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El ruidoso grupo de jinetes había desaparecido ya por las grandes puertas de la fortaleza, y el patio volvía a estar en silencio. Ryen se frotó las manos al percatarse de que tenía frío. Debía ordenar que encendieran un fuego allí dentro; mal señor sería si recibía a su nuevo bardo —que era, después de todo, uno de los miembros más influyentes y respetados de su corte— en una habitación que parecía atravesada por un glaciar. Un fuego, y aguamiel, y pasteles. No era menos de lo que Cushmagar hubiera deseado para su sucesor.

Se volvió en dirección a la puerta, con la intención de salir en busca de su administrador; entonces se detuvo y se volvió para mirar a la chimenea de piedra y el cuadro que colgaba sobre la repisa. Kalig y su familia le devolvieron la mirada inmóviles y sin embargo con una apariencia misteriosamente viva desde el lienzo con sus colgaduras color Índigo. Deseó haberlos conocido: Kalig e Imogen. El príncipe Kirra y la princesa Anghara. Morir tan de repente, dejando tan sólo un recuerdo y un retrato... parecía equivocado; injusto.

Ryen se estremeció de repente de forma involuntaria; como si, para utilizar una expresión propia de marineros, el mar hubiera barrido sobre su tumba. Lo que debía hacer era ordenar que las colgaduras del luto fueran retiradas tan pronto como naciera su hijo; resultaría más apropiado con una nueva vida en Carn Caille, y no se podía estar de luto eternamente. Una ulterior tragedia era que Breym, el artista responsable de aquella pintura, hubiera estado entre las muchas víctimas de las fiebres. Un retrato parecido de su propia familia hubiera quedado muy bien, también, en aquella sala.

Apartó la mirada del retrato, al fin, y abandonó la sala despacio. Mientras la puerta se cerraba a su espalda un soplo de aire helado agitó las colgaduras que pendían del cuadro, y el viento del este, que penetraba por un cristal suelto de una de las ventanas, imitó por un breve instante el lejano sonido de la alegre risa de una muchacha.