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Grimya permaneció pegada a Índigo mientras el ser resplandeciente las guiaba por entre las tupidas ramas. Un vaho blanco escapaba de sus bocas y se mezclaba con el aire helado; la nieve caía incesante para cubrir los dos juegos de pisadas que dejaban tras ellas. Grimya no dejaba de mirar a su alrededor, los ojos bien abiertos e inquisitivos, e Índigo leyó los pensamientos a medio formar de la mente de la loba.

«Invierno.»

Cuando penetraron en el mundo demoníaco estaban a principios de primavera; ahora el año había avanzado a través de la madurez del verano hasta el mes de la escarcha o tal vez más allá. Recordó lo que el emisario le dijera en su primer encuentro, acerca de que las corrientes del tiempo se movían por rutas extrañas y diferentes en los mundos situados más allá de la Tierra; y con suavidad, en silencio, intentó transmitir a Grimya que no había necesidad de dudar o asustarse.

Llegaron a un lugar donde los árboles parecían ser menos abundantes, y el ser resplandeciente se detuvo. Al mirar a su alrededor, Índigo tuvo la impresión de que era el mismo lugar desde el que había partido sola en busca de la magia de la arboleda; aunque la llegada del invierno lo había cambiado por completo, le resultaba vagamente familiar.

El emisario aguardó hasta que estuvieron todos juntos, luego indicó el suelo. Y allí, sobre la capa de nieve, intactos y sin haber sufrido el menor daño, estaban el arpa, el arco y el cuchillo de Índigo. Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par.

—Los hemos guardado para ti —dijo el emisario—. Eso sí nos era posible.

La muchacha se arrodilló sobre el suelo, sin importarle la nieve húmeda, y tomó sus valiosas pertenencias entre sus brazos mientras tartamudeaba unas sinceras palabras de agradecimiento. Luego calló y levantó la vista.

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

Hizo la pregunta vacilante; y de repente lamentó haberla hecho, no fuera que no pudiera soportar la respuesta.

—Las estaciones han recorrido un círculo completo, y se han movido de nuevo hasta llegar al invierno.

Un año y medio...

Índigo pensó en las Islas Meridionales, y sintió una débil punzada de dolor. Para ella no habían transcurrido más que unos pocos días desde que dejara su país; sin embargo, entre las paredes de Carn Caille se habían celebrado ya dos primaveras, dos cosechas, dos banquetes de invierno. Pensó en los viejos amigos, y se preguntó cuántos de los que había conocido se habrían marchado ya para siempre.

—Hay paz en tu país —le informó el emisario con suavidad—. Y hay muchos que aún recuerdan con cariño a Kalig y a su familia en sus plegarias.

Índigo parpadeó para librarse de las lágrimas que se helaban en sus pestañas.

—Un día regresaré —susurró; levantó los ojos e insufló a su voz de un ligero tono de desafío—: Lo haré.

El ser avanzó hacia ella y posó las manos sobre sus hombros, para mirarla fijo a los ojos.

—La Madre Tierra comparte tu esperanza —anunció con voz grave—. Sea lo que sea lo que te aguarde, no lo olvides jamás.

—No..., no lo olvidaré...

El emisario retiró las manos.

—Y ahora, ha llegado el momento de que nuestros caminos se separen. Pero antes de despedirnos, tengo unos regalos para ambas. Índigo, este regalo te lo has ganado para que te ayude en tu camino.

El emisario alargó una mano hacia ella, e Índigo vio en la palma un pequeño guijarro marrón veteado de verde y oro. Vacilante extendió la suya y tomó el regalo; tenía un tacto extrañamente cálido y, cuando lo contempló con más atención, le pareció vislumbrar una puntita de luz dorada que se movía en el interior de la piedra como una diminuta luciérnaga cautiva.

—Ésta es tu piedra-imán, Índigo —dijo el ser resplandeciente—. Te guiará con fidelidad en tu búsqueda de los demonios que te has comprometido a destruir. No tienes más que sostener la piedra en tu mano, y la luz de su interior te mostrará qué camino debes tomar. Jamás te fallará.

Los dedos de Índigo se cerraron alrededor de la piedra; parecía palpitar en su mano, como si un corazón diminuto latiera en sus profundidades, y era una sensación reconfortante aunque en una forma que no podía definir. Levantó la vista.

—Gracias... —dijo en voz baja.

—Se te da de buena gana. Y ahora, Grimya. —El ser se inclinó para acariciar a la loba, que había asistido a la conversación con una vaga expresión de melancolía—. Hermanita, posees un corazón afectuoso y leal digno de los de tu clase. Sin embargo padeces una aflicción, y ésta te ha convertido en una proscrita. ¿Te gustaría librarte de este estigma, Grimya? ¿Ser libre para reunirte con los tuyos, para vivir con tus parientes y tus amigos en el bosque y no volver a estar sola jamás?

Grimya levantó la mirada hasta aquel rostro sereno, y su hocico se estremeció.

—¿No ser... diferente?

—Exacto. Ser un lobo de verdad, como los demás lobos. Ése es el regalo que te ofrezco.

Grimya vaciló, y sus ojos se encontraron con los de Índigo. Su expresión era extraña e ininteligible. Luego respondió:

—¡N-no!

Grimya... —empezó a decir Índigo, pero la loba la interrumpió antes de que pudiera decir nada más.

—No..., no he sido nun... nunca un lobo como los otros lobos. No..., no creo que pudiera aprender a serlo ahora. Y... ¡no quiero abandonar a mi amiga!

Índigo se volvió llena de repentina angustia al darse cuenta de que desde el momento en que el emisario había hablado, ella había sabido lo que Grimya respondería. Y se sentía dividida en dos por el conocimiento de que separarse de la loba con quien había compartido tantas tribulaciones resultaría una pena difícil de soportar; pero que sin embargo, por el bien de Grimya no podía, no debía, dejar que fuese de otra forma.

Con voz temblorosa dijo:

Grimya, debes esforzarte en comprender. Debemos seguir caminos separados; no estaría bien que te quedaras conmigo.

—No —reiteró Grimya, tozuda—. Soy tu amiga.

Desesperada porque los sentimientos de la loba reflejaban tan fielmente los suyos, Índigo se volvió para apelar al emisario.

—¡Por favor, has que comprenda! No puedo pedirle algo así; no sería justo para ella. No ha hecho nada para merecer la carga que yo llevo sobre mis espaldas; ¡no permitiré que lo haga!

—Es ella quien debe elegir —repuso el emisario con suavidad.

—¡Pero no sabe a lo que se enfrentará!

—Lo sabe.

Índigo negó con la cabeza.

—¿Qué clase de vida le espera si viaja conmigo? Cuando sea vieja y débil, mientras que yo me veo obligada a seguir adelante, ¿qué le sucederá a ella entonces?

Grimya le contestó:

—¡No... me importa!

—Aguarda. —El ser resplandeciente levantó una mano, y miró a la loba—. Si Grimya no quiere el regalo que le he ofrecido, entonces puedo ofrecerle otro. Grimya: ¿deseas realmente viajar con Índigo, y ayudarle en su misión?

—¡Sí! —jadeó Grimya.

—¿A pesar de los peligros que puedas encontrar?

—El peligro no importa.

El emisario continuó mirándola durante unos instantes. Luego asintió con la cabeza, y repuso:

—Sí. Veo que dices la verdad, hermanita. —Se volvió hacia la muchacha—. Índigo, es la voluntad de Grimya el acompañarte, y por lo tanto eres libre de aceptar o rechazar su compañía según los dictados de tus propios deseos. Si aceptas, puedo otorgarle la misma inmortalidad que tú has obtenido, si ella lo desea; aunque debe comprender, al igual que tú lo haces, que tal don puede ser tanto una maldición como una bendición. —El ser se detuvo—. ¿Lo comprendes, Grimya?