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Cushmagar el arpista se acomodó con solemne dignidad en el montón de almohadas, y esperó a que colocaran su enorme instrumento frente a él. Era un hombre enjuto y fuerte, todo músculo y energía, sin un ápice de carne de más y, con su melena, blanca pero abundante a pesar de sus años, parecía un viejo y nudoso endrino todavía floreciente. Diez años atrás una afección de cataratas en ambos ojos le había robado la visión, pero sus otros sentidos, quizás en parte para compensarlo de esa pérdida, poseían aún toda su agudeza. Todo hombre, mujer y niño de las Islas Meridionales conocía a Cushmagar y reverenciaba su nombre. Era el arpista privado del rey, el bardo de bardos; y en sus conocimientos del folclore y los mitos del lejano sur no tenía rival.

Colocaron el arpa con cuidado delante del anciano, y mientras Cushmagar flexionaba los dedos, Anghara sintió cómo un profundo escalofrío recorría su cuerpo. Éste era el momento que había aguardado con las mayores ansias; el punto culminante de la tradicional fiesta de apertura de la temporada de caza, cuando el mundo temporal y corpóreo de la comida y la bebida y de la diversión quedaba rezagado por un tiempo para dar paso al mundo de la magia y el misterio, cosas que no podían tocarse pero que palpitaban y circulaban por las profundas cavernas de la memoria ancestral. La princesa contuvo el aliento para no romper el hechizo. Un gran silencio reinaba en la sala. Cushmagar sonrió. Sus dedos tocaron las cuerdas del arpa y una oleada de sonido brotó del instrumento, conjurando el murmullo del agua al correr sobre las piedras y el de las voces sobrenaturales, por entre los árboles en pleno verano. Pronto una reluciente cascada de notas rompió el expectante silencio e inundó la gran sala como una potente marea. Un suspiro intenso e involuntario surgió de entre los reunidos como contrapunto a la energía de la música, y Anghara cerró los ojos, entregándose por completo al impetuoso lamento del mar que fluía de los dedos del anciano arpista.

Ese era el momento más importante de las celebraciones; el momento en que se rendía tributo a las fuerzas implacables de la naturaleza a las que toda criatura viviente debía lealtad. El deber del arpista mayor había sido siempre ofrecer el tributo a su manera, y Anghara creía que jamás ningún hombre igualaría ni podría rivalizar con Cushmagar en su invocación de esta lealtad. Al anciano bardo lo inspiraba algo que estaba más allá del alcance del mortal ordinario. Su arpa abría de par en par las puertas de la sala y hacía aparecer la gran panorámica del mundo: los elevados acantilados y los encrespados estrechos marinos que separaban las dispersas islas, la moteada y pensativa paz de los senderos forestales, la belleza salvaje de la tundra meridional y el hechizado y resonante vacío de las enormes llanuras heladas situadas más allá. Mientras escuchaba, extasiada, Anghara encontró tiempo para sentirse profundamente agradecida porque su época y la de Cushmagar se habían superpuesto; agradecida, también, por el gran privilegio de haberlo tenido como maestro. El talento de la muchacha jamás se acercaría al de él, pero lo había alimentado y le había mostrado cómo conjurar lo mejor de sí misma, y ésa era una bendición que jamás podría compensar.

Notó cómo los dedos de Fenran se posaban suaves sobre los suyos mientras la dedicatoria de Cushmagar continuaba, y se dio cuenta de que también él se sentía atrapado en la música. Permanecieron así, con las manos unidas pero sin que ninguno moviera ni un solo músculo, hasta que, al cabo de un tiempo que ninguno de los presentes en la sala hubiera sido capaz de determinar, las últimas notas ondulantes se fusionaron en un acorde conmovedor que flotó un buen rato en el aire antes de desvanecerse. Durante unos instantes, los presentes permanecieron en completo silencio. Luego, con los últimos ecos del arpa, un gradual movimiento sonoro, un murmullo que crecía por momentos se dejó oír cuando ciertos hombres y mujeres soltaron la respiración contenida mientras duró el hechizo de la música.

Cushmagar levantó sus ojos ciegos hacia la mesa del rey y sonrió de nuevo, una débil sonrisa algo tímida que rompió con toda deliberación el encantamiento y marcó el regreso al mundo real. La ceremonia aún no había terminado por completo, pero lo que seguiría sería mundano; el tradicional y esperado reconocimiento a sus habilidades. La magia había finalizado.

Kalig se puso en pie, y a su señal todos los presentes hicieron lo mismo. El rey tomó una bandeja de estaño batido con gran deliberación y empezó a llenarla de exquisitos manjares de su propia mesa. Cuando estuvo llena casi a rebosar vertió aguamiel en una copa, y tras abandonar su lugar, avanzó con protocolaria dignidad hasta donde Cushmagar estaba sentado. Se detuvo ante el anciano arpista, se inclinó ceremoniosamente, y colocó la bandeja y la copa a los pies del hombre como si hiciera una ofrenda a una deidad. La aprobación resonó por toda la sala; luego un tumulto de voces reemprendió el grito que habían lanzado al entrar el músico. —¡Cushmagar! ¡Cushmagar! ¡Cushmagar! Sonriente todavía, tímido como siempre, Cushmagar esperó a que su joven paje se adelantara y pusiera la copa de aguamiel en una de sus manos mientras guiaba la otra hasta la bandeja. Tomó un buen trago de la bebida y luego clavó los dientes, fuertes y afilados, en un muslo de pollo. Todo el mundo lo observó con atención mientras masticaba y tragaba; luego el anciano dejó las provisiones en el plato y su entusiasmado suspiro de satisfacción se elevó hasta el enmaderado del techo.

Hubo más vítores de una naturaleza más general cuando el rey Kalig regresaba a su asiento, y en ellos estaba presente un inconfundible elemento de alivio. El ritual se había llevado a cabo y todo estaba bien; la música del arpista había alejado a los espíritus sombríos que de otra forma hubieran atormentado los pasos de los cazadores en aquella nueva temporada; el rey había ofrecido la recompensa apropiada al arpista, y éste la había encontrado a su gusto. Todo estaba bien, y ahora la parte más simple de la tarea de Cushmagar podría empezar.

—¡Una historia, Cushmagar! —El príncipe Kirra se inclinó hacia adelante con ansiedad, gesticulando con su copa de vino a pesar de que el anciano no podía verlo—. ¡Cuéntanos una historia para iluminar nuestro camino hasta el lecho esta noche!

Cushmagar lanzó un ligero cloqueo, y sus dedos acariciaron el arpa, arrancando un fino y tembloroso gemido a las cuerdas. —¿Qué clase de relato, mi alteza real? —Tenía una voz de barítono que la edad no había apenas estropeado—. ¿Una fábula de los mares? ¿O de los bosques? ¿O...?

—No —interrumpió Anghara sin darse cuenta de lo que hacía, y cuando Cushmagar volvió la cabeza en dirección al lugar del que había salido su voz, se sintió llena de confusión. Sus ojos se encontraron con los ojos ciegos del anciano y tuvo la desconcertante sensación de que, a pesar de su ceguera, la veía tan bien como lo había hecho siempre antes de que sus ojos perdieran la luz. Y entonces ella se dio cuenta de qué era lo que la impulsaba, y qué era lo que quería escuchar.

—Princesa. —La voz de Cushmagar se llenó de afecto—. Mi pequeña intérprete de canciones y luchadora en cien batallas, ¿has dejado sueltos tus cabellos esta noche, mi pequeña ave canora? ¿Y está tu arpa bien afinada, y la madera lustrada y alimentada con cera de abeja, como yo te enseñé?

Anghara sonrió, reprimiendo la emoción que los recuerdos del anciano le traían.

—Sí y sí, Cushmagar.

El arpista asintió en señal de aprobación.

—Entonces te has ganado una historia. ¿Cuál quieres escuchar?

—Háblame de la Torre de los Pesares, Cushmagar. Ésa es la historia que me gustaría escuchar esta noche.