Índigo no quería matarlo. Algo más allá de su voluntad impulsaba a la mano que debía disparar a relajarse, y ese mismo impulso le decía que dañar a la criatura no estaría bien, sería injusto...
El tiempo pareció detenerse mientras ella y el shafan continuaban mirándose. Índigo se sentía como una mosca atrapada en aquel brillo ambarino; aunque luchó contra aquella fuerza notó cómo sus manos se movían para depositar la ballesta en el suelo. Ahora estaba indefensa, desarmada. Sólo el fuego se interponía entre ella y el demonio...
Los músculos de la garganta del lobo empezaron a funcionar espasmódicamente y jadeó, con la lengua colgando. Entonces, cada una de las fibras del cuerpo de Índigo cobró vida con una sacudida cuando una voz áspera y opaca surgió con un doloroso esfuerzo de la boca del animal.
—No... demonio. A... A... Amigo. —No le era posible pronunciar bien; la "A" tartamudeada brotó como un jadeo gutural.
Las mandíbulas de Índigo se movieron y su boca se llenó de saliva. Le fue imposible tragarla de nuevo, y sintió cómo le resbalaba por la barbilla mientras contemplaba al lobo boquiabierta, incapaz de creer lo que acababa de oír.
La enorme cabeza peluda se balanceó a un lado y a otro, luego la garganta vibró de nuevo.
—Po... por favor. A... Amiga... Mú...sica...
Y una horrible sensación de dolor y compasión se apoderó de Índigo, ahogando sus temores y liberándola del encantamiento. Sus manos se cerraron con fuerza, una protesta involuntaria contra algo tan imposible, y por fin consiguió tragar saliva con un esfuerzo, capaz de obligar ahora a su lengua a formar palabras.
—¿Qué eres? —Hizo la pregunta en un susurro, temor e incertidumbre presentes en su voz.
La cosa jadeó con voz chirriante:
—Loooba... No-no haré daño. No matar... intención... buena. —Balanceó la cabeza afligido.
Un nuevo amigo digno de confianza, aunque las apariencias puedan sugerir lo contrario al principio... Las palabras surgieron de su memoria sin previo aviso. Pero no era posible; no esto, no era posible un amigo como éste...
Índigo recordó su misión, y la amenaza sobreentendida de lo que le sucedería si fracasaba. Pero no podía matar a esta criatura. Animal o algo del más allá, no lo sabía; pero su instinto le aseguraba que era cualquier cosa menos un demonio.
Y en algún lugar del bosque a su espalda, Tarn-Shen y sus cazadores aguardaban...
La loba se irguió de repente y los pelos del lomo se le erizaron. Índigo se sobresaltó, hizo intención de volverse para mirar sobre su hombro, y entonces se dio cuenta de que el animal seguía con los ojos clavados en ella. Sus ojos ambarinos tenían una expresión intensa, como si viera en su mente y leyera sus pensamientos, y con una discordante exhalación dijo:
—¡Pe-li-gro!
—¿Qué...? —Empezó a decir Índigo, pero un gruñido la silenció.
Durante algunos segundos que parecieron durar una eternidad ambos permanecieron inmóviles, escuchando con atención; pero ella no oía nada aparte del débil susurro de la brisa entre las hojas. Entonces, entremezclado en el aire, le llegó el sonido de la rápida respiración jadeante de la loba.
—¡Fuera! —La voz gutural sonó apremiante, y los cuartos traseros de la criatura se tensaron como si fuera a saltar—. Rápido. ¡Rápido!
La muchacha intentó responder, empezó a ponerse en pie, pero su reacción llegó demasiado tarde. En un movimiento confuso, vio cómo la loba saltaba, retorciéndose en el aire, escuchó la vibración de la cuerda de un arco y se balanceó perdiendo el equilibrio cuando un dardo plateado pasó rozándole la cabeza.
—¡No! —Índigo protestó furiosa y giró en redondo hacia el enemigo que tenía a su espalda.
Algo oscuro y enorme surgió de la noche y recibió un golpe aturdidor que iba dirigido a su cabeza pero la alcanzó en la sien. Unas luces escarlata estallaron en su cabeza y cayó con un aullido, mientras aquella forma oscura caía del cielo en dirección a ella. Entonces algo la sujetó por los cortados cabellos y tiró de ellos como si fuera a arrancarlos de raíz mientras la levantaba y la sacudía de un lado a otro hasta que quedó tendida cuan larga era sobre la mojada hierba, revolviéndose en su lucha por controlar la sensación de vértigo.
Ante sus ojos desenfocados y sobre la hierba había unos pies calzados con botas de fino cuero. Y sintió el calor, la masa y la cercanía de alguien que se cernía sobre ella y la contemplaba de la misma forma que un amo enojado contemplaría a un siervo arrepentido que se arrastrara a sus pies. Despacio, y con un esfuerzo que destrozó los últimos restos de su dignidad, Índigo encogió los brazos hasta que fue capaz de incorporarse primero sobre sus codos y luego sobre sus rodillas. La cabeza le daba vueltas; mareada, levantó los ojos. Y se encontró con los ojillos, rojos a la luz del fuego y llenos de odio y venganza, de Tarn-Shen.
CAPÍTULO 12
Tarn-Shen respiraba con fuerza y su rostro tenía una expresión pétrea, el desprecio grabado en cada uno de sus músculos. Índigo pensó en coger su ballesta, pero la cabeza seguía dándole vueltas a causa del golpe que le había propinado; no podría encontrar el arma, ni siquiera sabía dónde estaba.
—Así. —Tarn-Shen sonrió con crueldad—. Es lo que yo pensar. Tú ser mala traidora.
En otras circunstancias, ella hubiera podido encontrar cómica su tosca utilización del lenguaje, pero tal y como estaban las cosas, con aquella desagradable revelación extendiéndose como un veneno por su cerebro, no hizo el menor movimiento ni contestó.
—Tú dejar shafan ir. —Tarn-Shen dio un paso hacia adelante, la punta de su bota derecha estaba ahora a pocos centímetros de su rótula—. Es cosa de traidor, de... —utilizó una palabra en su propia lengua que ella no comprendió pero pudo adivinar que era un insulto despectivo—. Los het no ser contentos. Los het quizás aprender ahora a escuchar a mí. —Se detuvo; luego, de forma repentina y salvaje, le dio una patada, que cogió desprevenida a Índigo y la lanzó boca arriba sobre la hierba. Su pie fue a posarse sobre el estómago de la muchacha, sin apretar pero con la firmeza suficiente para aplacar la instintiva necesidad de ella de devolver el golpe—. ¡Y tú saber que ser enfrentarse a Tarn-Shen!
Índigo comprendió con disgusto que el joven disfrutaba con aquello. No le importaba que su presa reconocida hubiera escapado; su soterrado resentimiento, tanto hacia ella como hacia los het a quienes debía obedecer, era un motivo más fuerte que su deseo de ver muerto al shafan.
Ella le contestó, con voz baja y amenazadora:
—No te atrevas a tocarme, Tarn-Shen. ¡O te juro que haré que te arrepientas!
El se echó a reír, pero siguió vigilándola con cuidado.
—Yo no tenerte miedo. Tú cosa ruin, tú gusano. Tú ser nada. —Su bota empujó un poco más fuerte su diafragma y ella aspiró para aguantar la presión.
El cerebro de Índigo empezaba a aclararse por fin, los reflejos se agudizaban, pero había visto el pequeño arco que Tarn-Shen sostenía descuidadamente en una mano, con una flecha dispuesta. Su propio arco estaba fuera de su alcance, su cuchillo atrapado entre su cuerpo y la hierba: no se atrevía ni a volver la cabeza, pues no dudaba de que él podía tensar la cuerda y disparar con la bastante rapidez como para atravesarla si hacía cualquier movimiento imprudente.
Pero al mismo tiempo no podía deshacerse de la molesta sensación de no querer que muriera todavía.