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—¡Ya debieras poder hacer esto por ti misma, niña mía, en lugar de confiar en que la vieja Imyssa lo haga por ti! ¡Los huesos y espíritus de mis abuelas saben que he intentado enseñarte mis habilidades desde que apenas andabas, y saben, también, que posees el talento con tanta seguridad como cualquier mujer sabia que jamás haya existido! Pero no; nunca te has aplicado a tus estudios, como una chica obediente. Demasiado ocupada en montar a caballo, cazar y correr con los muchachos... ¡No me asombra que tu pobre madre, la reina, se desespere por ti algunas veces! —Se oyó el sonido del líquido al ser vertido, luego una cuchara de plata que se agitó con rapidez y mucho ruido en una copa de barro.

—Madre no se desespera conmigo —la contradijo Anghara—. Me acepta tal y como soy, querida Imyssa. Además, ¿de qué me servirán los conocimientos de brujería cuando esté casada?

—¿De qué? —la voz de Imyssa aumentó de potencia en el momento en que apareció en la puerta con la poción en la mano—. ¡De todo aquello que se te ocurra, y podría nombrarte unas cien cosas sin detenerme para respirar! Puedes ver más allá, puedes predecir el tiempo, tienes un don con los caballos y los perros que es la envidia de todos los habitantes de Carn Caille; ¡y no creas que no te he visto utilizar esos truquillos que te enseñé para doblegar la voluntad de cualquiera sin que se dé cuenta! Además está...

—Sí, sí —interrumpió Anghara con precipitación, consciente de que Imyssa podía y cumpliría su promesa de nombrar un centenar de diferentes posibilidades si no se lo impedía—. Pero no las necesito. —Sonrió—. No hace falta magia para convencer a Fenran de que piense como yo.

La nodriza sonrió burlona pero, dándose cuenta de que Anghara necesitaba más dormir que debatir, no hizo otro comentario y se limitó a entregarle la copa—. Ahí tienes. Bebe, y a la cama. —

Y en voz baja masculló—: ¡No los necesita, dice!

Anghara se tomó la poción, que estaba mezclada con zumo de manzana endulzado con miel y tenía un sabor delicioso, y no protestó cuando Imyssa corrió el tapiz-cortina sobre su ventana y bajó la mecha de su lámpara hasta dejarla en una punta apenas resplandeciente. Dejó que la vieja nodriza la empujara hasta la cama, y, mientras la cubría con la colcha hasta los hombros, Imyssa le dijo, con más dulzura:

—No te preocupes, pequeña. Tienes cosas más alegres en las que pensar que antiguas leyendas. Buenas noches, mi niña.

Imyssa despedía un agradable perfume a hojas frescas y a miel y al aroma prensado de las flores de las tierras bajas; aromas que transportaban recuerdos de la infancia; y Anghara extendió su brazo y con la suya apretó la mano arrugada de la mujer antes de que ésta apagara la lámpara y la habitación se sumiera en la reluciente semioscuridad de una noche de verano meridional.

CAPÍTULO 2

Para demostrar su alegría ante el inminente matrimonio, el rey Kalig había concedido a Fenran y a Anghara el excepcional honor de iniciar el baile en la fiesta de apertura de la temporada de caza. Al contemplarlos, mientras se dirigían al centro de la habitación ante el aplauso de todos los reunidos, Kalig se recostó en su asiento y sonrió, orgulloso de la imagen que ofrecían y muy satisfecho de la vida en general.

El baile de etiqueta era otra de las innovaciones que la reina Imogen había traído a la ignorante corte de Carn Caille. Se contaba entre sus entretenimientos favoritos, y al casarse había estado decidida a no verse privada de él. Le había costado mucha paciencia y tenacidad influir en Kalig y sus nobles para que refinaran el caótico y bullicioso retozar que acompañaba a veces las más embriagadas celebraciones de la corte; por último se llegó a un feliz compromiso al introducir algunos pasos fijos y un cierto elemento de gracia en las más bellas danzas populares antiguas. El «nuevo entretenimiento» alcanzó una sorprendente popularidad, e Imogen había descubierto un inesperado aliado en Fenran, que había disfrutado mucho de la música y el baile en casa de su propio padre.

Mientras contemplaba cómo la pareja se movía y giraba por todo el enorme salón cuyo techo cruzaban grandes vigas, Imogen pensó en la espléndida pareja que hacían. Anghara desdeñaba el convencionalismo de llevar el pelo trenzado y lo lucía tal y como le sentaba mejor: suelto y cayéndole sobre los hombros en una catarata cobriza que realzaba las sencillas líneas de su ajustado vestido verde. Era alta y delgada, elegante como un joven sauce; hacía honor a su sangre real. Y Fenran resultaba el complemento perfecto, la imagen de la elegante sobriedad en negro y gris, pero con una inteligencia en la mirada y una expresión resuelta, obstinada —quizás incluso ligeramente imprudente— en su rostro moreno que compensaban su aparente austeridad. El matrimonio entre aquellos dos jóvenes prometía un resultado mejor de lo que Imogen había esperado en un principio, ya que bajo el tórrido fuego de la pasión que ardía en ellos, existía ahora un firme núcleo de compatibilidad e igualdad de ideas que mantendría la llama encendida aun cuando la edad convirtiera la pasión en un agradable recuerdo.

Es curioso, pensó Imogen, cómo un acontecimiento tan insignificante como la llegada de Fenran a Carn Caille hacía poco más de dos años, había florecido hasta convertirse, contra toda probabilidad, en algo que cambiaría sus vidas. Aunque se sentía reacio entonces a hablar de su antigua vida, Fenran era el segundo hijo —o tercero, Imogen no podía recordar cuál— del conde Bray de El Reducto, una gran isla justo al otro extremo del mundo, en el lejano norte. Una disputa familiar había dado como resultado el que Fenran abandonara su país a la edad de dieciocho años, momento desde el cual había vagado por el mundo vendiendo su cerebro o su vigor a cualquiera que quisiera emplearlo. Había llegado a las Islas Meridionales como miembro temporal de la tripulación de un carguero procedente del este, y un capricho de la suerte lo había conducido a Carn Caille cuando un capataz de la comitiva destinada a llevar la carga desde el Puerto de Ranna a la corte de Kalig contrajo unas fiebres y Fenran ocupó su lugar. Como le gustó lo que vio del intransigente pero generoso sur, Fenran se propuso congraciarse con él y demostrarse digno del servicio al rey. No tardó mucho en convertirse en guarda de los inmensos bosques de caza que lindaban con la fortaleza de Kalig.

Kalig sujetaba con fuerza el timón de su reino y pocas cosas escapaban a su atención, de modo que la diplomacia especial con que su nuevo guarda dirimía las disputas territoriales entre sus guardabosques no tardó en llegar a su conocimiento. Tras entrevistarse con Fenran, se sintió impresionado por la franqueza e inteligencia del joven, y éste se vio ascendido al servicio directo del rey, con su propio alojamiento en Carn Caille y un lugar a la mesa de la familia real. Anghara, al encontrarse por primera vez con el nuevo brazo derecho de su padre, había reconocido en él una mente aguda, un ingenio vivo, y un sentido de la independencia y del valor que se avenían mucho al suyo.

Imogen pensó con satisfacción que este emparejamiento era todo lo que deseaba para su hija; su única preocupación era que el esposo de Anghara, tanto si era un príncipe como un mendigo, la hiciera feliz, y sobre aquel punto no tenía ninguna duda. Una mano familiar sobre su brazo la sacó de su ensimismamiento, y se volvió para ver a Kalig que se inclinaba ligeramente hacia adelante en su sillón. Le sonreía, sus cejas enarcadas en una divertida invitación, y desde todas las mesas de alrededor la gente los observaba con expectación. Al comprender qué se le pedía, Imogen se puso en pie con elegancia y dejó que los dedos de Kalig se entrelazaran con los suyos. Se inclinaron el uno ante el otro en medio de grandes aplausos, y entonces él la apartó de la mesa para seguir a Anghara y a Fenran en el remolino de la danza.