—Tú que-da aquí —dijo con voz gutural—. Espera.
—¿Adonde vas?
Los cuartos traseros de la loba sufrieron una pequeña crispación.
—Cazar —respondió.
Sonó casi como un ladrido. Y antes de que Índigo pudiera decir nada más, ya se había introducido por entre las arqueadas raíces del árbol y trepaba por la ladera del barranco. Durante un momento permaneció inmóvil en la cima, una elegante silueta entre los árboles, luego desapareció, alejándose de un salto sin el menor ruido.
Índigo se echó hacia atrás y cerró los ojos. Se sentía agradecida por aquel descanso en su huida, por poder olvidar durante algún tiempo el temor a ser capturada y a lo que eso hubiera significado. Y por primera vez desde que todo aquello había empezado tenía la posibilidad de recapacitar sobre los extraños acontecimientos de las últimas horas.
El hecho de que su vida había sido salvada —dos veces— por una loba ya era algo que en sí mismo hubiera resultado difícil de considerar, pero incluso esto se veía eclipsado por la extraordinaria naturaleza del animal mismo. Aún tenía que averiguar la historia de Grimya, pero estaba segura de una cosa: la loba era el único miembro de una raza. Un proscrito, un paria quizás; una superviviente solitaria que sólo podía confiar en sus propios recursos. Los paralelismos entre las dos estaban dolorosamente claros.
No por primera vez, volvieron a la mente de Índigo las palabras de despedida del emisario de la Madre Tierra. Un nuevo amigo, en quien podría confiar. Durante los días que siguieron a aquel extraño encuentro no había tenido motivo para considerar aquella idea, pero de repente resultaba muy oportuno hacerlo.
Una loba cuya mente había tocado la suya con un sentimiento de simpatía y camaradería. Una criatura que la había salvado, guiado, ayudado... Índigo sonrió para sí. Había creído que la auténtica amistad, cuando la encontrara, sería en forma humana.
Al parecer se había equivocado.
CAPÍTULO 13
Grimya regresó una hora más tarde, con el cuerpo de una liebre colgando de sus mandíbulas. El hambre que Índigo sentía se vio mitigado por su reluctancia a encender fuego; el humo de la madera podría detectarse desde lejos, y aunque su estómago protestaba ruidosamente, el riesgo era demasiado grande. Cuando explicó todo esto a Grimya, añadiendo que prefería no comer carne cruda, la consternación de la loba fue enorme, pero finalmente aceptó comerse ella la pieza mientras que Índigo hacía una comida nutritiva pero poco apetitosa a base de brotes y algunas zanahorias silvestres tiernas.
Una vez convencida de que su amiga se las podría arreglar bien sin carne, Grimya se dedicó a devorar su comida haciendo gala de una inocente e ingenua falta de inhibición. Índigo, por no mirarla ni escuchar el ruido que hacía, se dedicó a contemplar el techo del bosque y examinó la situación en silencio.
Sus posibilidades de poder regresar a Linsk ahora eran muy remotas. Si, como Shen-Liv había dado a entender, los hombres del poblado comerciaban en el puerto, no se atrevía a arriesgarse a aparecer por allí. Podía apañárselas sin las posesiones que había dejado atrás; tenía consigo su arpa, su cuchillo y su ballesta, el yesquero y una chaqueta de abrigo —suficiente, en otras palabras, para satisfacer sus necesidades básicas de subsistencia— y podría encontrar o hacer recambios para las saetas perdidas cuando quisiera. Pero sin un caballo no podría moverse con facilidad.
Desde luego, no existía la menor posibilidad de recuperar a la yegua del poblado de los vaqueros, ni de intentar robar un caballo de las manadas del llano. Cualquiera de las dos cosas resultaría demasiado peligrosa. Pero como viajero de a pie solitario y mal armado resultaría vulnerable; especialmente mientras los cazadores de Tarn-Shen siguieran buscándola. Hasta que pudiera abandonar el País de los Caballos, era y seguiría siendo una fugitiva.
Suspiró, y Grimya levantó los ojos. Las mandíbulas de la loba estaban rojas.
—¿Estás... pr-preocupada?
—No; no —Índigo sacudió la cabeza—. Sólo pensaba, Grimya.
—Tenemos... mucho que decir. Pero hablar así me cu... cuesta mucho. Cuando tú... —los costados de Grimya se agitaron con el esfuerzo y lanzó un gruñido como si protestara por su propia insuficiencia—. Cuando duermas, entonces podemos... hablar.
Índigo levantó la vista hacia lo poco que podía ver del cielo a través de la espesa maraña de ramas que había sobre sus cabezas. Dudó de que hubiera transcurrido más de la mitad del día; la idea de dormir a aquella hora del día parecía disparatada, pero Grimya tenía razón; tenían mucho que contarse, y mientras ella estuviese despierta cualquier cosa que no fuera una comunicación muy unilateral era imposible. El tiempo, además, estaba en contra de ellas; los cazadores podrían haber abandonado la caza por ahora, pero no dejarían de buscarla.
Grimya había regresado a su presa. Se escuchó un crujir de huesos, e Índigo se volvió y reacomodó el cuerpo hasta que pudo tumbarse de forma bastante cómoda. A pesar de sus dudas descubrió que tenía sueño; era una templada mañana primaveral y se sentía a gusto dentro de su chaqueta y, al menos por el momento, a salvo. Cerró los ojos y un silencioso verdor pareció envolverla, puntuado por los apenas perceptibles y subliminales sonidos del bosque. Hojas que susurraban, pájaros que trinaban con alegría y cuyas voces resonaban en la distancia, el débil zumbido de una abeja en busca de las primeras flores no muy lejos de allí... los sonidos se mezclaron, se
debilitaron, y por último se desvanecieron en el silencio del sueño.
«¿Me oyes, Indigo?»
La voz mental de Grimya, suave y sin inflexiones penetró en sus sueños y sintió cómo su mente se alzaba a través de las capas más profundas de la conciencia hasta flotar, como lo había hecho antes, a medio camino entre el sueño y la vigilia.
—Te oigo, Grimya.
«Has dormido mucho rato. La luz empieza a desvanecerse en el cielo.»
—¿Estamos a salvo todavía?
«Sí. He ido hasta el límite del bosque. Los cazadores han abandonado la caza de momento.»
La sensación de alivio fue como agua fresca que corriera por sus venas.
—Entonces... —empezó.
«No.»
La respuesta cortó sus pensamientos, como si la loba los hubiera leído antes de que pudieran ser formulados con claridad. Y de nuevo, Índigo percibió miedo y duda en la mente de Grimya.
Aguardó durante unos segundos, luego se sintió tomar aliento.
—Grimya, no debes tener miedo. Hay tantas cosas que quiero saber de ti..., y nada de lo que me digas borrará la deuda que tengo contigo.
Sabía que las palabras solas no convencerían a Grimya e intentó proyectar un sentimiento de bondad, de calor, de camaradería. Se produjo una pausa, y luego Grimya dijo:
«Veo una palabra en tu cerebro. La palabra "mutante". No sé lo que significa.»
—No es más que una palabra, Grimya. No es importante. Y tú eres tan mutante como yo.
«Sigo sin comprender.»
Índigo se sintió embargada por un amargo dolor.
—¿No? —preguntó con suavidad—. Has visto en el interior de mi mente, Grimya. Sabes lo que soy.