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Se volvió para mirar a Grimya, que la había seguido.

—Voy a entrar. No tienes que entrar conmigo, Grimya; pero debo encontrar a Némesis de nuevo.

Grimya lanzó un resoplido.

«¿Crees que dejaré que te enfrentes a lo que sea que haya ahí dentro, tú sola?»

Dio un paso hacia adelante y atisbo en las negras fauces de la arcada.

«No huelo nada malo. ¿Entramos a ver qué nos ha preparado el demonio?»

Atravesaron bajo el arco, y salieron de las brumas tan de repente que, por un momento, Índigo se sintió desorientada, y a la vez terriblemente vulnerable sin la blanda neblina blanca para envolverla. Grimya se sacudió, con lo que lanzó una rociada de agua en todas direcciones; luego dio algunos pasos hacia el interior. Índigo la siguió; aguzó la vista para poder ver en la penumbra, pero todo lo que pudo discernir fue el débil reflejo de las paredes de mármol de un pasillo o un túnel que se extendía delante de ellas. El suelo era también de mármol, y sentía el frío de su lisa superficie traspasar las suelas de sus botas. Si aquel lugar había sido creado por demonios, pensó, su solidez y su forma eran muy tranquilizadoras sin embargo. Era como si hubiera penetrado en uno de los elegantes palacios orientales que su madre le había descrito tan a menudo, o...

El pensamiento se fundió en un molesto escalofrío, un brusco descubrimiento de que algo de aquel corredor le era de algún modo familiar. Se detuvo, clavando los ojos en las veteadas paredes mientras se estrujaba el cerebro; pero no acertaba a dar con la conexión.

«¿Índigo?»

Grimya estaba algo más adelante y se había detenido para mirar a su espalda. Estaba entre las sombras y sólo se veía el brillo de sus ojos.

«Hay unos escalones aquí.»

Dejando a un lado la pregunta no contestada, Índigo fue a reunirse con ella, y vio que el pasillo terminaba en un tramo de escalones que torcía oblicuamente hacia abajo. La sensación de que aquello le era conocido regresó, esta vez con más fuerza; pero de nuevo su naturaleza se le escapó cuando intentó asirla.

«¿Seguimos la escalera?», inquirió Grimya.

—Sí..., sí, creo que deberíamos hacerlo.

Fue ella quien se puso a la cabeza esta vez, mientras Grimya la seguía con gran dificultad al no estar familiarizada con las escaleras, pero aquella persistente sensación se negaba a abandonarla. Había recorrido aquel camino con anterioridad, o uno tan parecido a aquél que las diferencias eran casi imperceptibles. Pero ¿dónde? ¿Dónde?

Entonces le vino a la mente de pronto, y la revelación resultó tan desconcertante que se detuvo en seco, con un espantoso y estrangulado sonido aprisionado en su garganta.

«¿Qué sucede?»

Grimya se apresuró a ponerse a su lado, atisbando por entre la oscuridad. Un poco más abajo, el tramo de escaleras terminaba en un elevado y estrecho arco; más allá, se entreveía el parpadeo de una pálida luz.

—No... no puedo. —Índigo se sintió como si se ahogara mientras contemplaba la puerta con creciente horror—. Es... ¡No puedo! —Empezó a temblar de forma incontrolada.

«Hay luz allí delante.»

Grimya intentó sonar tranquilizadora, pero se sentía confundida y preocupada por el extraño comportamiento de Índigo.

Oh, desde luego; habría luz sin la menor duda. La cálida y confortable luz del fuego que ardía en la gran chimenea de la habitación situada al otro lado de la puerta. Lo conocía todo: el pasillo, estas escaleras, el arco, la sala, porque le era tan familiar como su propio cuerpo. Lo había conocido toda su vida, y el hecho de que las dimensiones estuvieran algo desproporcionadas, y el granito se hubiera transformado en mármol, no importaba en absoluto.

Estaban en Carn Caille.

Le resultaba imposible moverse. Los gañidos y empujones que le daba Grimya con el morro no provocaban en ella la menor reacción; tan sólo cuando la loba introdujo con fuerza su frío hocico en uno de los puños apretados de la muchacha consiguió ésta por fin salir de su inmovilidad con una convulsionada sacudida.

«¿Qué sucede?», preguntó Grimya con ansiedad. «¡No veo nada a lo que hayamos de temer!»

—Oh, pero yo sí... —Las palabras chirriaron a través de los dientes de Índigo.

Despacio, casi sin darse cuenta de lo que hacía, bajó un escalón, y percibió un desigual declive del mármol, un lugar donde un pedazo del escalón se había roto hacía tantos años que el áspero reborde estaba ahora liso de tanto pisarlo. Sería el quinto escalón desde el pie de la escalera... Miró, contó, y se mordió la lengua cuando su recuerdo se vio confirmado. En una ocasión había caído en aquella escalera, tenía entonces seis años, e Imyssa la había consolado y lavado la herida con uno de sus ungüentos de hierbas...

El temblor se convirtió en violentas convulsiones que sacudieron su columna vertebral. Bajó otro escalón. Grimya se mantuvo a su lado; la miraba preocupada a los ojos tratando de averiguar qué pensaba. Pero sus pensamientos eran demasiado turbulentos; demasiado incontrolados... Otro escalón, otro más, y estaba ya al pie de la escalera, frente a la arcada y a su puerta abierta.

Esto era lo que Némesis había querido decir cuando le había echado en cara sus propios deseos. Pregunta a tu corazón, a tu alma: ¿qué es aquello con lo que realmente sueñas? Había sabido la respuesta entonces, pero se había negado a reconocerlo o a admitirla. Ahora, ésta se había alzado del reino de los fantasmas para enfrentarse a ella.

Índigo avanzó dando un traspié y se agarró a la piedra esculpida que enmarcaba la entrada. No podía huir de aquello: no había ningún sitio al que pudiera ir. No podía hacer más que enfrentarse a ello, y rezar porque no le faltara el valor. Aspiró muy profundamente, el aire frío le hirió la garganta, y cruzó el umbral.

Todo estaba tal y como ella lo había conocido. Allí estaban las altas ventanas, con las cortinas echadas por ser de noche. Allí estaban las largas mesas de los banquetes, aunque también ellas, al igual que las paredes, habían sido convertidas en mármol. Allí estaba la magnífica chimenea con el fuego encendido; pero las llamas no tenían el reconfortante color dorado y anaranjado del fuego auténtico. En lugar de ello, ardían con un pálido color azul nacarado, y no desprendían el menor

calor. Llamas fantasmales; un eco de la realidad en la sala vacía.

No quería volver la cabeza hacia el lugar donde sabía que estaría la plataforma real, pero una fuerza la obligaba a saberlo o todo o nada. Y allí estaba la mesa principal, el enorme sillón labrado del rey, de mármol ahora como todo lo demás, sus brillantes almohadones rojos convertidos en otros de un apagado verde azulado.

Fantasmas...

En lo más profundo del sillón del rey, se movió una delgada figura.

Grimya gruñó, con los pelos del lomo erizados, e Índigo sintió el cálido contacto de la piel de la loba contra su pierna cuando Némesis se puso en pie con una elegancia obscena. Extendió una mano, en sardónica parodia de un saludo real.

—Bienvenida a casa, Índigo.

Ella siseó una maldición y enseguida ladeó la cabeza, repelida y enloquecida por la visión de una criatura tal sentada en el lugar —incluso aunque fuera la réplica de aquel lugar— que había sido de su padre. Sus dedos se cerraron con fuerza sobre la piel de Grimya; la presencia de la loba le proporcionaba un hilillo de consuelo, aunque era un hilo débil e inseguro.