A pesar de que se concentró con todas sus fuerzas, Índigo no pudo escuchar más que los trinos de los pájaros. —¿Qué es?
—Ca-za-do-res. —La respuesta vino en un débil y amenazador gruñido, apenas discernible como lenguaje—. Hombres; perros. Los oigo. Los huelo. —Yo no puedo.
Grimya se agazapó en el suelo con un estremecimiento. —Contra el viento —gruñó—, pero cerca. —Sus ojos, que relucían como el bronce ahora y tenían una expresión salvaje, se clavaron en el rostro de Índigo—. No más tiempo. Sigue. Corre.
Y antes de que la muchacha tuviera tiempo de reaccionar se alejó de un salto, pasando por entre la maraña de zarzas y perdiéndose en el espeso bosque.
Un escalofrío recorrió entonces la espalda de Índigo ya que por primera vez escuchó aquello que la loba había percibido mucho antes. Unos ladridos lejanos: las ansiosas, frenéticas y estúpidas voces de los perros de caza que han olido la presa. El apiñado bosque distorsionaba su sentido de la dirección, pero calculó que no podían estar a más de medio kilómetro de distancia.
Giró en redondo, mordiéndose la lengua para no empezar a gritar el nombre de Grimya, y por entre los árboles le pareció ver un centelleo de algo gris y más corpóreo que las sombras. Entonces un aterrador aullido surgió diabólico de la oscuridad del bosque cuando Grimya lanzó su desafiante reto.
La indecisión se desmoronó. Con un rápido movimiento, Índigo agarró su arpa y su arco; luego, sin detenerse a mirar atrás, se precipitó en la dirección que Grimya había tomado. Las ramas le azotaron el rostro, se enredaron en sus cabellos; las apartó violentamente con la mano que sujetaba el arco, vio una raíz que sobresalía justo a tiempo de saltar por encima, y siguió corriendo. Grimya la esperaba, y cuando la muchacha llegó junto a ella salió disparada de nuevo en lo que para ella debía de ser una velocidad moderada, pero que pronto tuvo a Índigo jadeando como si también ella fuera un lobo a causa del esfuerzo que le costaba mantener su paso. Mientras corría juraba, en silencio y con ferocidad, maldiciendo su humana torpeza que aplastaba maleza y hacía que los arbustos se movieran y crujieran, de modo que el ruido de su paso parecía llenar el bosque. A veces perdía de vista a Grimya, que corría delante de ella; entonces la loba aparecía de nuevo, como un silencioso fantasma, aguardando para apremiarla a seguir adelante con la roja lengua colgando y ojos febriles. Índigo no sabía lo cerca que estaban sus perseguidores, ni si ganaban o perdían terreno, pero la agitación de Grimya aumentaba a medida que se introducían más en el bosque, y la muchacha empezó a sentirse cerca del desaliento. Los perros debían de haber encontrado su rastro ya, y conocía aquella raza; eran incansables, incluso si no podían alcanzar a su presa la perseguirían hasta que cayera exhausta. Grimya podría escapar a ellos: ella no podía.
—¡Ín-di-go!
El grito sonó tan parecido a una respiración ronca y jadeante que por un instante no comprendió que Grimya gritaba su nombre. Sólo se detuvo cuando la loba surgió de entre los apiñados árboles, y se vio obligada a balancear un brazo para mantener el equilibrio sobre el traicionero y desigual suelo del bosque.
—¡Agua! —Las mandíbulas de Grimya estaban abiertas de par en par y mostraba los
amarillentos y mortales colmillos—. ¡Sígueme!
Ella no comprendió lo que quería decirle. No había tiempo para detenerse a beber, pero no le quedaba aliento para protestar, y Grimya ya se había dado la vuelta y corría cuesta abajo en ángulo agudo al sendero que habían seguido. Índigo la siguió tambaleante; y cuando los árboles disminuyeron para revelar una orilla escarpada cubierta de musgo con un río que corría más abajo de una pendiente de unos tres metros, comprendió lo que había querido decir su compañera.
Era un truco viejo y sencillo, pero efectivo. Su olor desaparecería en cuanto penetraran en el agua; los perros podrían registrar las orillas, pero mientras ellas corrieran por el lecho del río resultarían imposibles de encontrar.
Grimya se detuvo en la parte alta de la orilla, donde unas viejas raíces de roble se habían enroscado alrededor de una desgastada roca para formar un extraño y petrificado saliente. Volvió la cabeza un instante para luego desaparecer por encima del borde, cayendo al agua tras un difícil descenso con un fuerte chapoteo. Índigo la siguió, entre tropiezos y resbalones, sus movimientos obstaculizados por su preciosa arpa, pero consiguiendo de todas formas mantener el equilibrio. El río era poco profundo y murmuraba sobre piedras que afortunadamente estaban libres de hierbas traicioneras. Grimya se movía ya río abajo, e Índigo volvió la cabeza para contemplar la orilla. Incluso el rastreador más inexperto no tendría la menor dificultad en encontrar las delatoras señales de su descenso, la hierba aplastada y el musgo pisoteado, el lugar donde el acantilado de arena en miniatura se había desmoronado por culpa de un resbalón; pero no importaba. Allí desaparecería el rastro.
Se detuvo por un momento para comprobar si oía algún ruido extraño, pero no oyó otra cosa que los sonidos del río y de las omnipresentes aves. Grimya la esperaba, menos frenética ahora pero todavía impaciente; Índigo ajustó la cuerda que sujetaba el arpa sobre su hombro y se puso en marcha corriente abajo.
Habían seguido el curso del río durante más de una hora cuando Grimya indicó por fin que ya podían descansar sin peligro. La estratagema, al parecer, había funcionado; no había habido señal de sus perseguidores y el bosque permanecía tranquilo y silencioso; no obstante, mientras trepaba orilla arriba la loba mantuvo la cautela, las orejas erguidas y alerta, deteniéndose en la parte más alta para observar y escuchar antes de permitir a Índigo que la siguiera.
En aquellos momentos, Índigo estaba totalmente desorientada. Los árboles se extendían de manera indefinida al parecer, y a juzgar por el tono verdoso de la luz imaginó que debían de estar en lo más profundo del corazón del enorme bosque. Si hubiera estado sola, podría haber vagado por él una eternidad sin encontrar jamás la salida; si todavía le quedaban algunas dudas sobre lo acertado de confiar en Grimya, no podía hacer otra cosa más que desalojarlas de su mente.
La loba ya se había puesto en marcha por entre los árboles, y ella la siguió. Después de alrededor de diez minutos —el tiempo resultaba difícil de calcular en aquel lugar tan silencioso y tranquilo— llegaron a un barranco poco profundo formado mucho tiempo atrás por un deslizamiento de tierras. Robles enormes sobresalían por encima del desnivel, y sus raíces, expuestas parcialmente al aire libre, formaban un refugio natural en la pendiente cubierta de musgo.
—Aquí descansamos —dijo Grimya—. Es seguro.
Había una repisa bajo las raíces de un roble, lo bastante grande como para que pudieran acomodarse las dos. Índigo se dejó caer con la espalda apoyada contra la pared del barranco, agradecida de poder dar un descanso a sus doloridas piernas. Grimya se asomó un poco, olfateó el aire con minucia y por fin dijo: —Todo está bien. Los hombres muy lejos para oler. Seguro. —Se volvió para mirar a Índigo, sus ojos parecían pedir una seguridad de que la muchacha confiaba en ella.
Índigo estiró una mano y, aunque todavía un poco vacilante, la colocó sobre el lomo del animal.
—No sé cómo darte las gracias, Grimya. Tengo una gran deuda contigo.
La boca de Grimya se abrió y la lengua le colgó fuera de ella en señal de alegría, y su cola golpeó una raíz retorcida. Luego se volvió para estudiar de nuevo el bosque.