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Sin advertencia previa su montura se desbocó y se deslizó de lado con un resoplido. Índigo sintió que resbalaba de la silla y se agarró a las riendas, en un intento de poner a la yegua y a su propio cuerpo bajo control; pero antes de que pudiera recuperar el equilibrio, las hojas y las ramas del otro extremo del claro se agitaron furiosas, y una forma extraña saltó de su escondite y salió disparada como una flecha contra ella. Tuvo una caótica impresión de una piel abigarrada, un cuerpo enorme y poderoso, en el preciso instante en que la criatura, entre gruñidos, erraba por centímetros el flanco de la yegua. Ésta se encabritó de nuevo y se revolvió aterrorizada; Índigo perdió un estribo, fue arrojada de nuevo sobre la silla, y vio una rama precipitarse hacia ella en el momento en que su caballo se desbocó. Intentó gritar, pero una furiosa confusión de hojas y ramas estalló en su rostro; una rama la golpeó en plena frente y perdió el conocimiento ya antes de caer al suelo.

El marinero al que Laegoy envió al límite de la ciudad en busca de alguna señal de la pasajera del Greymalkin volvió para informar del fracaso de su misión. Danog Uylason, que había paseado por la cubierta del clíper durante casi dos horas dudando ante las perspectiva de enfrentarse a su esposa y al mismo tiempo sin perder de vista la menguante marea, hizo valer por último su autoridad. Ya no podían esperar más. Empezaba a anochecer: si no zarpaban ahora no tendrían el calado necesario para salir del puerto, y otra noche de retraso significaría un revés para su horario, sobre todo si se encontraban con una de las calmas periódicas del Mar de la Serenidad, que eran un riesgo constante.

Laegoy cedió. No le gustaba la idea de marchar sin Índigo —aparte del hecho de que le había cogido afecto a la muchacha, había que considerar también la cuestión moral— pero reconoció que su deber principal era el Greymalkin, su tripulación y su carga. No obstante, mientras se soltaban amarras no dejó de escudriñar la parte alta de la ciudad, con la esperanza de ver en el último momento a un jinete solitario surgiendo del páramo. Pero no vio nada, y, por fin, el Greymalkin se deslizó fuera de su lugar de atraque siguiendo la estela de los remolcadores y enfiló a alta mar.

Laegoy se mostró muy silenciosa durante los días siguientes, algo nada común en ella. Pensaba mucho en Índigo; se preguntaba por qué la muchacha no habría regresado al barco, cuál sería su destino. Pero había otras cosas que exigían su concentración y su tiempo, y, poco a poco, la sensación de culpabilidad se desvaneció, la preocupación se desvaneció, el recuerdo se desvaneció.

Tan sólo de vez en cuando se preguntaba si volvería a ver a Índigo alguna vez.

CAPÍTULO 9

El ángulo de la luz había cambiado. Durante todo el día el sol se había filtrado a través de la capa de nubes a intervalos irregulares, y ahora parecía que las nubes se habían disipado, pues unos rayos ambarinos penetraban en diagonal al interior del bosque, resaltaban los troncos de los árboles y formaban brillantes dibujos sobre el suelo poblado de hojas. Pero los vivos haces de luz estaban bajos, y mientras se incorporaba para sentarse en el suelo comprendió que debían de haber transcurrido varias horas desde su caída.

Esta percepción fue seguida de un terrible momento de pánico. El Greymalkin. No se hacía muchas ilusiones de que el clíper perdiera la marea por ella; lo más probable era que ya se preparara para zarpar. Índigo, asustada, hizo un movimiento para ponerse en pie, pero volvió a dejarse caer en el suelo con un agudo grito al sentir una fuerte punzada en el tobillo izquierdo; sentía como si hubiese metido el pie en una trampa. Se quedó inmóvil, con la respiración entrecortada y bañada en sudor; luego, cuando el dolor disminuyó lo suficiente para que pudiera recuperar el aliento, intentó con cautela examinar el pie. El tobillo estaba anquilosado e hinchado, de forma que tensaba y deformaba la fina piel de su bota; si la hinchazón aumentaba mucho más se vería obligada a cortar la bota por completo. Oprimió la zona con mucho cuidado, y el dolor resultante casi le hizo morderse la lengua. ¿Estaría roto? ¿O dislocado? Índigo no era médica; pero de cualquier manera no implicaba mucha diferencia, ya que ni siquiera podía incorporarse en aquellas condiciones. Y a la yegua que había alquilado no se la veía por ninguna parte.

Apoyó todo el peso en los brazos y se arrastró hacia atrás hasta que pudo apoyarse contra el tronco de un roble, una de cuyas ramas que más sobresalía había sido la causante de su caída. Sentía punzadas en la cabeza, aunque su sentido de la visión no parecía afectado; el golpe recibido no había ocasionado, al parecer, grandes daños. El arco que ni siquiera había tenido el ánimo de disparar estaba casi enterrado entre las zarzas de un arbusto cercano, y su arpa había ido a parar junto al árbol; si se estiraba, podría cogerla sin afectar a su pierna herida. No parecía haber sufrido el menor rasguño, y aunque era un sentimiento irracional se sintió más aliviada por ello que por ninguna otra cosa.

Entonces recordó lo que había ocasionado su caída, y se le puso la carne de gallina.

La presa transformada en cazador, surgiendo de la maleza como un relámpago de ferocidad asesina para desvanecerse entre las sombras con la misma rapidez con que se había manifestado. ¿Qué clase de animal era? Sólo había tenido una visión fugaz, pero sabía que era de tamaño mucho mayor que cualquier cosa que hubiera visto jamás en los bosques de su país. Y todavía andaba suelto por la vecindad; se había internado en el bosque mientras ella estaba inconsciente; acaso la contemplaba incluso en aquellos momentos, bien oculto, a la espera del momento de atacar.

De repente, Índigo se sintió asustada de estar sola.

Se esforzó por colocarse en una posición más erguida, con una mueca de dolor cuando una lanza de fuego le perforó el tobillo, y se preguntó cuán lejos se habría ido la yegua. Según como se la hubiera adiestrado, podría haber salido del bosque y galopado a casa, o podría estar aún por allí. Era posible —aunque era una posibilidad muy remota, lo sabía— que el animal respondiera al silbido que los jinetes de las Islas Meridionales utilizaban para llamar a su lado a monturas reacias.

Índigo frunció los labios y sopló, pero tenía la boca demasiado seca para poder lanzar el gorjeo de llamada. Movió la mandíbula, en un intento por inducir la salivación; lo intentó de nuevo, y esta vez

por fin, aunque algo tembloroso, el silbido resonó en el bosque.

Le respondió un ave en tono quejumbroso, pero nada más. Lo intentó de nuevo... y a los pocos momentos escuchó algo que se acercaba, rodeando el claro y acercándose por entre la maleza. Algo grande, le informaron sus oídos; con toda seguridad un caballo, o...

La piel se le erizó de nuevo ante la idea: ¿o qué? El recuerdo de lo que había visto antes de caer se apoderó de ella, y se puso tensa involuntariamente; apretó la espalda con fuerza contra el tronco mientras buscaba a tientas el arco, el corazón le palpitaba con violencia...

Un hocico castaño apareció por entre la maraña de hojas, y la yegua lanzó un suave relincho a guisa de saludo, Índigo cerró los ojos y empezó a temblar de risa provocada por la distensión. Las lágrimas brotaron de sus apretados párpados y se mordió los labios en un intento por contenerlas, ya que sabía lo fácil que resultaría sucumbir a la histeria. La yegua avanzó hasta ella y la golpeó en el hombro con el hocico; ella extendió las manos y abrazó el suave morro mientras el ataque de nervios poco a poco se apaciguaba.

Ya no estaba sola. Todo lo que necesitaba era montar en la silla y podría salir del bosque y cabalgar de regreso a través de los páramos hasta Linsk. Si el Greymalkin había abandonado el puerto sin ella, no tardaría en encontrar otro barco en el que pudiera zarpar. Pero cuando, con la ayuda de la correa de un estribo, se levantó a duras penas sobre la pierna sana, comprendió que no podría montar sin ayuda: su tobillo sencillamente no podía aguantar la presión. La yegua se agitó nerviosa, sin comprender el retraso, y tras varios minutos de vanos esfuerzos seguidos de igual número de pensamientos inútiles, Índigo abandonó el intento. Necesitaría encontrar algún lugar elevado desde el que dejarse caer sobre la silla, pero no tenía a la vista nada que pudiera servirle, y no podía desplazarse muy lejos en busca de un sitio apropiado. Además, los oblicuos rayos de sol empezaban a pasar del ámbar al rojo sangre, y comprendió que el día tocaba a su fin. Pronto sería de noche, y el solo intento de encontrar el camino de regreso en aquella enorme zona boscosa resultaría una temeridad. No tenía ni idea de la extensión del bosque; si se equivocaba de camino, se perdería en sus profundidades. Era mucho mejor permanecer donde estaba hasta que amaneciera; a lo mejor entonces su tobillo estaría lo bastante recuperado para permitirle montar.