Durante algún tiempo anduvieron en silencio, roto tan sólo por sus propias pisadas y el sonido de las patas de Grimya. El silencio resultaba misterioso y anormal; llenaba la imaginación de ideas malsanas, y por fin Índigo no pudo soportarlo por más tiempo. Tenía que hablar —cualquier palabra por muy sin sentido que fuera, era mejor que aquel permanente y terrible vacío— y empezó a decir:
—Grimya...
La palabra murió en sus labios cuando una voz gigantesca y aterradora irrumpió en el valle procedente de la nada, un silbido titánico que se estrelló contra sus oídos en una demencial barrera sonora. Índigo aulló aterrorizada, llevándose ambas manos a los oídos y abandonado el sendero tambaleante para ir a chocar contra la pared de roca; con la visión empañada por las lágrimas que la conmoción y el sobresalto le habían provocado, vio cómo Grimya se agachaba y giraba sobre sí misma como un perro enloquecido y acorralado mientras buscaba en vano el origen del espantoso estruendo.
El sonido continuó, ampliándose y golpeando el cuerpo y el cerebro de Índigo como una onda psíquica. Entonces, de repente, el silbido se transformó en una monstruosa cascada de carcajadas enloquecidas que la hizo chillar de nuevo —aunque su voz quedó totalmente ahogada por el violento ataque sonoro— y se detuvo. Sus fuertes ecos se desperdigaron por las montañas, retrocediendo y desvaneciéndose hasta que el valle se hundió de nuevo en el silencio.
Índigo abrió los ojos muy despacio. Estaba de rodillas, el rostro apretado contra la pared del acantilado, las manos aferradas a la inexpugnable piedra como si en su terror ciego hubiera intentado abrirse paso a través de ella para huir del terrible ataque. Tenía las uñas de las manos rotas y brotaba sangre de debajo de ellas; sentía el escozor de arañazos en sus mejillas, y la sien le dolía allí donde había chocado con la roca. No podía creerlo, no podía asimilarlo. Su cuerpo se estremeció víctima de una serie de terribles y violentos escalofríos y se arrastró lejos de la pared, dando boqueadas, esforzándose por recobrar el aliento.
A su espalda, un débil gemido interrumpió el monstruoso silencio. Y allí estaba Grimya, el vientre aplastado contra el suelo, los colmillos al descubierto, temblando como poseída por un terrible mal. Los ojos de la loba miraban sin ver; cuando Índigo se arrastró junto a ella y la tocó, el animal dio un respingo como si le hubieran disparado, y tan sólo cuando la muchacha pasó sus brazos alrededor de su grueso cuello peludo y la abrazó con fuerza regresó a la mirada de la loba un cierto grado de inteligencia.
«Qu... qu...» Incluso telepáticamente, Grimya era incapaz de articular su pregunta. «Qué fue...»
—No lo sé...; que la Madre Tierra nos ayude, Grimya, ¡no lo sé!
Una piedra se movió bajo su pie y sintió cómo todo su cuerpo se ponía en tensión con momentáneo terror, como si el menor ruido extraño pudiera provocar el regreso de aquella voz monstruosa.
«¡Nunca había oído nada tan horrible!»
Grimya empezaba a recuperar el control en cierta medida; se sentó muy erguida, sacudiendo la cabeza.
«Me duelen... los oídos.» Parpadeó con rapidez. «¿Crees que fue otra de las jugadas del demonio?»
—No lo sé: sólo espero que sí. Si en estas montañas habita algo lo bastante grande como para poseer una voz como ésa, no quiero arriesgarme a un encuentro con él.
Índigo se puso en pie tambaleante, y sus ojos se entrecerraron mientras examinaba el sombrío sendero que tenían delante. Nada se movía, nada alteraba el silencio, y la cólera empezó a reemplazar la cada vez menos aguda conmoción de su cerebro.
—Creo que Némesis nos está gastando malas pasadas —dijo, no sin cierto veneno—. Su primer intento para matarnos fracasó; de modo que ahora intenta aterrorizarnos, y conseguir que caigamos víctimas más fácilmente de su segundo intento.
«Prefiero creer esto que creer que un monstruo gigantesco nos acecha. Al menos, con el demonio sabemos a qué nos enfrentamos», repuso Grimya con pasión. «Debemos seguir sin perder un instante. Hay que demostrarle a esta criatura que no le tememos.»
Tenía razón. Índigo se quitó el penetrante polvo marrón rojizo de las ropas y se pasó su áspera lengua por los labios resecos.
—Sí..., pero debemos estar doblemente en guardia a partir de ahora.
El sendero serpenteaba por entre las cumbres, ascendiendo de forma gradual pero constante a medida que penetraba más y más en las montañas. De momento no había habido más ilusiones, ni ningún nuevo signo de los trucos de Némesis, pero Índigo permanecía en constante alerta. De cuando en cuando levantaba la vista hacia la anormal estrella que parpadeaba tristemente sobre ellas. Su posición en el cielo permanecía inalterada, y recordó inquieta la forma en que el sol negro había aparecido en el horizonte de forma instantánea para trocar la noche por día. Parecía como si las leyes que gobernaban el tiempo en su propio mundo se hubieran vuelto locas aquí; y se preguntó qué sería de ella y de Grimya si la estrella se desvaneciera tan de repente como había surgido y las dejara en la oscuridad. La idea le hizo apresurar el paso, pero sólo por un instante, ya que enseguida comprendió que era una tontería. No tenían ni idea de la extensión de aquel sendero, ni de adonde las conducía; si las caprichosas fuerzas que gobernaban esta parodia de la naturaleza decidían gastarles una nueva broma, no podrían hacer nada por evitarlo.
Grimya, observó, empezaba a flaquear. La loba se había rezagado y la lengua colgaba de su boca, mientras que la cola se arrastraba por el polvo. Índigo se detuvo para que la alcanzara y le acarició la cabeza.
—Estás cansada, lo sé —dijo comprensiva—. Pero debemos seguir, Grimya. No hay nada para nosotras aquí. —Contempló el sendero que se perdía más allá—. Este camino no puede continuar
eternamente; seguro que no tardaremos en llegar al final.
La lengua de Grimya se balanceó desfallecida.
«Puedo soportarlo. Pero daría cualquier cosa por un poco de agua que beber.»
Durante unos instantes ninguna de las dos escuchó el débil sonido que siguió a las últimas palabras de la loba. Distante y vago, era como un suave susurro de hojas movidas por una ligera brisa; o, pensó Índigo con un sobresalto, al darse cuenta de pronto de su presencia y ponerse su mente a trabajar, como el parloteo ahogado de un arroyo subterráneo.
Sus dedos se cerraron sobre el pelaje de la loba y dijo con voz ronca:
—Grimya...
«¡Lo oigo!»
Los cabellos del lomo del animal se erizaron. El sonido crecía por momentos, y resultaba cada vez más claro.
«¡Agua! ¡Parece agua!»
Y Grimya se acababa de quejar en aquel momento de tener sed... La comprensión golpeó a Índigo como un rayo, y en ese mismo instante el lejano sonido creció hasta convertirse en un claro rugido...
—¡Grimya, sal del sendero! —aulló—. ¡Sube a la pared tan alto como puedas! ¡Deprisa!
Corrieron hacia un lugar donde un desprendimiento de piedras había formado un contrafuerte empinado pero escalable, y mientras trepaban por las traicioneras rocas pareció como si todo el acantilado empezara a temblar. El rugido martilleó en sus oídos, cada vez más fuerte, más cerca... Índigo resbaló y se arañó manos y tobillos, y Grimya la sujetó por una manga, tirando de ella con violencia hasta ponerla en pie de nuevo. Entonces, surgida de la curva del sendero que tenían delante, moviéndose con la velocidad de una violenta marea que las ensordecía con su titánico sonido, una enorme barrera de agua espumeante y agitada se precipitó atronadora a través del cañón.