Índigo bajó la mirada hacia el polvoriento suelo a sus pies.
—Intentas ofrecerme algo de esperanza —dijo por fin, con voz marchita—. Ojalá pudiera encontrar consuelo en ella.
—Con el tiempo, quizás, aprenderás a hacerlo. —El ser extendió una mano hacia ella—. Debemos irnos. El final del camino no está muy lejos.
No se atrevió a mirar por encima del hombro, ya que no sabía qué temía más: si volver a ver la figura tambaleante y mutilada de Fenran, o no ver nada más que una carretera vacía. Se pusieron en marcha, uno junto al otro.
Y de improviso, frente a ellos apareció una puerta. Un momento antes no había habido nada más que la interminable carretera, y al siguiente, un arco de pálida luz cobró forma directamente frente a ellos. Lo que fuera que hubiera en el interior del arco quedaba oscurecido por una cambiante y densa neblina, e Índigo vaciló indecisa, pero el ser sonrió.
—No vaciles, criatura. Aquí acaba nuestro camino juntos.
Se acercaron al arco, y a medida que se acercaban la neblina empezó a agitarse, deshaciéndose para revelar un enrejado de ramas y del vivo color verde de las hojas tiernas. Algo en aquella escena que emergía ante ella hizo que Índigo sintiera una dolorosa sensación de familiaridad, y al cabo de un instante habían cruzado ya el arco y estaban de pie sobre una hierba suave y abundante, con la luz del sol penetrando por entre los árboles, que formaban un dosel sobre sus cabezas.
—Hemos regresado a tu mundo —explicó el ente—. Estos bosques están a un día y medio de camino del Puerto de Ranna. Ahora te dejaré, para regresar a mi propio reino, y tú deberás ir a Ranna y embarcarte para abandonar las Islas Meridionales.
Índigo contempló la que sería una de sus últimas imágenes de los grandes bosques de su país; luego se detuvo. Sus nudillos se volvieron blancos al crispar inconscientemente los puños.
—Pero... —De nuevo volvió a pasear la mirada en derredor suyo, frenética esta vez como si creyera ver alucinaciones. Pero sus ojos no la engañaban. Las hojas de los árboles que la rodeaban eran tiernas, acababan de brotar; demasiado brillantes para ser hojas de otoño.
—Es primavera... —Su voz sonó gutural a causa de la sorpresa de su descubrimiento—. Y cuando abandoné Carn Caille, era...
—Lo sé. Pero ya te dije que el curso del tiempo fluye de forma diferente en el sendero por el que hemos viajado. Mientras nosotros andábamos, en la Tierra han transcurrido siete meses.
El rostro de Índigo se tornó gris.
—¿Siete meses...?
—Sí. El mundo ha girado sobre sí mismo, y empieza a brotar vida nueva. —El ser sonrió bondadoso—. Es tiempo de esperanza.
¿Esperanza?, pensó abatida. En algún lugar, un pájaro lanzó un agudo y estridente gorjeo en una exuberante melodía y notó cómo sus labios se movían para formar una inesperada sonrisa irónica, aunque la verdad es que no sabía si reír o llorar.
El emisario le dijo:
—Es la hora de partir, Índigo. Recoge tus cosas.
Fue entonces cuando vio por primera vez las dos bolsas que descansaban sobre la hierba a unos pocos pasos. Una de ellas, de fina piel, tenía una forma que le resultó familiar, y se inclinó para tocarla con dedos vacilantes.
Su arpa. Era un poderoso vínculo con Carn Caille, Cushmagar y todo lo que se había visto obligada a dejar atrás. El emisario volvió a dedicarle una bondadosa sonrisa.
—La música posee su propia y poderosa magia. Recuérdalo siempre. —Dio un paso adelante y, ante su sorpresa, posó ambas manos sobre sus hombros de una forma que insinuaba un afecto que no quería o no podía expresar—. Puede que nos encontremos de nuevo; pero entretanto recuerda todo lo que te he dicho. Hay peligro en el camino que tienes ante ti, pero también esperanza. Posees habilidades aún sin descubrir; utilízalas bien, si te es posible, y no quedarás sin recompensa. —El ser se interrumpió y luego sonrió—. En tu empresa no te verás totalmente sin amigos. Tu tercer encuentro no queda muy lejos, y será uno en el que podrás confiar. La Madre Tierra no te desea ningún mal, Índigo.
El aire empezó a relucir como si el sol hubiera fluctuado de repente y cobrado más fuerza. Al cabo de un segundo, Índigo vio que el arco de luz situado detrás del emisario se estremecía, mientras sus colores se arremolinaban con renovada energía. Entonces un perfumado soplo de aire le rozó el rostro sin que pareciera provenir de ningún sitio, y el arco y el ser resplandeciente desaparecieron.
CAPÍTULO 8
Ranna era el puerto más bullicioso de las Islas Meridionales; y aún más en aquella época del año en que las rutas marítimas se acababan de volver a abrir después de las tormentas invernales. La carretera que conducía a Ranna mostraba un tránsito febril ahora durante la mayor parte de las horas de luz, que eran mucho más largas, y el enorme puerto natural estaba atestado de barcos de todos los tamaños y clases, mientras que en los muelles la actividad era incesante. Un enorme y pesado velero de la clase Oso se balanceaba fuera del puerto en la marea de la tarde; perseguía la estela de una barca más ligera y rápida que se dirigía al continente oriental. A los costados del gran velero dos remolcadores danzaban sobre las relucientes aguas como delfines alrededor de una ballena, para acompañarlo fuera de las aguas costeras.
Poco después de que el enorme velero hubiera abandonado el puerto, el Greymalkin, un elegante clíper de la clase Lince, con un cargamento mixto de mineral y de madera, izó su banderín de salida y zarpó al mando de su capitán, Danog Uylason, aprovechando los restos de la marea. Y desde la cubierta del clíper, una mujer de cortos cabellos grises, vestida con traje de caza de hombre, volvió la mirada por última vez a la costa cada vez más lejana de las Islas Meridionales.
Índigo se sentía como si estuviera atrapada en una especie de sueño vago y solitario. Había abandonado el bosque para encontrarse en una carretera que le era desconocida, y había andado durante todo aquel día de una luminosidad cruel envuelta en una creciente miasma de miseria y dolor, una vez la última chispa de esperanza encendida por las palabras del emisario se hubo desvanecido junto con su recuerdo del rostro de aquel ser resplandeciente. Se sentía como si la siguieran fantasmas; su familia, Fenran, las gentes de Carn Caille; todos ellos conscientes de lo que había hecho, todos ellos acusándola. Sentía la carga y la responsabilidad en las que había incurrido como una pesada capa sobre sus hombros.
Un carretero que pasó por su lado en la carretera y vio la bolsa en la que llevaba el arpa colgada de su hombro, le había ofrecido llevarla hasta Ranna a cambio de una canción alegre, pero ella había declinado el ofrecimiento con un movimiento de cabeza, incapaz de soportar la idea de estar acompañada. Y así fue cómo las delicadas sombras del atardecer empezaban ya a caer sobre el paisaje cuando por fin aparecieron las luces de la ciudad costera delante de ella como un resplandor nebuloso.
Ranna era el eje del poder mercantil del reino. Índigo no había visitado nunca antes la ciudad, y aunque la primera visión del caos en que estaba sumergida la atemorizó, se sintió agradecida, no obstante, de estar en un lugar anónimo donde podría confundirse con aquella muchedumbre itinerante y de esa forma pasar inadvertida. En Ranna carecía de recuerdos; no era nadie. Al llegar al puerto con su bosque de mástiles, sus enormes muelles de granito, su mezcolanza de almacenes, había buscado un callejón tranquilo lejos del bullicio de la incesante actividad y había examinado el contenido de las dos bolsas. El arpa la tocó, pero tan sólo una vez; el suave sonido que dejó escapar cuando sus dedos acariciaron las cuerdas estuvo a punto de partirle el corazón, y enseguida se volvió hacia la segunda bolsa. En ésta encontró un odre de agua, un monedero con monedas, pedernal y yesca, su cuchillo de caza, algunos sencillos utensilios de cocina y un pequeño espejo para ver que Imyssa le había dado y que apenas si había intentado utilizar jamás. Atada con una correa a la bolsa estaba su ballesta, junto con varias saetas, lo cual le hizo esbozar una débil sonrisa. El emisario de la Madre Tierra la conocía lo bastante bien como para haberle entregado el arma que manejaba con más destreza; le ocurriera lo que le ocurriese a partir de ese momento, al menos no sería probable que pereciera de hambre.