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Pronunció el nombre con la mente, y su garganta lanzó un salvaje rugido. El temor pintado en los ojos de la criatura envuelta de gusanos que estaba sobre la plataforma se tornó de repente en frustrada cólera; cuando las dos lobas empezaron a arrastrarse hacia ella con los estómagos casi pegados al suelo, Némesis abrió la boca y sus mandíbulas se abrieron de par en par, cada vez más dilatadas, extendiéndose hasta los límites de lo imposible mientras el demonio empezaba a cambiar de forma. Su cuerpo se retorció sinuoso, su piel adquirió un brillo nacarado, los colmillos gotearon veneno en la cavernosa boca y una serpiente gigantesca se alzó por encima de sus cabezas, siseando

con un sonido que parecía un trueno.

La loba que era Índigo lanzó un gañido y se echó hacia atrás acobardada, pero la voz de Grimya gritó:

«¡Ilusión! ¡Ilusión!»

Y de repente recordó que, al igual que Grimya no lo olvidaba, cualquiera que fuera su forma, por muy terrible que pareciera su aparente amenaza, la criatura que tenía delante era Némesis y nada más. Y ella era más poderosa de lo que Némesis podía esperar ser jamás.

Su gañido se transformó en aullido, y las dos saltaron a la vez, sus músculos proyectándolas desde el suelo, directamente contra la balanceante serpiente. Hubo un agudo silbido, una ráfaga de luz, y la cosa en forma de serpiente se derrumbó ante el ataque de las lobas, enroscándose y golpeando con la cola mientras ellas la acometían. Un rostro contorsionado de ojos plateados se alzó ante la mirada de Índigo; mordió, le pareció sentir cómo sus mandíbulas aplastaban hueso, luego lanzó un gruñido de rabia cuando su presa se disolvió en una bola de luz que pasó a toda velocidad entre ella y Grimya en el mismo instante en que se revolvían sobre sí mismas para atraparla. El brillante cometa centelleó en dirección a la enorme chimenea, y las frías llamas del fuego se alzaron de repente en una elevada columna que adoptó la forma de un ardiente oso plateado de las nieves, casi cinco veces el tamaño de Índigo y Grimya. Ojos que eran como tizones encendidos las miraron enloquecidos; las mandíbulas se separaron para mostrar fuegos infernales reluciendo en el interior de la enorme y amenazante boca, y el aterrador fantasma empezó a avanzar hacia ellas, despacio y deliberadamente.

Un terror lupino, primario e innato, se debatió con su propia furia en un intento por controlar los instintos de Índigo. Tanto humanos como lobos temían a estos grandes señores de la tundra, y con buen motivo; un golpe de una de sus enormes zarpas podía abrir el vientre o romper el cuello del más hábil de los cazadores. Y este horror era dos veces el tamaño de cualquier oso de las nieves que jamás hubiera existido.

Pero era una ilusión, ilusión. Repitió las palabras de Grimya una y otra vez en su cerebro, y mientras las dos lobas se movían en círculo para flanquear al monstruo, su mirada jamás se apartó de la enorme cabeza que se balanceaba amenazadora. La adrenalina empezó a fluir por sus venas e hizo que se estremeciera de ansiedad; el espectro del oso abrió la boca, rugió...

Y Grimya gritó:

«¡Ahora!»

Saltaron a un tiempo, y por toda la sala resonó una terrible retahíla de rugidos, gruñidos y gañidos cuando atacaron a Némesis con todas sus fuerzas. El demonio agitó los brazos y golpeó, pero aunque su forma de oso era muy real, era demasiado lento y pesado para infligirles daño; había confiado en su poder intimidatorio, y la estratagema había fallado.

Índigo se sintió exultante en su recién encontrado poder y su sangre hirvió llena de violentas sensaciones; la alegría de la caza, el frenesí de dar muerte a la presa, el sabor salvaje de la victoria inminente; y por debajo de todo ello y arrojándola a nuevos niveles de fiereza, estaba su odio humano por el demonio que tan cerca había estado de sellar su perdición.

La cosa que era Némesis rugió de nuevo, y la figura del oso se transformó en la de un dragón que golpeaba sus alas de escamas plateadas y lanzaba un fuego helado. Los dientes de Grimya se hundieron en una de las alas y tiró del monstruo haciéndole perder el equilibrio mientras Índigo saltaba en dirección a su cuello de serpiente. Gruñía y rugía sedienta de sangre pero su furia se vio frustrada cuando el dragón se transformó en un águila que se elevó como una flecha hacia el techo. Encogió los músculos con desesperación, saltó, y sus fieras mandíbulas se cerraron sobre un extremo de la cola del águila. Pájaro y loba se estrellaron contra el suelo juntos, y el águila se convirtió en una espantosa quimera, medio chacal, simio y sapo, con seis piernas, alas, una boca enorme y sin pelo. En su forma humana, Índigo hubiera retrocedido ante aquella obscenidad llena de repulsión, pero la loba Índigo se lanzó con un furioso gruñido en su persecución mientras la quimera batía las alas y se arrastraba, chillando, por toda la sala. Al tiempo que corría, su cuerpo cambiaba una y otra vez, como si Némesis hubiera perdido el control de su poder para cambiar de forma; animales, pájaros, peces, reptiles, y otras cosas repugnantes e irreconocibles competían por poder manifestarse, aunque fuera por breves instantes.

Y entonces el demonio ya no pudo seguir su huida. Estaba acorralado, las dos lobas avanzaban amenazadoras hacia él... Se produjo un resplandor, y de repente la quimera había desaparecido, y en su lugar estaba la criatura de malévolos ojos plateados, con los brazos extendidos contra la pared de mármol.

Índigo se sintió invadida por la repugnancia y la aversión y todo su cuerpo empezó a temblar.

—¡Mátala! —Su voz era una explosión gutural y vengativa—. ¡Mátala!

Némesis rió:

—No puedes matarme. Somos una sola persona y la misma.

—¡Jamás!

Los ojos plateados relucieron salvajes.

—¡Hazme pedazos, y regresaré a ti en otra forma! ¡Nunca te librarás de mí, Índigo!

Índigo perdió el control. Con un aullido de furia enloquecida se arrojó contra Némesis y, entre gruñidos, desgarró, hizo pedazos con sus colmillos que destrozaban el convulsionado cuerpo de la criatura; arañó con sus garras hasta sacar al descubierto los huesos. Todo su dominio sobre sí misma había desaparecido; no oyó cómo Grimya le gritaba que se detuviera, y sólo cuando un cuerpo pesado chocó contra ella, y unos dientes la agarraron por el pescuezo y la separaron de su víctima, salió a la superficie un atisbo de razón por entre la caótica conmoción producida por sus emociones desbordadas.

«¡Indigo, detente!», gritó Grimya. ¡El demonio se ha ido!»

Se dejó caer sobre el suelo de la sala, jadeante mientras su visión se aclaraba lentamente. Y allí, entre sus patas delanteras, estaba el traje que había constituido el único vestido de la criatura, un pedazo de tela destrozada. Némesis se había desvanecido.

—¡Noooo!

La frustración y la angustia se mezclaron con la furia en el aullido de protesta de Índigo, y el aullido se transformó en un identificable alarido humano. La sala giró vertiginosamente a su alrededor; empezó a retorcer su cuerpo, se dio cuenta de que perdía el sentido de la coordinación, se dejó caer de nuevo. Y una mano —una mano humana— se cerró en el vacío mientras gritaba:

—¡Némesis! ¡Némesis!

Procedente de la chimenea, oscura y vacía ahora, le llegó, como en un suspiro, el eco de una débil carcajada. Entre convulsiones, Índigo trató de ponerse en pie, pero Grimya la detuvo.

«No sirve de nada. El demonio se nos ha escapado.»

Índigo no podía recuperar el equilibrio; su conciencia seguía balanceándose en el vértigo entre lo humano y lo lupino. Se dejó caer hecha un ovillo sobre el suelo, el temblor haciendo rechinar sus dientes ante la rabia y la desilusión de la derrota.