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—Adiós, amor. —Lo dijo con tanta suavidad que las palabras apenas si resultaron audibles—. Te encontraré de nuevo, no importa lo que deba hacer para ello. Pongo a la Madre Tierra por testigo de que te encontraré. —Y dio la espalda a la sala vacía, y abrió la puerta.

Sus ojos se encontraron con unos suaves copos blancos, que caían en silencio y sin interrupción sobre un telón e fondo de aterciopelada oscuridad. Índigo sintió el gélido y escalofriante soplo del aire húmedo en sus mejillas, saboreó el frío agridulce de la noche, vio el relucir de ramas entrecruzadas, sin hojas y vagamente fosforescentes, más adelante. Y a lo lejos, entre los árboles, alguien aguardaba.

Grimya preguntó, su voz una extraña mezcla de incertidumbre y temor:

«¿Quién es...?»

Pero Índigo lo sabía, y avanzó; atravesó la puerta y penetró en la oscura región que había tras ella. Sintió sus pies hundirse en la blanda suavidad de la nieve, sintió el aguijoneo de los fríos copos que rozaban su piel, sus cabellos, sus manos; escuchó el profundo, profundísimo silencio del invierno como una lejana canción en sus oídos.

La figura no fue a su encuentro, sino que aguardó allí donde se iniciaba el enrejado que formaban los arbolillos. Su capa era ahora de piel, de un pálido tono leonado como el pelaje de un gran gato montes. Pero la brillante cabellera castaña seguía invariable, y también los ojos dorados, y la triste y enigmática sonrisa.

—Índigo, hija mía —dijo con dulzura el emisario de la Madre Tierra—. Esperaba tu regreso.

CAPÍTULO 18

Durante un largo y silencioso momento, Índigo contempló sin poder decir nada el rostro sereno y hermoso del ser resplandeciente. Y despacio, tan despacio que resultaba como el despertar de una larga fiebre, la comprensión se hizo en su mente. Los árboles, esta tierra, el olor y el contacto de la nieve que caía en silencio, habían vuelto a cruzar la puerta del mundo diabólico y regresado al reino de la Tierra.

Sintió algo cálido que se apretaba contra sus piernas y comprendió que Grimya había ido a reunirse con ella. El animal temblaba, pero no de frío; Índigo se inclinó para posar una mano sobre la cabeza de la loba, deseaba tranquilizarla pero le fue imposible encontrar las palabras adecuadas.

Grimya. —Los lechosos ojos dorados se posaron en la loba, y se llenaron de repente de cordialidad y afecto—. No tienes nada que temer.

Grimya dejó de temblar y lanzó un débil gemido.

—Yo... —La gutural y dolorida voz surgió de su garganta mientras, todavía confusa y atemorizada, se esforzaba por hablar—. Por favor, yo...

—Tranquilízate, hermana. —El emisario extendió la mano, y muy despacio, obligada por algo más allá de su control, Grimya se adelantó; la mano acarició su cabeza, y un prolongado estremecimiento recorrió el cuerpo del animal.

—Has encontrado una amiga buena y leal, Índigo —dijo el emisario.

Índigo asintió con gran seriedad.

—Si no hubiera sido por Grimya hubiera caído bajo la influencia de Némesis —repuso—. Ella...

—Sé lo que hizo. —También había amabilidad para ella en la sonrisa del ser, y el corazón de Índigo empezó a latir con fuerza—. Y sé que se necesita valor para reconocer que has estado a punto de fracasar.

—¿4 punto? —Índigo dejó caer los hombros, su voz se volvió aguda de repente—. No. La verdad es que fracasé. Traicioné tu confianza; la confianza de la Madre Tierra. —Levantó los ojos y su mirada desafió al emisario a negarlo—. En esa parodia de Carn Caille habría matado a Grimya, si hubiera podido, para recuperar a Fenran. Sólo cuando me provocó para que viera a través de los ojos de un lobo tuve las fuerzas necesarias para luchar contra mi demonio. Se me probó y fallé.

—Tú te probaste a ti misma, Índigo. Y al final, triunfaste. Tu presencia aquí es prueba suficiente, ¿no es así?

Índigo no contestó, sino que miró a su alrededor. A su espalda, con un débil brillo en la difusa luz del cielo que se elevaba sobre sus cabezas, estaba la ladera rocosa con su hendidura natural donde Némesis se había hecho pasar por un duende de la arboleda. La diminuta cascada estaba congelada ahora en una inmóvil catarata de carámbanos, el estanque a sus pies se había convertido en un negro espejo de hielo; recordó cómo la habían engañado, cómo se había abierto la diabólica entrada para arrastrarla al mundo del sol negro. Recordó el abismo, las ilusiones, la burla de Némesis. Y a Fenran. Por encima de todo, a Fenran.

—El precio del éxito fue alto —dijo el emisario con suavidad, conocedor de lo que pensaba—. Pero quizás encontrarás consuelo en el pensamiento de que has aliviado un poco el tormento de tu amado.

Ella levantó la cabeza.

—¿Aliviado...?

El ser asintió.

—Con cada derrota que padecen, el poder de los demonios se debilita de forma proporcional. Le has facilitado a Fenran un pequeño alivio, al menos.

Índigo arrugó la frente, luchando por aceptar aquella idea. ¿Un pequeño alivio? No era nada comparado con lo que pudiera haberle otorgado. Pero sabía en su interior —aunque no era ningún consuelo— que comprar la libertad de Fenran como había estado a punto de hacer hubiera resultado la victoria más amarga de todas.

Miró de nuevo al helado estanque, y repuso:

—Vine aquí buscando una clase de sabiduría. Al parecer no encontré más que mi propia estupidez.

—No —replicó el emisario—. No lo creo. —Y cuando ella le devolvió la mirada, sin comprender, añadió—: Los conocimientos que intentabas encontrar en la arboleda estaban ya en tu interior. Recuerda la prueba por la que pasaste en ese mundo, piensa en lo que hiciste; luego mira en tu propia mente. ¿Qué ves?

Durante un instante estuvo de regreso en aquella réplica de Carn Caille, penetró de nuevo en las sensaciones de aquella conciencia extraña y animal que le había facilitado las fuerzas necesarias para revolverse contra su demonio. Y a medida que el recuerdo tomaba forma sintió que aquella creciente oleada bullía de nuevo en su sangre, en sus huesos; sintió cómo el cambio se iniciaba en su interior...

Loba...

Asustada, intentó controlarse; y ante su sorpresa sintió que las sensaciones se doblegaban ante el control de su mente. Se deslizaron fuera de ella, se desvanecieron, y miró, aturdida, al emisario. El ser resplandeciente sonrió.

—El poder está en ti, Índigo, para que lo utilices.

Grimya... —Incapaz todavía de creer, de asimilar lo que le decían, Índigo se volvió hacia su amiga.

—«Es cierto.»

Grimya le respondió con la mente, e Índigo pudo escuchar su silenciosa voz psíquica con la misma claridad que si la loba hubiera hablado en voz alta.

«Has despertado. Lo veo en tu mente.»

El emisario sonrió a la loba.

Grimya es más sabia de lo que cree. —Entonces sus ojos se encontraron de nuevo con los de Índigo—. Has obtenido la recompensa de tus recién adquiridas habilidades, criatura. Y en consecuencia, la Madre Tierra me ordena que te conceda otro regalo que pueda serte de ayuda en el futuro. —Le tendió una elegante mano—. Ven; sigúeme. —Y dio la vuelta y se alejó entre los árboles.