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«Lo intentamos.» Grimya hablaba llena de pesar. «Hicimos todo lo que pudimos, pero no fue suficiente. Lo siento.»

—Ojalá... —empezó a decir Índigo, salvaje, luego sacudió la cabeza—. No. No importa ahora. — Levantó la cabeza y apartó de los ojos los cabellos empapados de sudor; entonces se detuvo, los ojos desorbitados mientras se posaban en el extremo opuesto de la sala.

—¡Fenran!

Las palabras surgieron con un jadeo. Había imaginado que él, también, habría desaparecido; que Némesis se lo habría llevado con ella. Pero no; el joven estaba allí de pie, e intentaba, desfallecido pero con determinación, rodear la mesa situada sobre la plataforma. Qué había visto, si había presenciado o no su transformación, ella no lo sabía; sus ojos estaban abiertos de par en par, febriles, y parecía ser víctima de una tremenda conmoción. Pero intentaba acercase a ella.

—¡Fenran!

Se puso en pie con dificultad, luchando contra la desorientación que la dominaba, y empezó a correr hacia él.

Había recorrido ya la mitad de la sala cuando el primero de los árboles negros se abrió paso a través del suelo de mármol para cortarle el avance. Ramas grotescas y distorsionadas, cubiertas de espinos tan largos como su brazo, chocaron y se retorcieron en una espantosa parodia de vida, y ella se desvió bruscamente a un lado con un aullido de sorpresa y contrariedad. Un segundo árbol hizo su aparición junto al primero en el mismo instante en que ella se volvía para esquivar los afilados espinos; otro apareció tras éste, y otro... y el horror embargó a Índigo al darse cuenta de lo que sucedía.

Frenética, se arrojó contra la barrera. Los espinos desgarraron sus ropas, su piel, se enredaron en sus cabellos; golpeó y tiró de las retorcidas ramas mientras chillaba el nombre de Fenran; lo vio a punto de saltar de la plataforma para ir hacia ella, vio cómo más de aquellos espantosos árboles se alzaban delante y detrás de él, atrapándolo en un mortífero y cada vez más apretado círculo...

—¡No! ¡Ah, no!

Fenran se revolvió al darse cuenta del peligro, pero era demasiado tarde. Unas ramas negras se desenroscaron como serpientes para enrollarse en sus brazos y sus piernas; se debatió, mientras los espinos se clavaban en su cuerpo y el espantoso bosque viviente se alzaba más alto, más espeso, para engullirla.

Índigo gritaba como enloquecida, sus ojos desencajados mientras luchaba en vano por abrirse paso a través de la barrera y llegar hasta él; hasta que de repente la maraña de ramas bajo sus manos agitadas se estremeció, se deformó, perdió su solidez. Durante un instante que le pareció eterno una imagen de Fenran quedó grabada en su mente, inmóvil e impotente entre los espinos, su rostro blanco como el papel en terrible contraste con la negra telaraña de los árboles, su boca abierta y torcida en un mudo grito de agonía. Entonces toda aquella imagen se estremeció ante sus ojos, y el bosque, y Fenran con él, se disolvió en un silencioso y brillante espejismo y desapareció.

Índigo se quedó rígida en el centro de la vacía sala, contemplando con muda incredulidad la plataforma, la mesa, las sillas vacías. Tan cerca, tan al alcance de la mano... y se lo habían arrebatado, arrastrado de nuevo al odioso mundo astral de su tormento, donde no tenía la menor esperanza de poder seguirlo y encontrarlo de nuevo. Casi lo había alcanzado. Pero el casi no era suficiente: había desaparecido y ella le había fallado.

Grimya se deslizó a su lado, pero en cuanto notó el suave contacto de la loba, Índigo se apartó con violencia y se acercó a la plataforma. Subió a ella, se quedó mirando la mesa, las sillas, y por un instante deseó darles patadas, arrojarlo todo al suelo, destrozarlo, partirlo y destruirlo codo ciega de desesperación. Pero no serviría de nada, argüyó la parte más cuerda de su cerebro; no serviría de

nada. ¿Qué ganaría desahogando su amargura en objetos inanimados? Eso no le devolvería a Fenran.

«¿Índigo?»

Grimya la había seguido, y su vacilante pregunta estaba llena de piedad. Miró con ansiedad al rostro de su amiga y vio que los ojos de Índigo estaban cerrados con fuerza y que se mordía el labio inferior mientras las lágrimas se abrían paso despacio por entre sus pestañas y rodaban por sus mejillas.

«Índigo, si puedo...»

Índigo la interrumpió con un fuerte sollozo, y se cubrió el rostro con ambas manos. Se dejó caer sobre la silla más cercana y se dobló hacia adelante, la cabeza enterrada en los brazos mientras su cuerpo se agitaba estremecido, víctima de un silencioso y desesperado llanto.

Grimya sabía que no había nada que pudiera hacer. El tiempo parecía haberse detenido en la sala desierta; no había nada más que la quietud, la penumbra y la destrozada y temblorosa figura de su amiga que lloraba como si su alma fuera a partirse por el peso de su dolor. Grimya se tumbó a los pies de Índigo, la barbilla apoyada en las patas delanteras; llena de tristeza, deseó poseer alguna habilidad, algún poder mágico, que pudiera traerle consuelo o esperanza. Pero de nada servía desearlo si no era posible. La tempestad que rugía en el interior de Índigo pasaría por sí misma y en su momento.

Y por fin los estremecidos sollozos empezaron a calmarse. Grimya la observó, llena de inquietud e Índigo levantó la cabeza.

Su cara estaba blanca y desfigurada, y la tensión sufrida señalaba su rostro como si fuera ácido. Pero sus ojos mostraban la terrible calma de un dolor que puede y debe ser soportado. Grimya se puso en pie. Se sentía reacia a hablar, sin embargo deseaba comunicar la piedad que sentía, por si podía servir de algo. Indecisa, dejó que su garganta lanzara un débil sonido, e Índigo bajó los ojos hacia ella.

Grimya... —Una mano se posó sobre la parte superior de su cabeza, y acarició una de las sedosas orejas—. Yo...

«No sientas que debes decir lo que hay en tu corazón», repuso la loba. «Comprendo. Y las palabras no son suficientes.»

La muchacha asintió. No existían palabras para expresar las emociones que se movían como una marea lenta y poderosa en su interior, lo que sentía era demasiado íntimo, y le afectaba muy profundamente. Sólo podía afligirse, en silencio, en privado, sin esperanza de obtener consuelo.

«Debemos abandonar este lugar. No hay nada más que podamos hacer aquí.»

La loba le hablaba con dulzura, suavemente.

—Irnos...

Índigo paseó la mirada por la sala, como si necesitara de algún tiempo para comprender lo que veía. Su mirada se detuvo en la enorme chimenea con su vacío interior, en las elevadas ventanas cubiertas por cortinas, en los contornos de las vigas y en las paredes. Resultaba familiar; tan familiar... pero no era realmente Carn Caille. Y en un extremo de la sala, en un rincón, había algo que confirmaba sardónicamente la ilusión, algo que parecía un arrugado chal gris que alguien hubiera abandonado en el suelo...

Sí; era hora de marchar. Pero no por el mismo camino por el que habían venido: no quería pasar por entre las altas ventanas, junto a la enorme chimenea, y entre las hileras de fantasmas que guardaba su propia memoria. Se volvió. A su espalda estaba la pequeña puerta, la réplica de la entrada real privada a la gran sala de Carn Caille. Qué habría detrás de ella en este reino inhumano no lo sabía. Pero sea lo que sea que ocultase, podía enfrentarse a ello, su camino la llevaba adelante, no hacia atrás.

Grimya permaneció pegada a ella mientras se dirigía a la pequeña puerta y colocaba la mano sobre ella. Incluso el pestillo era de mármol, aunque funcionaba perfectamente. Empezó a levantarlo, luego miró sobre su hombro por última vez, y a Grimya le pareció que miraba más allá de las dimensiones físicas de la sala, quizás incluso más allá de este mundo, para contemplar algo o a alguien invisible a otros ojos que no fueran los suyos.