brotó de su garganta y se cubrió la boca con el dorso de una mano, mordiendo la carne mientras su mente intentaba rechazar lo que sus ojos le decían. El emisario se detuvo y volvió la mirada hacia ella.
—No puedes evitarlo, Índigo. Debes enfrentarte a tu segundo encuentro.
No podía responder, no podía protestar. El viajero seguía andando hacia ella, su andar vacilante, irregular, como si se tambaleara por un desquiciado y solitario sueño. No advertía la presencia de Índigo; aunque parecía como si la mirara directamente a ella, sus ojos contemplaban otro mundo, y lo que reflejaban la hizo echarse hacia atrás horrorizada. Sus manos empujaban algo invisible que parecía impedirle el paso, era como un nadador que se debatiera en aguas profundas. Y sangraba. La sangre manaba de las heridas de su cuerpo, de sus piernas; caía de una abertura en su pálido y demudado rostro, enmarañaba sus negros cabellos; fluía sin cesar un inagotable río carmesí que a su paso no dejaba ni manchas ni rastros en el suelo.
La parálisis provocada por el choque se desvaneció y de la garganta de Índigo surgió un grito desgarrador.
—¡Fenran!
Antes de que el emisario pudiera detenerla se lanzó hacia adelante, con los brazos extendidos y dando manotazos, en dirección a su novio muerto. Salió de la carretera y se estrelló contra una barrera intangible, sólida como una pared de piedra, que la lanzó hacia atrás estupefacta. Retrocedió entre alaridos al ver, tan sólo por un instante, una fugaz visión de otro mundo más allá de la barrera: un mundo de cielos aullantes y nieblas sulfurosas, en el que unos árboles deformes retorcían sus podridas ramas en el interior de un espeso y hediondo bosquecillo por entre el que se debatía Fenran como una mosca en la tela de una araña. Entonces la espantosa visión desapareció y sólo quedó la figura destrozada de Fenran dando tumbos como un mimo enloquecido junto a la interminable carretera.
Unas manos frías sujetaron a Índigo cuando intentó de nuevo dirigirse hacia su amor. No tenía fuerzas suficientes para luchar contra el emisario, y tuvo que limitarse a contemplar cómo Fenran seguía adelante arrastrando los pies, sin darse cuenta de su presencia, luchando por abrirse paso por entre los sofocantes y monstruosos árboles que sólo él podía ver.
—Pero está muerto —susurró Índigo—. Yo lo vi morir...
—Vive, pero no en la forma en que tú comprendes la vida. —La criatura resplandeciente observó con profunda compasión a la abatida figura que se alejaba—. Y en eso radica tu esperanza. Los demonios puede que hayan mutilado el cuerpo de Fenran, pero no pudieron destruir su espíritu. Está atrapado en su reino, una dimensión más allá de este mundo. Si tienes éxito en la tarea que te ha impuesto la Madre Tierra, entonces se lo podrá liberar de su cautiverio y serte devuelto, pero sólo si tienes éxito; porque hasta que los siete demonios no hayan sido destruidos Fenran es y seguirá siendo su prisionero.
Índigo contempló con tristeza a la figura que se alejaba, luego cerró los ojos abrumada por el pensamiento de los tormentos que debía de sufrir su amado. Desesperada, musitó con los dientes apretados:
—¿Cómo puede ser tan cruel la Madre Tierra?
—Ella no fue la que infligió a Fenran sus sufrimientos, Índigo —repuso el ente con voz muy seria y una nota de severidad—. Los demonios son creación del hombre, no Suya; Ella no puede controlarlos, y Ella tampoco puede liberar a tu amado. Sólo tú tienes el poder para hacerlo, si así lo deseas.
—¿Si así lo deseo? —Llena de amargura, Índigo se volvió contra el ser—. ¿Piensas acaso que no daría mi vida, mi alma, por salvarlo? ¿Crees que me importa otra cosa?
—Conozco tus sentimientos mejor quizá de lo que los conoces tú misma, criatura. Y en ellos está tu mayor peligro, ya que en tu deseo por salvar al hombre a quien amas, puedes olvidar con demasiada facilidad la tarea más importante. Eso es lo que quise decir cuando dije que el segundo viajero de este camino simbolizaría tu salvación o tu perdición.
Empezó a comprender. Con gran deliberación y un gran esfuerzo para no volver la cabeza de nuevo en la dirección que el espectro de Fenran había tomado, dijo:
—¿Responderás a una pregunta?
El emisario inclinó la cabeza.
—Lo haré.
—¿Cómo puedo encontrar y destruir a los siete demonios?
El ente lanzó un suspiro.
—La Madre Tierra desearía que la respuesta fuera tan sencilla como la pregunta. Todo lo que puedo decirte es esto: encontrarás a los siete demonios uno a uno, aunque la naturaleza de cada encuentro puede variar. A algunos los encontrarás bajo la forma de maldad humana; otros puede que te conduzcan a reinos astrales. Es cosa tuya el enfrentarte y destruir a esos mensajeros del mal con los recursos de tu propia mente y de tu corazón; pero con cada triunfo tu poder crecerá. —El ser sonrió comprensivo—. Será un largo camino, Índigo. Verás cambiar al mundo a tu alrededor mientras tú permaneces inalterable, sin envejecer. Pero aunque no puedas morir de muerte natural, debes, sin embargo, permanecer alerta, ya que eres vulnerable a otras fuerzas. Pero reconocerás a tus enemigos cuando los encuentres; y puedes triunfar, si utilizas lo que posees con sensatez y no tienes miedo. Tienes el poder para redimirte a ti y a tu amor. Todo eso te lo concede la Madre Tierra, y de buen grado.