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La puerta se abrió con facilidad, y sus ojos contemplaron la luz del día y la esfera solar que surcaba los cielos. Y a pesar de que el mundo que lo rodeaba era diferente, muy diferente, y pese a que los árboles que conoció ya no existían y tampoco los ríos ni los mares, la tierra seguía siendo la misma que conociera y en la que había nacido. Mientras la contemplaba y se hacía cábalas sobre aquella tierra tan diferente y tan familiar a la vez, vino hacia él un oso blanco de las nieves procedente del sur, y cuando siguió los pasos del oso apareció un lobo gris de la tundra, y detrás del lobo vino el gato salvaje del bosque, y tras el gato la inocente liebre marrón, y todas las pequeñas criaturas que corren y saltan y se arrastran sobre la tierra los siguieron. Y el Hombre de las Islas contempló a estas criaturas y se dio cuenta de que la Tierra, nuestra Madre, había colocado la herencia de aquellas especies y de la suya propia en sus manos. E inclinó la cabeza y las lágrimas rodaron de sus ojos, y en su corazón se juró en silencio que tan importante tarea y tan gran responsabilidad jamás serían dejadas de lado, y que la humanidad no olvidaría.

Y de esta forma, el Hombre de las Islas cerró y atrancó la puerta tras de sí, y dio la espalda a la torre y dirigió sus pasos a través de la llanura para crear un nuevo hogar y un nuevo lugar de las ruinas del antiguo. Y las criaturas de la tierra se retiraron a sus dominios: a la nieve, a la tundra y al bosque, y la torre se quedó sola y permaneció solitaria.

Qué fue del Hombre de las Islas, el Hijo del Mar, no lo sabemos y no lo podemos decir; porque esto sucedió en una época, una época antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo. Pero la torre que construyó con sus propias manos continúa erguida en la solitaria llanura, y en nuestra, época apartamos la mirada de ese lugar, y así lo haremos por toda la eternidad.

Tú que te sientas a mi lado junto al fuego; tú que paseas tu inquieto espíritu entre las sombras de mis sueños; vosotras, criaturas que aún no habéis nacido: os hablo a todos tal y como aquella criatura resplandeciente habló hace tiempo. Si queréis ver a vuestra gente vivir y prosperar, debéis dejar que esas viejas piedras continúen solitarias. Porque ésta es la carga que la Tierra, nuestra Madre, nos ha impuesto, y ésa es la responsabilidad que deposita en nuestros corazones. No debemos defraudarla.

CAPÍTULO 1

La reina Imogen posó ligeramente una mano sobre el brazo de su esposo y dijo:

—Bien, ¿qué piensas en realidad?

Veintitrés años de matrimonio habían enseñado a Kalig, rey de las Islas Meridionales, a reconocer cada matiz de los diferentes estados de ánimo y reacciones de su consorte y, aunque intentaba sonar neutral, detectó el placer que resonaba en su voz. Sonrió y apartó la mirada del cuadro terminado para contemplarla con afecto.

—Creo —repuso—, que deberíamos decirle al maestro Breym que estamos satisfechos con su trabajo.

Imogen rió y juntó las manos, al tiempo que se apartaba de él para cruzar la habitación hasta colocarse cerca de la pintura. La dorada luz de la tarde estival penetraba en forma oblicua por una ventana a su espalda, enmarcándola en un halo dorado en el que danzaban perezosas diminutas motas de polvo, y, por un momento, los años desaparecieron de ella y volvió a parecer joven.

—No demasiado cerca —advirtió Kalig—. Ó no verás más que la pintura y perderás la perspectiva de la imagen.

—¡Con los ojos tal y como los tengo, será una suerte si puedo verla! —Pero retrocedió sin embargo, y permitió que le tomara la mano—. En serio, amor mío, ¿estás satisfecho?

—Estoy encantado, y me aseguraré de que se recompense espléndidamente al maestro Breym.

Imogen asintió con la cabeza para demostrar que estaba de acuerdo.

—El primer retrato de todos nosotros como una familia —dijo con satisfacción—. Y el primero en todas las Islas Meridionales que se ha pintado en este nuevo estilo.

Kalig no sabía qué le complacía más: si el propio cuadro o el evidente deleite que su esposa sentía por el mismo. Su decisión de emplear al talentoso pero poco ortodoxo Breym para captar la imagen de la familia real de Carn Caille había sido, en gran parte, producto de la insistencia de Imogen; él personalmente había tenido dudas, aunque admitía con toda franqueza que sus conocimientos sobre arte eran, por no utilizar otro adjetivo peor, limitados. Pero el instinto de su esposa no había fallado. Los parecidos eran excelentes; tenían tal apariencia de vida que era fácil imaginarlos en movimiento, con los brazos extendidos para descender de la tela a la habitación. Los pigmentos que Breym utilizaba, además, resultaban relajantes a la vista; eran matices más suaves y a la vez más ricos que los colores chillones que prefería la mayoría de los artistas, con lo que otorgaba a la pintura una sutileza que él no había visto hasta entonces en un cuadro.

El retrato lo representaba a él, alto, con sus cabellos castaños que empezaban a encanecer, ataviado con las ropas reales que lucía en ocasiones de gran ceremonial, de pie en el gran salón de Carn Caille con la luz del sol que penetraba oblicua por la ventana, de la misma forma en que lo hacía ahora. A su lado, Imogen era una elegante figura vestida de gris y blanco, la dignidad y la serenidad personificadas; mientras que en unos taburetes bajos, delante de sus padres, se sentaban su hijo y heredero, el príncipe Kirra, y su hija, la princesa Anghara. Breym había captado la innata picardía de su hijo Kirra, de veintiún años, en la inclinación de su cabeza y en la forma vagamente despreocupada en que sus manos descansaban sobre los muslos; mientras que Anghara, en completo contraste, estaba sentada con el rostro medio oscurecido por la cortina de su cabello rojizo, su mirada violeta hacia abajo, en una expresión de preocupada contemplación. Kalig se sintió orgulloso del retrato. En años venideros, ya sucedido por una docena de generaciones, sus descendientes seguirían contemplando ese retrato, y se sentirían tan orgullosos y satisfechos de sus antepasados como se sentía ahora él ante el cuadro.

Imogen apartó los ojos del retrato de mala gana.

—Deberíamos hacer venir a los niños —dijo—. Y a Imyssa; le prometí que vería la pintura en cuanto estuviese lista.

Kalig se echó a reír.

—¡Mientras no se ponga a buscar presagios en el pigmento!

—Oh, déjala. A su edad podemos permitirnos mimarla un poco. —Se adelantó de nuevo, llevándolo con ella, y miró con atención la tela, sus ojos miopes entrecerrados para ver mejor—. Claro está que falta un miembro de la familia ahora. En cuanto Anghara se case, tendremos que pensar en otro encargo para el maestro Breym, que incluya a Fenran. Si lo hubiera sabido hace un año, cuando se empezó el retrato...

—Entonces habríamos esperado, y cuando por fin estuviera terminado habría sido Kirra quien hubiese encontrado esposa. Entonces otra espera, hasta que hubiera nietos que añadir al cuadro. — Kalig le oprimió la mano—. ¡Si lo hubiéramos retrasado mucho más, el maestro Breym habría tenido que añadir nuestras mascarillas mortuorias!

Imogen arrugó la frente para demostrarle que su chiste era de mal gusto, pero lo dejó pasar.

—De todas formas, no estaría de más retenerlo durante un tiempo —insistió—. Sólo falta un mes para la boda, y...

La silenció con otro apretón, luego se llevó los dedos de ella a los labios y los besó.

—Se hará todo aquello que desees, mi amor. ¡Me doy perfecta cuenta de que es notoria la falta de obras de arte en Carn Caille, y sé lo ansiosa que estás por traer un poco de cultura a nuestras bárbaras vidas meridionales! ¡Mientras mis cofres puedan permitírnoslo, tendrás todo aquello que desees!