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Sacudió la cabeza, incapaz de aclarar sus dudas.

—No lo sé, Grimya. Ojalá pudiera responderte, pero no lo sé.

«A lo mejor no importa», replicó Grimya llena de infelicidad. «No hay nada que comer en este lugar, y nada que beber. Si nos quedamos, no tardaremos en morir, de todas formas.»

Tenía razón, pero aquella idea dio lugar a otra pregunta. ¿Habían sido transportadas físicamente a este mundo, lo que fuera y donde fuera que estuviera, o existían tan sólo en sus mentes los riscos y las desoladas rocas y aquel negro sol, mientras que sus cuerpos inconscientes yacían aún en la arboleda? A modo de experimentación, se pasó las manos por el pecho, y no pudo reprimir una mueca de dolor cuando sus dedos tocaron las magulladuras de su caja torácica. El dolor resultaba muy real, al igual que la creciente sed que sentía. Volvió la cabeza para contemplar todo el paisaje que las rodeaba y se estremeció.

—No conseguiremos nada si nos quedamos aquí —dijo a Grimya—. Cualquiera que sea la forma que tome la puerta, no hay ni rastro de ella aquí. —Su mirada se sintió atraída hacia el valle, una estrecha cicatriz que se extendía ante ellas entre impresionantes peñascos. A su espalda se levantaba la sólida pared de una cumbre inescalable; a cada lado, escarpadas y traicioneras laderas de esquisto. El valle, al parecer, era la única ruta abierta a ellas.

Grimya captó sus pensamientos y dijo:

«A lo mejor es allí donde el demonio quiere que vayamos.»

A lo mejor era así. Y Némesis tendría un motivo, de eso Índigo estaba segura. Una trampa, una confrontación... Afianzó su control sobre su titubeante confianza en sí misma, consciente de que tenía una sencilla elección que hacer. Podía enfrentarse al valle y a cualquier peligro que pudiera reservarle, o ceder a la cobardía y admitir la derrota aquí y ahora.

Miró a la loba.

—Demonio o no, no veo alternativa. Penetraré en el valle. ¿Vendrás conmigo, Grimya?

Grimya mostró sus colmillos.

«Desde luego. Soy tu amiga.» Su cola se agitó una vez, sin demasiada confianza. «No sabremos lo que nos espera a menos que miremos, ¿no es así?»

Su irrefutable lógica hizo aparecer una sonrisa en los labios de Índigo.

—Desde luego —repuso—. Muy bien, pues; no hay motivo para retrasarlo. —Entrecerró los ojos pensativa mientras los posaba en el valle sin vida—. Y si es una estupidez, sospecho que muy pronto descubriremos qué clase de estupidez hemos cometido.

Si el valle que discurría entre los riscos ocultaba el peligro que Índigo temía, parecía como si la trampa aún no estuviera dispuesta para funcionar. No podía calcular cuánto tiempo llevaban caminando por el estrecho y sombrío desfiladero; al parecer, carecía de relevancia bajo el invariable sol negro, y podrían haber transcurrido minutos, horas, incluso días mientras avanzaban penosamente por el valle.

Aún no había aparecido el menor signo de vida. No crecía hierba alguna entre aquellas rocas peladas, y ni una sola gota de agua aliviaba aquella árida desolación. En una ocasión Índigo creyó oír el distante borboteo de un arroyo, y aceleraron el paso ansiosas por encontrar el lugar del que procedía. Pero el sonido se apagó de forma brusca, y la muchacha comprendió que había sido una ilusión.

Tras ésta, se produjeron más ilusiones Ecos extraños murmuraban entre los riscos y ponían a Índigo los pelos de punta y hacían que Grimya se agazapara con todo su cuerpo alerta. Pasos suaves sonaban a sus espaldas, que cesaban de inmediato en cuanto se volvían y se encontraban con el valle vacío y sin vida extendiéndose tras ellas. Rostros petrificados aparecían y desaparecían en las paredes de roca estratificada que se alzaban a cada uno de sus lados. Y en una ocasión vieron una enorme roca negra que bloqueaba el paso. Parecía infranqueable, pero cuando se acercaron, empezó a relucir y adoptó, por un brevísimo instante, la apariencia de una enorme fiera agazapada antes de desvanecerse por completo.

A medida que las alucinaciones continuaban persiguiéndolas, Grimya se volvía más inquieta y adoptaba actitudes más defensivas, gruñía a cada nueva manifestación. También los nervios de Índigo estaban muy alterados; de modo que ambas estaban poco preparadas para lo que les esperaba a la vuelta de una cerrada curva del valle.

Índigo, que iba algunos pasos por delante, se detuvo y lanzó un sorprendido juramento, y extendió una mano a modo de advertencia para detener a la loba cuando ésta llegó a su lado. A unos pocos pasos de ellas, visible sólo ahora que el sendero torcía entre dos elevados riscos, una enorme grieta cortaba el valle. Imponentes contrafuertes de piedra se asomaban a ambos lados, y la pared opuesta caía a pico en una sima negra.

Grimya descubrió los colmillos y los pelos del cuello se le erizaron.

«¡Otra ilusión!»

—Podría ser; pero no apostaría por ello.

A modo de prueba, Índigo dio un paso hacia adelante, sintiendo cómo su pie resbalaba de repente en el suelto esquisto. La grieta no parpadeó y se esfumó tal como había sucedido con la enorme piedra, y, teniendo muy presente el riesgo de perder el equilibrio tan cerca del borde, atisbo alrededor del contrafuerte que tenía a la derecha. El negro abismo se extendía entre las profundas sombras del risco hasta donde llegaba su vista, y cuando acercó una mano al extremo del precipicio, sintió roca sólida bajo sus dedos.

—Es real.

Se irguió, retrocediendo para dejar una distancia prudente entre ella y el borde de la grieta.

«Demasiado ancho para saltar», refunfuñó Grimya. «¿Qué vamos a hacer ahora?»

—No lo sé...

Al otro extremo de la falla podía ver que el sendero del valle continuaba por entre los picos. Pero parecía haber un segundo sendero, que se bifurcaba en el extremo y continuaba por una repisa estrecha que sobresalía de la pared vertical. Perpleja, se inclinó hacia fuera, mirando a su derecha...

«¡Ten cuidado!», le avisó Grimya.

—Lo tendré... pero... ¡ah! —Los ojos de Índigo brillaron cuando sus sospechas de que el sendero debía conducir a algún sitio se vieron justificadas—. ¡Mira, Grimya! ¡Hay un puente!

«¿Un puente?»

Grimya se acercó con cautela al borde hasta que también ella pudo mirar. Y allí, cubriendo la distancia que mediaba entre pared y pared, a no demasiada distancia, había un arco de piedra. Además, en su lado de la grieta, un sendero bien marcado llevaba hasta el puente siguiendo la curva del precipicio, el cual —ahora podían verlo bien— no caía en absoluto tan a pico como el lado opuesto. El sendero podía franquearse con facilidad, el puente parecía sólido y nada erosionado; incluso el sendero en la parte más alejada, juzgó Índigo, no precisaría más que unos nervios bien templados para atravesarlo.

Se volvió hacia la loba.

—Es la única forma de cruzar, Grimya. Debemos utilizarlo.

Grimya se lamió la nariz, algo indecisa.

«Será fácil para mí. Pero tú...»

—Acostumbraba a escalar los acantilados de mi país. —Sonrió con tristeza al recordar la osada temeridad de su infancia—. Todo irá bien. —Y antes de que Grimya pudiera decir nada se volvió y avanzó en dirección al borde del precipicio.