Más gordita y bien cepillada, Beatrice era un animal noble, de enigmáticos ojos azules que constantemente buscaban a Jody con comedida determinación. Se movía despacio, y aunque no era juguetona, era afable y adoraba en especial a los desconocidos, sobre quienes se abalanzaba con su enorme peso en un alegre saludo sin, se supone, darse cuenta de que semejante bienvenida podía, de hecho, no serlo. Se fiaba de todo el mundo, lo cual era una prueba de su buen carácter, puesto que nadie hasta ese momento se había ganado su confianza. Pero se diría que Beatrice estaba por encima de las lacras del mundo, y éstas, muy por debajo de ella. Había visto mucho, parecía decir, y por eso nada la sorprendía, nada la asustaba, nada la perturbaba. Tenía suerte de estar viva, y parecía saberlo.
Jody encendió la luz y miró a Beatrice tumbada en la alfombra que había junto a la cama. Le acarició su frente ancha. Beatrice tenía la cabeza grande y cuadrada, como la cabeza que de un perro dibujaría un niño. Parecía sonreír, tan amplias eran la boca y la mandíbula. La lengua le colgaba como si fuera una enorme manopla rosa de baño. Entonces Beatrice levantó su cabeza cuadrada y le lamió la mano. Jody le rascó las desgreñadas orejas y pensó: me he convertido en una excéntrica profesora de música con perro en lugar de una excéntrica profesora de música con gato. Doy enérgicos paseos bajo la lluvia con mi perra en lugar de acurrucarme junto a una estufa eléctrica con una taza de té y un gato en el regazo. Aunque quizá, pensó, cuando Beatrice subió a la cama la mole blanquecina de su cuerpo, tampoco haya tanta diferencia. Y sonrió al pensar en su suerte. Tenía a Beatrice desde hacía ocho meses, ocho meses de gozosa y estimulante adoración, de compañía mutua. Cuando se sentía sola lanzaba una mirada a Beatrice. Cuando necesitaba charlar con alguien le hablaba a Beatrice. Jody intuía que le iba a ir muy bien en la vida, por incompleta que estuviera según los cánones tradicionales.
Entonces Jody conoció a Everett y se enamoró. Eso ocurrió dos días después de la noche de insomnio anteriormente descrita. Tras una larga semana enseñando a niños a cantar con armonía y a dar golpecitos en trozos de madera al compás de tres por cuatro, Jody salió a dar un tranquilo paseo de fin de semana con Beatrice. Era febrero y empezaba a haber más luz por las tardes, pero aquélla en particular nevaba ligeramente y el mundo parecía gris. En el parque, Beatrice estaba entusiasmada como un crío, hociqueando sin parar la fina película blanca que había sobre la hierba, revolcándose como loca, pateando el aire con sus robustas patas. Divertida y emocionada, Jody se quedó más tiempo que de costumbre, a pesar de que empezó a nevar en serio y estaba completamente calada cuando emprendieron el regreso a casa. Tuvieron que esperar ante el semáforo en rojo de Columbus Avenue en medio de las ráfagas de viento, y al ponerse la luz verde y cruzar la calle fue cuando Jody vio a Everett. No sabía ni cómo se llamaba. Pero cuando él le sonrió a través de la cortina de nieve, pensó que no había visto a un hombre tan guapo en toda su vida. Se volvió y se le quedó mirando hasta que entró en el mercado de la esquina. Debe de vivir por aquí, pensó ella. Ha salido a por leche. Se habría quedado a esperarle y le habría seguido hasta casa de no haber sido por el frío, la vergüenza y el enorme pit bull que tiraba de la correa.
Ahora sí que soy una solterona, pensó, enamorándome en la calle de un atractivo desconocido que no se ha enterado de nada. Y, como para demostrárselo, puso la tetera en cuanto llegó a casa.
Everett ni siquiera sabía que estaba nevando hasta que salió a la calle. Abrió la puerta y el remolino de cristales de nieve le dio en los ojos. Encadenada a una señal de tráfico había una bicicleta cubierta de almohadilla de nieve, en el manillar, el sillín y la curvatura de las ruedas.
Everett era un hombre corriente, hasta que sonreía. Entonces se convertía en un tipo guapo, incluso hermoso y llamativo, como una gran rosa fragante, de concurso. Parecía un muchacho, un muchacho huraño pero muchacho de todos modos, con la cara un tanto redonda y las facciones regulares. Tenía el pelo castaño, ni oscuro ni claro, con un ligerísimo toque de gris. Sólo cuando sonreía y se volvía hermoso se daba cuenta la gente, como por primera vez, de que sus ojos eran de un azul radiante y de que se le encendían las mejillas con el color rosa de un niño, aunque tenía cincuenta años.
No sonreía mucho últimamente. Estaba murrio, como habría dicho su madre. Llevaba toda la vida trabajando y seguía trabajando mucho, y se aburría. Asustaba a los jóvenes químicos que trabajaban para él, y él se alegraba, le sacaba del aburrimiento verles agachar la cabeza y mascullar sus resultados, sus preguntas e incluso sus nombres trémulos de perplejidad. Cuando un hombre de cincuenta años está aburrido se dice que está atravesando la crisis de la madurez. Leslie, la novia de Everett, así se lo hizo saber.
– No -replicó Everett-. El aburrimiento es sencillamente un fracaso de la imaginación.
En cuanto aquellas palabras salieron de su boca se dio cuenta de que eran verdad, de que la imaginación le estaba fallando, y además de aburrirse se deprimió.
– Tú necesitas Prozac o algo parecido -le dijo Leslie. Pero Everett ya tomaba Prozac.
– Ah, bueno. Un viaje, entonces -sugirió Leslie.
– No voy a ir a ningún sitio -respondió Everett.
No pretendía decirlo en un tono tan brusco. Después de todo, Leslie sólo trataba de ayudar. Pero se le ocurrió que, aunque sólo llevaba un mes saliendo con ella, Leslie era una de las cosas de las que estaba aburrido.
– Ya se te pasará -aseguró ella, dándole un beso en la mejilla.
Paseaban por Central Park West. La grisura de la tarde se había instalado en torno al Museo de Historia Natural. El resplandor azulado del planetario se había aliado a la perfección con el cielo nocturno, los árboles sin hojas y el ladrillo decimonónico. Everett se fijó en la curiosa armonía y la encontró reconfortante.
– Sí -contestó él.
– Es como un herpes -añadió Leslie-. O un herpes zóster.
Everett echaba de menos a su hija. La nieve le encantaba de pequeña. Ahora se limitaría a entrecerrar los ojos a causa del viento y procuraría no resbalar camino del metro, como todo el mundo. A Everett le parecía sentir la ausencia de su manita en la suya. Cuando se fue a la universidad, la casa se quedó vacía, y Everett y Alison, su mujer, se miraban desde los extremos de la cama como si de un vasto y fatigoso yermo se tratara. A su hija le sorprendió y le enfureció el divorcio de sus padres. Ella quería poder volver a casa, a la casa que siempre había tenido. No entendía que ella se había llevado aquella casa consigo para siempre.
Everett se dio cuenta de que no había sido un padre especialmente atento, y por eso la desolación le cogió por sorpresa. Había disfrutado de Emily, desde luego, la había observado como si perteneciera a una colonia de hormigas en una campana de cristal, y se había sentido orgulloso de ella también. Estaba siempre tan ocupada, tenía tantas tareas e inquietudes y planes y necesidades. Era tan ruidosa. Ahora la vida de él era silenciosa, sorda, como la calle nevada.
Estaba parado en la esquina esperando a que cambiara el semáforo. Cuando lo hizo, cuando el borrón rojo pasó a ser un borrón verde, apareció una mujer pequeña y pizpireta con un perro gigante, como fantasmas en la nívea tormenta. El perro se le quedó mirando con sus ojos rasgados. Avanzaron el uno hacia el otro. El perro era tan blanco que se le veía la piel sonrosada. Tenía el aspecto de una enorme rata de laboratorio. Con aquellos ojillos azules. Everett pensó que el animal debía de estar helado bajo la cortante nieve. Al cruzarse, el rosado animal meneó la cola y le rozó la rodilla con el morro, dejando una estela de baba.