Ninguna de las dos había hablado desde que abandonaron su improvisado campamento. En una ocasión, Grimya se detuvo para investigar un manantial que surgía del suelo, junto al sendero que seguían, y borboteaba perezoso, pero un gruñido fue suficiente para advertir a Índigo de que aquella agua no era buena para beber, y continuaron su camino. Dado que la situación de la luna en el cielo quedaba tapada por los árboles, Índigo no tenía modo alguno de saber el tiempo que había transcurrido cuando la loba, que avanzaba algunos pasos por delante de ella, de repente disminuyó la marcha y se detuvo. Ella también lo hizo, y de inmediato sintió algo en la atmósfera que le produjo un escalofrío en la columna. La noche era muy silenciosa, pero parecía como si el mismo silencio estuviera vivo, una presencia sensible, consciente y expectante.
Clavó los ojos en la oscuridad. Tan sólo una ínfima parte de la luz de la luna atravesaba el espeso techo del bosque, pero delante de ellas —resultaba imposible saber a qué distancia— la noche gastaba malas pasadas, y las distancias, lo sabía bien, engañaban. Por entre los árboles brillaba un apenas perceptible fulgor verdoso, una pálida columna de luz como si se tratase de un fuego fatuo. Índigo avanzó muy despacio hasta donde estaba Grimya, y colocó una mano suavemente sobre su lomo. Su voz fue un suspiro jadeante.
—¿Es ése el lugar, Grimya? ¿El lugar del agua y la oscuridad?
—Sssíííí... —La piel de la loba se agitó bajo su mano y percibió la inquietud de su amiga.
Allí había poder; lo sentía. Una presencia informe pero tangible en el aire que la rodeaba, y le traía a la mente recuerdos de lugares de los bosques de su país, a los que se le había prohibido que fuese. Pero al contrario que aquellos santuarios sagrados, esta arboleda parecía llamarla, indicarle que se acercara...
Nada se movía; no había ni la más ligera brisa que pudiera mover una sola hoja. Índigo dio tres pasos al frente, y escuchó a Grimya que dejaba escapar un gañido.
—¿Grimya? —Se volvió y vio que la loba tenía todos los pelos del cuello y el lomo erizados—. Debemos seguir. No podemos volver atrás ahora.
—Ten... tengo miedo.
—Pero no hay nada que temer. —Miró de nuevo hacia adelante. ¿Brillaba ahora con algo más de fuerza aquel extraño resplandor o se lo imaginaba ella? Dio uno o dos pasos más hacia adelante, consciente de que los árboles y los matorrales empezaban a rodearla.
Grimya dijo: —Éste no es... un lugar bueno. No quiero entrar.
De repente, a Índigo la asaltó su conciencia. Esta era su empresa, no la de la loba; al traerla a este lugar la loba había vencido su miedo pero sólo a costa de un gran empeño. Ese sacrificio era suficiente; pedirle más resultaría cruel.
Acarició el cuello de Grimya con la esperanza de tranquilizarla y mostrar su gratitud al mismo tiempo.
—No tienes por qué seguir más adelante, Grimya. Pero yo sí debo hacerlo, ¿lo comprendes?
—Sííí____
—¿Y me esperarás?
La peluda cabeza se movió en gesto afirmativo.
—Cl-claro, esperaré... aquí. No tengo miedo aquí. Pero...
—¡Qué?
Grimya levantó los ojos hacia ella, luego en un repentino impulso le lamió la mano.
—¡Prométeme que tendrás cuidado!
Ella le sonrió, conmovida.
—Lo prometo.
Índigo tomó la ballesta que colgaba de su espalda y desenvainó el cuchillo. Penetrar con armas en un lugar sagrado para la Madre Tierra era una profanación; colocó ambas cosas sobre la hierba junto a Grimya, y luego avanzó despacio hacia el débil resplandor. La loba se acomodó en el suelo, y cuando Índigo volvió la mirada la discernió tan sólo como una silueta vigilante, los ojos brillantes como cabezas de alfiler en la penumbra. Alzó una mano a modo de saludo, luego volvió el rostro una vez más en dirección a la borrosa y fulgurante aureola que la atraía a través de los árboles.
El bosque era tan espeso allí que Índigo pronto empezó a preguntarse si sería totalmente natural. En algunos lugares los árboles estaban tan próximos que apenas si podía pasar entre ellos, y a cada paso se veía obligada a apartar con todas sus fuerzas ramas que se le resistían, como un nadador lucha contra una poderosa corriente. En varias ocasiones se hubo de torcer a un lado cuando la maleza resultaba impenetrable, y se hubiera perdido de no haber sido por el distante fulgor de la extraña columna que la guiaba. Pero al llegar cerca de su meta la luz pareció cambiar de repente: se apagó, aumentó, se apagó de nuevo, y parecía como si fuera a disiparse hasta que temió que la perdería de vista por completo. Índigo empezó a inquietarse, y tuvo que controlar el impulso, fruto del pánico, de golpear y arrancar la malla de ramas que tenía ante ella para abrirse paso; no fuera que su único punto de referencia se desvaneciera y la dejase absolutamente perdida allí dentro.
La maraña de arbustos terminó de forma tan inesperada que estuvo a punto de tropezar al irrumpir en el claro. Sobresaltada por lo repentino del cambio, Índigo se quedó inmóvil sobre una alfombra color esmeralda de hierba cubierta de musgo, absorta frente a la pared de roca perpendicular, a menos de diez pasos de ella, que se alzaba en la orilla opuesta del tranquilo estanque.
Aspiró despacio, y como en respuesta los árboles y los matorrales a su espalda lanzaron un susurro agitados por una débil brisa. En cada centímetro de su piel sentía el hormigueo producido por diminutas sensaciones eléctricas; sentía el lugar del que surgía el poder, si quería podía extender sus manos y tomarlo entre ellas para probarlo, para beber su esencia... Se tambaleó, y tuvo que cogerse de la rama de un pequeño árbol para mantenerse en pie mientras la cabeza le daba vueltas con fuerza. Era, realmente, un lugar sagrado, y por un instante el valor estuvo a un tris de abandonarla al recordar las viejas historias de lo que les sucedía a los que invadían la santidad de
estas arboledas mágicas.
Pero ella no era un intruso. Había venido con espíritu reverente, para pedir la ayuda de las fuerzas arcanas que allí se concentraban. No llevaba ninguna arma; no pretendía hacer ningún mal. Todo lo que traía con ella era esperanza, y una silenciosa plegaria para que los guardianes de la arboleda, si es que aún mantenían su guardia, la trataran con benignidad.
El musgo bajo sus pies tenía un tacto suave y mullido; la áspera corteza del arbolito la mantenía sujeta a la tierra y a la realidad. Aspiró con fuerza de nuevo y, con plena conciencia de que lo que hacía la comprometía de forma irrevocable, penetró en la arboleda.
No se produjo ningún cambio repentino; ni furioso vendaval, ni descarga de luz cegadora, ni voz monstruosa que lanzara un atronador desafío o condena. La tranquila quietud de la noche la seguía rodeando, y cuando su acelerado pulso empezó a reducir su velocidad ligeramente, reunió por fin el valor para atravesar la verde alfombra y detenerse ante el estanque.
Tendría una anchura de dos brazos, una depresión profunda al pie de una pared rocosa. Índigo no tenía ni idea de lo hondo que pudiera ser; el agua era como un espejo negro, y cuando se arrodilló en el borde y miró en su interior, sólo pudo ver un reflejo fantasmagórico y distorsionado de su rostro. La superficie del estanque no estaba totalmente inmóvil, no obstante: unas diminutas olas se movían sobre ella, y se dio cuenta de que lo alimentaba un delgado hilo de agua que caía de la roca que se alzaba sobre él. Al levantar la vista en busca del origen del surco, vio que éste discurría por una profunda hendidura en la superficie de la roca, y allí estaba el origen de la luz sobrenatural, ya que la hendidura dejaba al descubierto una gruesa vena de un mineral verduzco parecido al cuarzo, que relucía con una fosforescencia particular. Al reflejarse y refractarse en aquella superficie cristalina, la fosforescencia formaba la columna pálida y reluciente que la había guiado a través de los árboles.