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El arpa estaba desafinada y gimió como un espíritu atormentado cuando pulsó las cuerdas. Temblando, Índigo la afinó; luego se acomodó y aspiró profundamente varias veces antes de empezar, despacio primero pero ganando seguridad luego, a entonar una dulce canción marinera. El sonido del arpa con el telón de foro del bosque resultaba de una impresionante belleza; sin muros que la encerraran, las nítidas notas relucían y temblaban en la oscuridad, y se dio cuenta de que respondía a la música, que su pulso reducía su marcha, que su mente se relajaba como si la música la consolara. Tras la canción marinera interpretó una danza del Mes del Espino, una celebración de la llegada del verano; luego una canción de la cosecha que subía y bajaba con el ritmo del ondulante maíz y las veloces guadañas.

Estaba ya a mitad de la canción de la cosecha cuando vio unos ojos pálidos que la observaban desde la oscuridad.

La música se detuvo con una horrible disonancia, y el arpa cayó al suelo con un enojado «clang» al perder Índigo el control de sus manos. Paralizada por el susto, clavó los ojos en el pedazo de maleza, en los dos círculos dorados que capturaban la luz del fuego y la reflejaban con un brillo salvaje.

La razón luchó por imponerse. Aquello no era una manifestación sobrenatural; era simplemente un animal del bosque. El resplandor de las llamas, el olor de la carne que se asaba...; desde luego que aquello atraería depredadores. ¿Un felino? Había visto gatos monteses en las Islas Meridionales, y era posible que habitaran en el País de los Caballos, también. Pero éstos no eran ojos de gato. ¿Qué eran, entonces?

Algo se movió, algo que era un punto más oscuro que las sombras. Con un movimiento reflejo propio del cazador, Índigo intentó ponerse en pie de un salto, olvidando su tobillo torcido; éste cedió bajo su peso y volvió a caer al suelo con un aullido de dolor. Cuando se recuperó y miró de nuevo, los ojos estaban más cerca.

A pocos pasos de distancia la yegua dejó escapar un relincho, inquieto y apenas audible. El instinto del caballo confirmaba el suyo, e Índigo extendió una mano hacia el fuego y extrajo un pedazo de madera en llamas. Miles de chispas cayeron sobre su brazo y el extremo que no ardía abrasaba, pero hizo caso omiso del dolor y alzó la tea amenazadora.

—¡Jaaa! —De lo más profundo de su garganta surgió un rugido, a la vez un desafío y una advertencia, pero los ojos no se movieron—. ¡Atrás! —Blandió de nuevo la llameante tea—. ¡Fuera!

Algo oscuro y grande se movió justo en la periferia del círculo de luz proyectado por la hoguera, como si lo que fuera que acechaba allí detrás estuviera indeciso sobre si huir o saltar. El corazón de Índigo pareció estrellarse contra sus costillas y buscó a tientas su arco pero no pudo encontrarlo; se maldijo en silencio por olvidar la regla más esencial del código del cazador, que un arma debe estar a mano en todo momento.

Y entonces oyó algo tan increíble que su palpitante corazón casi se detuvo incrédulo.

Una voz le habló desde la oscuridad, desde las profundas sombras en las que brillaban los feroces ojos. No era una voz humana —era demasiado gutural, demasiado áspera, con una aterradora inflexión artificial, como si la creación de tales sonidos produjera a su autor un dolor terrible. Pero hablaba un lenguaje que ella comprendía.

—Mú... si... ca. —Había agonía en la voz, y desesperación—. Guussta. Me...guuusta. Múuuu...sica...

Índigo lanzó una exclamación sobresaltada, y perdió el control sobre sí misma.

—¡Fuera! —Su voz se elevó en un agudo chillido, y arrojó la tea con todas sus fuerzas en dirección al lugar del que surgía aquella odiosa voz—. ¡Lárgate de aquí, vete, vete!

Los ojos desaparecieron en un santiamén, y su perpleja mente registró a una inmensa forma oscura que se movía como el agua, un lomo enorme y fornido, una cabeza cuyo perfil le era vagamente familiar, orejas puntiagudas y erguidas. Desapareció en un instante y se perdió en la noche en un ágil salto. Oyó un chasquido y un roce entre las hierbas, cada vez más apagado, y luego algo que le dejó la boca seca. Distante, pero estremecedoramente real, un lúgubre quejido que se elevó hasta convertirse en un prolongado aullido antes de perderse en un silencio tan agudo que le pareció que si extendía el brazo podría tocarlo.

Un lobo. Indigo se desplomó junto al fuego, intentando contener el martilleo que corría por cada una de las venas de su cuerpo. En la última fracción de segundo, mientras el intruso desaparecía, había reconocido su figura, y el triste aullido en la distancia se lo confirmó sin la menor sombra de duda.

Nunca había temido a los lobos. En las Islas Meridionales no representaban ninguna amenaza; su destreza y astucia eran respetadas, y cazadores humanos y lobunos no se inmiscuían unos con otros. Pero jamás había visto a un lobo de tamaño tan gigantesco. 7 los lobos no podían hablar como los seres humanos...

Índigo se interrumpió, y se dijo a sí misma con severidad que debía comportarse de manera racional. La oscuridad jugaba trucos a la vista; podría muy bien haberse equivocado en lo concerniente al tamaño de la criatura ya que no la vio con claridad mientras huía y quedaba muy poco excluido a una imaginación sobreexcitada; su aterrorizado cerebro podría muy bien haber convertido la respiración estertorosa del animal en palabras. Las pesadillas de su infancia no habían regresado para atormentarla: el inoportuno visitante había sido un lobo, nada más. E incluso si los lobos del País de los Caballos eran mucho mayores que sus primos de las Islas Meridionales, no habría nada de sobrenatural en ellos. Éste se había acercado a su campamento a causa de la curiosidad y el olor a comida; y el fuego y su demostración de agresividad lo habían hecho huir. No pensaba que fuera a regresar.

La tea que arrojara se había extinguido entre la húmeda maleza; la yegua se había calmado y el bosque estaba en silencio una vez más con excepción del chisporroteo del fuego y el intermitente siseo de la pierna del jabato asándose. La visita del lobo había devuelto a Índigo a la tierra, y pudo reemplazar los terrores de la pesadilla con la sólida realidad, con lo que desaparecieron sus supersticiones. Sonrió, de forma un poco forzada, y rescató la comida antes de que se convirtiera en cenizas; se chamuscó los dedos cuando, recuperado el apetito, intentó arrancar pedazos del muslo asado antes de que se hubiera enfriado lo suficiente.

Comió con avidez, y una vez saciada, apagó su sed con el odre de agua. No tenía forma de saber cuánto tiempo había transcurrido, pero un instinto natural le dijo que no faltaba mucho para que amaneciera, y la idea resultaba reconfortante. El bosque ya no la atemorizaba. Pensó en interpretar una última canción con el arpa, una nana que tranquilizara su mente subconsciente hasta la mañana, pero cuando tomó el instrumento sus dedos se movieron despacio a causa del cansancio, y la volvió a dejar en el suelo sin tocarla. El tobillo le dolía con un dolor sordo y punzante que no obstante le era posible, con un poco de esfuerzo, ignorar; el tronco del roble resultaba cómodo ahora que los músculos de su espalda se habían acostumbrado a él. El fuego chisporroteó, la yegua dejó caer la cabeza de nuevo tranquila. El dolor, la sensación de saciedad, junto con la parpadeante luz de las llamas y los ecos de la Canción de la Cosecha se fundieron en un suave y acogedor manto. Índigo se durmió.

Cuando despertó había amanecido ya; una luz grisácea penetraba en el bosque y los pájaros cantaban. La hoguera no era más que una mancha circular de cenizas grises. Algo se había acercado mientras dormía, y llevado los restos del jabato que matara la tarde anterior, dejando tan sólo unas borrosas manchas de sangre sobre la hierba húmeda.