Cerró la bolsa de nuevo y, a pesar de que no tenía demasiadas ganas, examinó lo que la rodeaba. No quería tomar una habitación en ninguna de las muchas tabernas que daban al puerto; las pocas monedas que poseía eran preciosas, y no soportaba la idea de tener que hablar con un extraño o dormir en una cama ajena. Cuando cayó la noche se colocaron antorchas encendidas en los soportes de la calle y el muelle quedó tan iluminado como si fuera de día; no le haría ningún mal pasar la noche en blanco.
Índigo se acomodó lo mejor que pudo al amparo de los almacenes del puerto, mientras contemplaba la incesante actividad de Ranna, gobernada enteramente por las mareas, que se prolongó durante toda la noche. Prestó muy poca atención al Greymalkin y al hombre y a la mujer que gritaban órdenes a los hombres que llenaban sus bodegas; el clíper no era más que un barco entre muchos otros. Pero cuando la débil luz gris de la aurora empezó a competir con las llamas de las antorchas, se despertó de su inquieta duermevela plagada de pesadillas a tiempo de ver cómo la mujer interrumpía su trabajo para lanzar una rápida mirada en su dirección con franca curiosidad. Por un instante sus miradas se encontraron y se sostuvieron, entonces la mujer sonrió y, en un reflejo involuntario, Índigo le devolvió la sonrisa.
Por qué Laegoy, la esposa de Danog Uylason, se compadeció de la desventurada desconocida de mirada aturdida y poseedora sólo de unas pocas monedas, era algo que ni ella ni Índigo sabrían jamás. Pero, por alguna razón, durante una breve pausa en su trabajo, Laegoy encontró una excusa para pasar junto a la desconocida, detenerse y hablar con ella; y al enterarse de que la muchacha deseaba abandonar las Islas Meridionales, Laegoy se vio movida a ofrecerle pasaje en el Greymalkin a cambio de algunas monedas y la música de su arpa.
Laegoy estaba ahora de pie en la batayola del Greymalkin. Era un mujer que se acercaba a los cincuenta, huesuda y de gran tamaño, de dientes limados y manchados de tabaco, con una larga melena negra sujeta en cuatro grasientas trenzas. Llevaba ropas de marino y gran cantidad de joyas; sus brazos musculosos estaban rodeados de apretados brazaletes de cobre y latón, mientras que una pesada torques de latón adornaba sus hombros, y el puntiagudo puñal que guardaba con despreocupación en la faja tenía una empuñadura incrustada de piedras de la luna y ágatas, sus piedras de la suerte. Su aguda mirada verdemar se dividía entre la balanceante mole del velero que navegaba delante de ellos, y que ahora viraba para tomar rumbo nordeste, y la solitaria figura situada cerca de popa. Laegoy no podía imaginar por qué su pasajera querría navegar hasta la Isla de El Reducto, un viaje que la llevaría casi de polo a polo; pero había algo en aquella muchacha convertida en anciana que le producía a la vez compasión y malestar. No averiguó nada sobre la muchacha, excepto que se hacía llamar Índigo: un nombre estrafalario y desde luego inventado; su asociación con la muerte y el luto habían hecho que Danog sospechase que pudiera ser «gafe», aunque Laegoy había desdeñado tal idea y hecho caso omiso de las dudas de su esposo. Pero había algo extraño en la muchacha, una especie de aislamiento, una oscuridad interior y un vacío que ocultaba a su rostro pero que sin embargo aparecía en sus ojerosos ojos. Y Laegoy, a pesar de toda su dureza exterior y fiero dominio de la tripulación del barco, era una mujer compasiva y de buen corazón.
El banderín de partida —un triángulo azul con una raya blanca en diagonal— bajó con gran estrépito por el mástil cuando el Greymalkin pasó junto a la última de las boyas ancladas en las rutas de entrada y salida del puerto. Laegoy se detuvo para lanzar una estentórea orden a un marinero que holgazaneaba, luego se apartó de la batayola y se dirigió a popa.
Índigo levantó los ojos hacia ella cuando se le acercó. Esos ojos, pensó Laegoy, ¡tan vacíos!. En voz alta le dijo:
—Ya hemos salido del puerto, chica. Desde ahora no hay otra cosa que ver más que agua.
—Sí... —Índigo reprimió un escalofrío.
Picada por la curiosidad, y en un intento de obligar a hablar a la muchacha, Laegoy continuó:
—Habrá muy poca cosa que contemplar hasta que avistemos las costas de Scorva. Con el viento soplando del sur, no deberíamos tardar más de cuatro o quizá cinco días. Haremos escala en el puerto de Linsk, en el País de los Caballos, para cargar comida y agua fresca; luego cruzaremos el Mar de la Serenidad y seguiremos hacia el norte por los Estrechos de las Fauces de la Serpiente en dirección a la Isla de El Reducto. —Se interrumpió pero no hubo reacción—. La ruta occidental tiene una navegación más dura, pero con las corrientes que existen en esta época del año nos ahorraremos una semana de viaje o más.
Índigo siguió sin decir nada, y la mujer arrugó la frente.
—Vayamos por la ruta que vayamos, será un viaje largo, chica. Debes de tener un motivo para querer hacer un viaje así, ¿no? —añadió, al ver que Índigo se ponía en tensión y la desconfianza aparecía en sus ojos—, no es que curiosee en tus cosas, pero espero que tengas amigos que te vengan a buscar cuando por fin lleguemos a Mull Barya. El Reducto puede resultar un lugar muy solitario sin amigos.
La preocupación de Laegoy estaba llena de buena intención, pero Índigo no podía mitigarla confiándole qué se escondía detrás de su decisión de viajar a la gran isla del lejano norte. Se hacía pocas ilusiones de encontrar amigos entre los compatriotas de Fenran, ya que Fenran se había alejado de su padre mucho antes de llegar a las Islas Meridionales. Pero todo el mundo se abría ante ella; aunque la Isla de El Reducto pudiera ofrecerle poco, sentía, aunque pareciera ilógico, que ir hasta allí la acercaría más a Fenran, y aquello le proporcionaba un pequeño consuelo.
Le contestó a Laegoy:
—Estaré bien, gracias.
—Como quieras. —Laegoy se encogió de hombros, luego indicó con la cabeza en dirección a la cubierta de escotilla—. Debieras bajar a tu camarote y descansar un rato. Nada va a suceder hasta que la tripulación empiece a vociferar en demanda de alimento, y por tu aspecto parece como si no te fuera a ir mal dormir un poco.
—No —respondió Índigo, tan deprisa que Laegoy percibió el tono de temor antes de que ella pudiera disimularlo y enarcó las negras cejas.
—¿Qué sucede, chica? ¿Tienes miedo a las pesadillas?
En los ojos de la muchacha apareció una confirmación a sus palabras, y la mujer sonrió torvamente.
—Hay formas de mantenerlas a raya. Te prepararé una poción y te la bajaré: te prometo que dormirás como una criatura de pecho y no tendrás que temer a los demonios de la oscuridad. —Pasó su brazo alrededor de los hombros de Índigo y la apretó contra sí, no suavemente sino con ruda cordialidad—. Ahora ve; anda.
El brusco comportamiento maternal de Laegoy trajo a la memoria de Índigo, como una puñalada en el estómago, a Imyssa. Volvió la cabeza, parpadeó para reprimir las lágrimas que amenazaban con brotar y, tras recordarse a sí misma que el momento de llorar había quedado atrás, asintió:
—Yo... —Pero no tenía palabras para explicarlo; notó un amargo sabor a ceniza en la boca—.