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—¡Ésta no es mi casa! —Soltó las palabras con todo el desprecio del que fue capaz, y Némesis dejó escapar su suave risita.

—Cierto. Y Carn Caille, el auténtico Carn Caille, te está vedado. Pero podría ser diferente, si lo deseas. —El demonio le dedicó una sonrisa calculadora.

—¡No lo deseo! —La violenta refutación de Índigo fue apoyada por un gruñido de Grimya.

Némesis ignoró a la loba y regresó a la silla, trazó un dibujo con los dedos en los brazos labrados mientras paseaba con deliberación alrededor de la plataforma. Luego se detuvo, la miró de nuevo, y sus ojos plateados centellearon con peligrosa seguridad en sí misma. —¿Estás segura de eso? Después de todo, fuiste feliz en Carn Caille. La mayoría de tus recuerdos son agradables, ¿no es así? —E hizo chasquear los dedos.

Índigo estaba totalmente desprevenida para lo que sucedió. Abrió la boca para maldecir a Némesis de nuevo y su mandíbula se cerró con incrédulo horror cuando una figura penetró por la puerta, de detrás de la plataforma que sólo su familia había utilizado. Cabellos castaños, encanecido pero todavía abundante; un ahorro de movimientos que contrastaba con su corpulencia, la marca del guerrero diestro y valiente; las ropas, el cinturón tachonado, la espada de gala, el desgarrón en su capa que Imyssa había zurcido...

Índigo se tambaleó hacia atrás y cayó casi encima de Grimya; se llevó una mano a la boca al tiempo que su voz se alzaba en un gemido ahogado.

—Padre...

Némesis chasqueó los dedos de nuevo. Y detrás de Kalig apareció la reina Imogen, serena y sonriente, tomada de la mano por su esposo con graciosa formalidad mientras se dirigían a sus asientos. E inmediatamente después, Kirra, despeinado y sonriente, como si recordara alguna broma sólo conocida por él.

Su familia. Sus parientes más cercanos; sus desaparecidos seres queridos... Índigo intentó gritar una negativa a esta espantosa posibilidad, pero el único sonido que consiguió producir fue un apenas audible e inarticulado grito de dolor y desesperación. De rodillas ahora, e inconsciente a la presencia de Grimya, que seguía de pie gruñendo y con los pelos del lomo erizados en protectora amenaza delante de ella, no podía hacer otra cosa que mirar paralizada, mientras Némesis se hacía a un lado para permitir que el rey y la reina ocuparan sus lugares en la mesa principal. Los labios de su madre se movían, y su padre rió como respuesta; pero ningún sonido surgió de sus bocas. Y tampoco parecieron darse cuenta de la presencia de Némesis ni de su aturdida hija, sino que se sentaron en sus sillas, y amontonaron comida invisible en platos invisibles, y se llevaron copas de vino invisibles a los labios. Eran máscaras, que representaban sus papeles en fantasmal silencio; fantasmas que en la muerte representaban de una forma insensata los placeres cotidianos de que habían disfrutado en vida.

—Recuerdos —dijo Némesis con crueldad—. ¿No te recuerdan la herencia que te ha sido robada?

Índigo escuchó la voz mental de Grimya como quien intenta despertar de una pesadilla, procedente del mundo real pero inalcanzable, inconexa; sólo cuando la loba apretó su cálido y sólido cuerpo contra ella consiguieron penetrar las palabras en su conciencia y resultar coherentes en su cerebro.

«Índigo, ¿qué sucede? ¿Qué ves? ¡Dímelo!»

—Mi familia... —Su lengua estaba reseca y apergaminada en su boca, y alzó una mano temblorosa para indicar hacia la mesa principal. —Están ahí, en esta sala—. ¡Mi familia!

Grimya miró con atención y vio únicamente a Némesis y las sillas de mármol vacías. El demonio sonrió ante su confusión.

—Tu amiga loba carece de nuestra sutileza, Índigo.

Dio un paso hacia adelante y Grimya se agazapó para saltar, mostrando los colmillos amenazadora. Némesis no le hizo el menor caso, pero la intervención del animal liberó a Índigo de su parálisis.

—Están muertos. —Se puso en pie, dio un paso, dos, en dirección a Némesis. Detrás del demonio, en la mesa, Kalig, Imogen y Kirra continuaron su silenciosa mascarada sin sentido; no podía soportar su visión—. Muertos —repitió—. No puedes volverlos a la vida. ¡No puedes hacerme creer que puedes volverlos a la vida!

—Desde luego —Némesis reconoció esta verdad con una maliciosa inclinación de cabeza—. No soy tan estúpida como para intentar negarlo. Pero aunque tu familia esté más allá de mis posibilidades para devolverla a la vida, existe otro a quien amaste; y él todavía vive, en cierta forma. El es el quid del trato que me gustaría hacer contigo.

El poco color que quedaba aún en el rostro de Índigo desapareció; su piel se volvió repentinamente gris como el cielo invernal.

—¿Trato...?

No, gritó algo en su interior. No escuches; no dejes ni que pronuncie las palabras...

Némesis sonrió, una obscenidad en el inocente rostro de la criatura.

—Deja que te muestre lo que tengo que ofrecer. —Levantó una mano, hizo un gesto indolente, y los fantasmas de Kalig, Imogen y Kirra se inmovilizaron; hizo otro gesto, y las figuras se disolvieron como el humo produciendo una ligera brisa.

Índigo contempló, paralizada, los espacios vacíos, y Némesis extendió la mano en dirección a la puerta que había detrás de la plataforma.

Subió a la plataforma tambaleante como si unas manos invisibles lo empujaran, y se quedó allí balanceándose, aturdido, asido al borde de la mesa para no caer. Índigo intentó dar voz a la violenta sensación de rechazo que aullaba en su mente pero sus cuerdas vocales estaban paralizadas, agarrotadas. Todo lo que podía hacer era mirar fijamente los cabellos empapados de sudor, los huesos del rostro casi cadavérico, los ojos grises desenfocados y enloquecidos por el recuerdo de imágenes que la muchacha no podía comprender. Llevaba las ropas manchadas de sangre que vestía

cuando ella lo vio caer víctima del demonio en el patio de Carn Caille. Y todavía, de una forma horrible, espantosa, continuaba sangrando...

Grimya alzó la cabeza y dejo escapar un prolongado y terrible aullido. El sonido sacó a Índigo de su conmocionada inmovilidad, y, capaz de hablar ahora, gritó:

—Fenran... ¡Oh, amor mío!

Fenran levantó la cabeza con dificultad. Sus miradas se encontraron, y la comprensión apareció en los ojos del joven como si alguien lo hubiera abofeteado en pleno rostro. Chocó contra la mesa, tropezó y estuvo a punto de caer de rodillas.

—¡Anghara!

Dio un paso hacia él, temblando; se detuvo al darse cuenta de que no se atrevía a acercarse por miedo a que también él se disolviera en la nada y lo perdiera.

—Fenran, ¿qué te han hecho? —Se volvió temblorosa hacia el sonriente demonio—. ¿Qué le has hecho?

—Ya conoces el destino de tu amor. —Los ojos de Némesis brillaban maliciosos—. Y sufrirá siempre tal y como lo hace ahora, a menos que decidas liberarlo.

Índigo empezó a retroceder, a alejarse de la plataforma.

—No es real —siseó, aunque mientras las pronunciaba, no creía en sus propias palabras—. Intentas engañarme; es tan real como mi padre, mi madre, mi...

—Es tan real como tú —Némesis interrumpió su protesta con cruel indiferencia—. Compruébalo por ti misma. Tócalo.

—No...

—Tócalo, Índigo.

Le aterrorizaba aceptar el desafío, pero una fuerza interior la obligó a avanzar despacio y subir a la plataforma. Como si estuviera atrapada en un sueño horrible vio cómo Fenran alzaba la cabeza. Sus ojos captaron cada detalle del destrozado rostro del joven: el sudor, la tensión, su textura agrietada y quebradiza, las hundidas mejillas y cuencas de los ojos. Lo habían destrozado en cuerpo y espíritu, y la terrible expresión que mezclaba esperanza con temor y con una incapacidad de creer en sus propios ojos era casi más de lo que la muchacha podía soportar.