Su hermano le susurró a modo de advertencia:
—Anghara...
Sintió como Fenran, junto a ella, se agitaba incómodo en su silla, y Kalig arrugó la frente desde su asiento. Pero su desaprobación no la hizo vacilar: si Cushmagar estaba dispuesto a hacerlo, nadie se lo podría negar. Hacía mucho tiempo, muchísimo tiempo, que la más antigua de las historias no había sido contada en la sala de Carn Caille, y la repetición del relato resultaba ya conveniente. La muchacha quería escucharlo; tenía que escucharlo esa noche.
Cushmagar deliberó durante un buen rato. Luego levantó los ojos por fin hacia ella.
—Muy bien. Que sea como desea mi princesa. —Alzó un dedo torcido para instar al auditorio a guardar silencio—. Así empieza la leyenda de la Torre de los Pesares.
Sus manos se posaron sobre el arpa, y el instrumento lanzó un triste gemido, como el legendario grito del Pájaro Blanco de la Mañana, perdido, solitario y desolado. Un escalofrío recorrió las venas de Anghara y su mano se crispó en un gesto involuntario debajo de la de Fenran; cuando levantó los ojos para mirarlo vio que las cejas del muchacho estaban fruncidas y su rostro tenso. El lúgubre grito del arpa flotaba aún en el aire, y sobre él se oyó la voz de Cushmagar, que adoptaba la melodiosa cadencia lírica del narrador tradicional.
El relato era el más antiguo de los miles de relatos míticos que se entrelazaban en la historia de las Islas Meridionales. De niña, Anghara había permanecido tumbada en su cama muchos anocheceres de invierno iluminados por la luz de las lámparas, escuchando extasiada cómo Imyssa le relataba, con su canturreo en forma de sencillas y melancólicas canciones de cuna la leyenda de las penas de la Madre Tierra y de la traición de que había sido objeto; medio dormida, había soñado con el Hijo del Mar y su solitaria carga; pero el relato del anciano arpista de la extraña historia la desgarraba de una forma como ningún otro hubiera podido hacerlo. Su voz conjuraba imágenes que eran a la vez terribles y hermosas, mientras sus manos arrancaban un majestuoso contrapunto de las cuerdas del arpa, dotando de vida las imágenes. El mar, el vendaval, la crueldad del hombre, el tormento de la misma Tierra, todo cruzó por la mente de Anghara mientras sujetaba todavía con fuerza la mano de Fenran y, con los ojos cerrados, se sumergía en el relato de Cushmagar.
Nunca le había querido enseñar el texto de la leyenda, ni la música que la iluminaba. Por mucho que suplicara o se mostrase zalamera, nunca se las quiso decir.
—Cada arpista debe cantar sus canciones, princesita —le decía—, y ésta no es una canción para ti. —Luego le palmeaba la mano y la regañaba por descuidar sus ejercicios musicales, antes de cambiar de tema con firmeza...
Apartó de su mente aquel involuntario recuerdo de los días pasados. El relato estaba casi terminado, y la música del arpista subía hacia un vertiginoso y ondulante clímax antes de hundirse en la cadencia final, dulce e infinitamente triste, que tembló en la calurosa y humeante atmósfera. Eran notas argentinas, relucientes, que creaban una extraña armonía cuando Cushmagar pronunció las últimas palabras del relato con un único, lento y susurrante suspiro.
Ningún aplauso rompió el silencio que se adueñó de la sala. Gritar, dar golpes o palmadas sobre las mesas habría sido un homenaje demasiado vulgar para el anciano maestro que se sentaba, con la cabeza inclinada, a los pies del rey, las manos descansando ahora inmóviles sobre su regazo. Los párpados de Anghara se agitaron sin querer y se abrieron; por entre la neblina provocada por el fuego y las velas que llenaban la habitación vio cómo su padre, una sombra entre las sombras, se alzaba despacio de su asiento y se encaminaba hacia el anciano.
—Cushmagar —la voz de Kalig sonaba distorsionada por la emoción—. Le haces un honor a Carn Caille que jamás podrá pagarte como es debido. ¿Qué regalo podemos hacerte a cambio de tu genio?
Cushmagar levantó sus ojos sin luz y sonrió.
—Ninguno, mi señor. Tengo un techo sobre mi cabeza y ropas sobre los hombros; tengo alimentos en abundancia, y a un público fascinado que aplaude y alaba mis divagaciones. Os aseguro, mi señor ¡que eso es todo lo que puede desear un arpista!
Se oyeron risas, y Anghara comprendió que Cushmagar manipulaba de forma deliberada y muy hábil la atmósfera predominante en la sala, como si percibiera el peligro en las secuelas de su relato.
Y aunque se unió a las risas enseguida, cualquiera que conociera a Kalig habría visto la repentina oleada de alivio que hizo desaparecer la inquietud de sus ojos.
Alguien gritó:
—¡Ofrécenos una canción acertijo, Cushmagar!
El músico lanzó una risita, y pulsó una nota discordante en el arpa que provocó un coro de gemidos. Luego interpretó una melodía rápida y frívola que dio paso a una de las viejas canciones favoritas de la corte que exigía una gran participación de la audiencia. Se golpearon las mesas con copas y cuchillos en muestra de sincera aprobación, y mientras los reunidos coreaban a voz en grito la primera estrofa, Anghara se recostó en su asiento reprimiendo un escalofrío de desagrado. No quería tener que escuchar canciones infantiles, no después de la anterior actuación de Cushmagar;
parecía una parodia. Quería mantener el estado de ánimo que se había apoderado de ella, no perderlo. Si existían espíritus en el relato del arpista, no quería desterrarlos.
Y así, arguyendo cansancio, se excusó y se levantó para marcharse. Fenran le besó la mano —en público, no podía hacer más que esto todavía— y ella rodeó la mesa, inclinándose sobre el anciano Cushmagar para susurrarle al oído palabras de agradecimiento y unas cariñosas buenas noches mientras éste seguía tocando. Su roce lo alertó; apartó una mano de las cuerdas y le sujetó la muñeca.
—¡Ten cuidado, princesita! —Su voz resultaba casi inaudible en medio de los entusiastas y ruidosos cantos, y sus palabras eran sólo para los oídos de la muchacha—. No viajes demasiado rápido, o demasiado lejos. Recuérdalo, mi ave canora, ¡por el bien de todos nosotros! —Y la soltó, recuperando con tanta rapidez el ritmo de la alegre canción que por un momento ella se preguntó si no habría imaginado todo el incidente.
Pero no lo había imaginado, y tampoco había escapado a la atención de su padre aquel breve cambio de impresiones. Cuando Anghara se acercó a él para besarlo, Kalig la miró con fijeza y ella pensó que diría algo; pero el rey se lo pensó mejor. Tomó su mano, la apretó, hizo una pausa, le dio luego unas palmaditas en los dedos y, tras sacudir la cabeza, dirigió su atención a otro lugar mientras ella abandonaba la amplia sala.
Las pesadas puertas se cerraron a la espalda de Anghara, y los sonidos de la fiesta quedaron al otro lado. Desde la sala, el ala principal de la enorme fortaleza de Carn Caille se extendía en una y otra dirección; la princesa se detuvo para aspirar una buena bocanada de aquel aire más puro, luego se dirigió hacia la izquierda en dirección a las escaleras que conducían a los aposentos de las mujeres y a su propio dormitorio. En algún lugar a lo lejos una contraventana suelta golpeteaba con un ritmo hueco y desigual; un viento helado había conseguido penetrar en el interior y se arremolinaba por los corredores; Anghara sintió cómo tiraba del borde de sus faldas y le helaba los tobillos mientras andaba, al tiempo que ráfagas vagabundas aullaban sombrías en las torres más altas del viejo edificio. Era muy tarde, y sólo ardían todavía algunas pocas antorchas a lo largo de las paredes. Llameaban inquietas en las corrientes de aire, y la tenebrosa atmósfera le recordó otros tiempos, otras vidas, el gran número de generaciones de sus antepasados que habían paseado por entre aquellas paredes y sobre cuyas espaldas había recaído la pesada carga de la Torre de los Pesares y su secreto, al igual que le ocurría a Kalig ahora. Las imágenes no querían abandonarla; en una ocasión, se detuvo y miró atrás, medio esperando ver acumularse las sombras y formar figuras familiares detrás de ella. El pasillo estaba desierto... pero las imágenes persistieron, y la más poderosa de todas era la inolvidable evocación que Cushmagar había hecho de la solitaria torre de la tundra. Aquellos antiguos reyes y reinas que habían gobernado durante siglos en Carn Caille habían conocido su secreto. Su padre lo conocía ahora, y un buen día su hermano Kirra también lo conocería; pero a ella jamás se le concedería este privilegio. El misterio de la Torre de los Pesares le estaba vedado para siempre a todos menos al monarca reinante; y sin embargo, desde que podía recordarlo, ese misterio había obsesionado a Anghara, y de esa obsesión ni podía ni deseaba escapar. Miedo, fascinación, anhelo, la frustración de saber que su curiosidad no se vería saciada jamás; todo se fundía en una sensación de dolor tal que a veces parecía incluso dolor físico. A veces, como sucedía esa noche, el sufrimiento la hacía comportarse de forma temeraria y estúpida; pedirle a una arpista que interpretara la historia de la Torre de los Pesares en una celebración como aquélla era una violación flagrante del protocolo, y tan sólo la buena disposición de Cushmagar había evitado que Kalig hiciera oír su desaprobación. El incidente no quedaría olvidado, no obstante.