—Tú tienes... ¡No sé la palabra! Cuando te m-mostré... imágenes, te convertiste. —Sus ojos eran lámparas ámbar en las sombras—. Te convertiste en mí.
—Mentalmente, yo...
—No. No en mente. No sólo en mente. Te vi.
El corazón de Índigo dio un brinco al darse cuenta de lo que Grimya intentaba explicarle.
—¿Quieres decir que... cambié? ¿Me convertí... en un lobo?
—¡Sí, sí! —Grimya casi se revolcaba de excitación—. Cabeza, pelaje, cuerpo: ¡igual que yo!
Cambio de aspecto... Era uno de los más antiguos y raros poderes de las brujas de antaño. Índigo no había conocido jamás a nadie que poseyera esa misteriosa habilidad, pero sabía que existía gente así. De niña había escuchado encandilada relatos de bardos sobre encuentros con los escurridizos y reservados hechiceros que podían alterar sus cuerpos a voluntad para darles la forma de pájaros, felinos u osos; las historias estaban bien documentadas al igual que el hecho de que tal talento no podía aprenderse sino que se nacía con él, un don de la Madre Tierra para unos pocos escogidos.
¿Era posible que ella fuera uno de esos pocos? La idea hizo que se le pusiera la carne de gallina, y un hilillo de sudor helado le bajó por la espalda. Imyssa, que era una bruja, aunque con pocos poderes más allá de conocimientos sobre hierbas, predicciones e interpretaciones del tiempo, creía que en su joven pupila se encontraba latente una cierta dosis de poder; pero incluso Imyssa no había previsto esto.
No obstante, no podía negarse la evidencia de lo que había visto Grimya. Índigo había conocido mentalmente, aunque por un breve instante, qué significaba ser un lobo, y junto con esta experiencia había tenido lugar la impresionante manifestación del cambio de forma.
De repente, Índigo empezó a temblar, y le fue imposible conseguir que los espasmos se detuvieran. Si realmente poseía ese poder, ello era a la vez una bendición y una maldición. Una bendición porque, en potencia, resultaba un arma sin precio para ayudarla en la desagradable misión que la aguardaba. Pero también una maldición porque no tenía la menor idea de cómo dominarlo y utilizarlo. Y sin ese conocimiento, sin la habilidad y la preparación necesarias para controlar y manejar tal fuerza, su innato talento resultaba inútil. Peor que inútil; ya que sus manifestaciones fortuitas e incontroladas podrían poner en peligro su vida. E Imyssa, la única persona que podía y la hubiera ayudado a comprender y utilizar aquello que se despertaba en su interior, no volvería a estar a su lado nunca más.
Grimya lloriqueó en voz baja, y se dio cuenta de que la loba la había observado y percibido su congoja y su ansiedad.
—¿Índigo? ¿Qué su-ce-de?
Índigo se pasó ambas manos por el rostro, en un intento por aclarar sus ideas.
—No creo que sepa explicarlo, Grimya.
—Tienes magia, sin embargo eso te hace más triste que antes. ¿Por... qué?
—Ohhh... —Índigo sacudió la cabeza—. Porque incluso, si es que es así, si poseo magia, ¡no sé cómo utilizarla! —Parpadeó con fuerza, consciente de que empezaba a sentir pena de sí misma—. No lo sabía, Grimya. Y porque no lo sabía, me negué a escuchar a aquellos que sí sabían, y me negué a aprender de ellos. Ahora es demasiado tarde; no hay nadie que pueda ayudarme, ¡y yo soy la única culpable!
Grimya permaneció en silencio unos instantes. Luego dijo:
—Yo puedo ayudarte.
Índigo sintió una sensación de ahogo en la garganta, e intentó sonreír.
—Eres buena, Grimya, y una gran amiga. Pero...
—No —la interrumpió la loba—. Quiero decir más que si... siendo sólo tu amiga. —Se detuvo jadeante. El utilizar la lengua de los humanos la agotaba, pero estaba decidida a decir lo que pensaba—. Algo más. Conozco un lugar en el bosque al que los hombres... no quieren ir, porque... —Una vez más su lengua se balanceó sobre un lado de su boca llena de frustración—. ¡No tengo las palabras!
Un recuerdo vago se despertó en lo más profundo de la mente de Índigo y sintió cómo una extraña excitación se apoderaba de sus músculos.
—¿Qué clase de lugar?
—Un lugar de... agua y oscuridad. En lo más profundo. Los cazadores... le temen, pero... hay magia allí. Magia humana. Es muy poderosa. —La loba hinchó los hocicos—. La he olido, pero no me he acercado mucho, A lo mejor, un lugar así te podría ayudar.
Una impresión mental débil y borrosa acompañó sus palabras, y un escalofrío recorrió la espalda de Índigo cuando el persistente recuerdo tomó forma de repente. En lo más profundo de los bosques de las Islas Meridionales existían arboledas sagradas, siempre junto a un arroyo o a un pozo natural. Sólo las utilizaban las brujas más poderosas y devotas, aquellas que habían dedicado sus vidas exclusivamente al servicio de la Madre Tierra, y ningún extraño se atrevía a penetrar en una sin ser invitado, ya que las arboledas estaban guardadas por espíritus que no toleraban la presencia de los no iniciados. Lugares sagrados, depositarios de poder, focos poderosos de antiguas magias... ¿Era posible que tales arboledas también existieran aquí en el País de los Caballos? No conocía nada de las prácticas ocultas de aquella región salvaje; pero la gente de los pueblos adoraba a la Madre Tierra, igual que lo hacían los suyos...
Con la boca seca, repuso:
—Grimya, ¿utilizan ese lugar —ese lugar de agua y oscuridad— los humanos, todavía?
—No... no lo creo. No desde hace muchas, muchas lunas. No hay olor a hombre allí. Pero la magia sigue fuerte.
Como era lo más normal... Índigo se mordió el interior de las mejillas para inducir a la saliva a hacer su aparición, pero cuando volvió a hablar su voz sonaba apagada por la deshidratación.
—¿Y crees que un sitio así podría ayudarme?
Hubo una larga, larga pausa, y luego:
—Eso creo. He... visto cosas. En sueños. Al dormir. No puedo hablar de ellos. Pero están allí.
¿Qué puedes perder?, se dijo Índigo para sí. Conocía perfectamente la respuesta: nada.
—Grimya, ¿me conducirás al lugar del agua y la oscuridad?
La loba balanceó la cabeza indecisa.
—¿Es lo que... deseas de verdad?
—Sí.
—Entonces... te conduciré. —Grimya parpadeó, y un escalofrío le recorrió todo el lomo cuando miró más allá de su refugio hacia el interior del bosque iluminado por una luz verdosa, como si viera algo que estaba más allá de lo que Índigo podía percibir—. Pero creo —añadió en un suave y gutural susurro—, creo que me asusta lo que podamos encontrar allí...
CAPÍTULO 14
Grimya no quería iniciar su viaje aquel día. El lugar del agua y la oscuridad, dijo, estaba muy lejos de su refugio, y pronto sería de noche. Ponerse en marcha entonces significaría llegar allí sólo con la luz de la luna, y aquella perspectiva la ponía nerviosa. Índigo, no obstante, se sentía impaciente, y su tozuda determinación —unida a lo difícil que le resultaba a Grimya sostener una discusión verbal— por último prevaleció...
Se pusieron en marcha en dirección noroeste, con la llameante puesta del sol filtrada a través del bosque, delante de ellas. Índigo no quería confiar en la posibilidad de que los vaqueros hubieran abandonado su persecución al menos hasta la mañana siguiente, y se mantenía alerta a cualquier cosa extraña que pudiera ver u oír; pero el bosque estaba tranquilo, y los murmullos de aves y animales disminuyeron a medida que la luz desaparecía, hasta que se encontraron en medio de la oscuridad y el silencio.