La ligera chanza era un recordatorio de los días, ya muy lejanos, en que Imogen había llegado desde su hogar, en el continente occidental, para convertirse en la reina de Kalig. Como la mayoría de los matrimonios de nivel superior, había sido una boda acordada de forma práctica, ideada para unir un rico principado de comerciantes con el poder militar de las Islas Meridionales. El pragmatismo había funcionado, ofreciendo una muy necesaria seguridad al este a la vez que una deseada prosperidad al feroz —pero empobrecido— sur; y, contra todas las probabilidades, el imposible emparejamiento de un sencillo heredero de Carn Caille, cuyo mundo giraba alrededor de la caza, la equitación y la lucha, con la educada hija de un noble acostumbrada a pasatiempos artísticos y a la elegante vida de la ciudad, había demostrado, tras un inicio incierto, ser un matrimonio de amor. Kalig e Imogen habían aprendido el uno del otro. El exuberante amor a la vida de él con la distinción de ella acabaron por combinar a la perfección; y ahora, muchos años después, el mejor cumplido que podían hacerle a su hija era desearle que su matrimonio resultase tan feliz como el suyo propio.
La familia de Imogen, lo sabían muy bien, desaprobaba la extravagante idea de que a Anghara se le permitiera escoger a su propio esposo. Kalig se había tomado a broma esta desaprobación, pues sostenía que ningún poder de la tierra ni de fuera de ella podría persuadir jamás a la princesa de acceder a un matrimonio arreglado. Imogen, por su parte, más diplomática, había asegurado a sus parientes que el norteño Fenran provenía de una familia de indiscutible nobleza, que había realizado grandes servicios a Carn Caille y que sería un consorte muy apropiado para su querida hija. Gracias a su tacto, las dudas habían quedado en cierta medida satisfechas y habría un buen contingente de representantes del este en las celebraciones nupciales de aquel otoño.
Imogen era muy consciente de que resultaba mucho más fácil arreglar el futuro de su hija de lo que lo sería casar a Kirra, cuando llegara el momento. Como heredero de Kalig —aunque no, rezaba Imogen diariamente, durante bastantes años— sería necesaria una alianza pragmática para salvaguardar la futura prosperidad de las Islas Meridionales, y había pasado muchas horas de intriga con Imyssa, nodriza de ambos desde que nacieran, anotando los nombres y cualidades de muchachas de noble cuna de todos los puntos de aquella enorme expansión de tierra que era el mundo susceptibles de ser consideradas como una digna futura reina. Kirra observaba las deliberaciones de su madre muy divertido, lo cual era un alivio para Imogen; el joven príncipe era veinte veces más tratable que su hermana y aceptaría sin protestas la elección de sus padres, siempre y cuando la muchacha en cuestión tuviera un rostro bonito y un temperamento ecuánime. Algunas noches Imogen se despertaba bañada en sudor, asaltada por la idea de los problemas que le habrían caído encima si los caracteres de Kirra y Anghara hubieran estado invertidos.
La voz de Kalig la sacó de su ensueño.
—Mi amor, a pesar de lo mucho que admiro el trabajo de Breym, acabaremos por echar raíces en el suelo si permanecemos aquí parados contemplando el cuadro durante mucho más tiempo. Cada vez hay menos luz. Estoy hambriento...
—¡Siempre estás hambriento!
—...Y antes de retirarme esta noche debo hablar con Fenran sobre los derechos de caza en el bosque del oeste. Ha habido algunas pequeñas disputas entre los pequeños propietarios sobre... —La voz de Kalig se apagó al sentir la mano de Imogen sobre su brazo dándole unas suaves palmaditas.
—Fenran ha salido a pasear a caballo con Anghara, y dudo que los veamos para nada antes del anochecer —dijo con placidez—. Hay muchísimo tiempo para arreglar derechos de caza; ni siquiera estamos aún en plena temporada. Esta noche, mi querido esposo y señor, cenaremos en privado en nuestros aposentos, y te cantaré tus canciones favoritas, y nos retiraremos temprano. —Picardía y afecto brillaron en sus ojos—. Los negocios pueden esperar hasta mañana.
Por unos breves instantes, Kalig la contempló en silencio, luego su rostro se distendió en una lenta y amplia sonrisa. No dijo nada, pero llevó los dedos de Imogen de nuevo a los labios y los besó. Luego, tras una última mirada de satisfacción al retrato, dejó que ella lo condujera fuera de la habitación.
Mientras Kalig e Imogen se dirigían sin prisas a sus aposentos privados, la princesa Anghara hija-de-Kalig detenía su yegua de color gris oscuro en la cima de una escarpadura que señalaba el extremo más meridional de la zona de bosques. Desde el lugar que ocupaba, el panorama era impresionante. Al norte, los árboles empezaban a dominar el terreno, al principio de forma gradual para aumentar en densidad hasta fundirse en el azul verdoso ininterrumpido del mar; mientras que hacia el sur, a partir del pie de la escarpadura el terreno aparecía vacío y llano hasta morir en un nebuloso horizonte sólo interceptado por los contornos de afloramientos rocosos y alguna esporádica parcela de escasa vegetación. Con el tiempo apropiado y con la luz en cierto ángulo, era posible vislumbrar el final de la vasta tundra meridional que terminaba sólo cuando se encontraba con los implacables glaciares de la región polar. Hoy, aquel distante resplandor pálido no era visible; el sol estaba demasiado bajo (a pesar de que durante los cortos veranos apenas si se hundía más abajo de la curva del mundo) y su suave luz de tonos dorados y naranja convertía las distancias en nada más que una confusa mancha.
Las yermas llanuras, junto con la tundra y los glaciares, formaban parte del reino de Kalig, pero nadie se había aventurado muy al interior de aquella inmensidad meridional. De hecho, el mojón que marcaba el límite de la exploración humana era apenas visible desde la escarpadura como una larga sombra que tocaba el paisaje casi directamente enfrente de ella; un rectángulo de oscuridad, anguloso y aislado, que se alzaba por entre las siluetas más pequeñas y menos claras de la maleza. Una única torre de piedra, que llevaba siglos sin ser utilizada, su puerta cerrada al paso por un edicto ya antiguo cuando los ancestros del bisabuelo de Kalig se había hecho con el gobierno de Carn Caille. El edicto era de severa sencillez: la torre no debía ser abierta jamás; ni siquiera debía acercarse nadie a ella. Las razones para aquella ley irrevocable se ocultaban en un pasado inmemorial, y sobrevivían tan sólo en la enigmática forma de la balada y el folclore: sólo la torre misma perduraba, solitaria, amenazadora, oscura.
Anghara se estremeció cuando un ligero vientecillo se levantó y heló sus brazos. Un lugar tan antiguo..., sus orígenes olvidados hacía tanto tiempo... No obstante, la familia gobernante de Carn Caille había vivido durante siglos con aquella tácita amenaza, y podría seguir haciéndolo durante muchos siglos venideros.
—Un céntimo de plata por tus pensamientos. —La voz que sonó a su lado, cálida, burlona y ligeramente divertida, sacó a la princesa de su ensimismamiento.
Anghara se volvió y vio que Fenran había subido también a la escarpadura para reunirse con ella, había detenido su caballo y estaba recostado en la silla mientras sus ojos grises la evaluaban con cierta pereza.
—Has abandonado la cacería demasiado pronto —dijo él—. ¡Ya te he dicho que la paciencia tiene sus virtudes! —E indicó delante de él, atrayendo su atención hacia el pequeño cuerpo peludo que se balanceaba sobre el pomo de su silla.
Ella rió.
—¿Una liebre? ¡Fenran, tu valor es ilimitado! ¡Toda una liebre..., me siento asombrada!
—¡Es más de lo que has conseguido tú, querida mía! —Fenran hizo como si fuera a darle una bofetada con la mano que tenía libre; luego dio unas palmaditas al animal muerto—. Imyssa la apreciará, aunque tú no lo hagas. Y cuando la haya estofado y añadido sus hierbas, y murmurado sus conjuros sobre la cazuela, ¡me encargaré de que no pruebes ni un bocado del resultado! —Le dirigió una amplia sonrisa—. Pero hablando en serio...