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– ¡Beatrice! -exclamó la mujer.

Everett se preguntó por qué gustaba tanto a los perros. Desde luego, él no les correspondía.

– No pasa nada -se apresuró a decir él, pues la mujer parecía verdaderamente disgustada. Era menuda, guapa y con cara de ingenua, como una muñeca, pensó. Se vio obligado a acariciar la cabeza del animal con su mano enguantada.

– No pasa nada -repitió, y luego esbozó una sonrisa, primero a Beatrice, el perro, y luego a la mujer.

– ¡Oh! -exclamó ella, mirándole fijamente.

Everett echó a andar. ¿Cuál era el protocolo para un fortuito reguero de baba de perro bajo una violenta tormenta de nieve? Él se había comportado como mejor supo.

Apartó las gruesas cortinas de plástico que protegían a naranjas, fresas, manzanas y tulipanes del gélido y nevoso viento y entró en la tienda coreana. No sabía si de verdad eran coreanos. Suponía que los que hablaban español entre ellos no lo eran. Compró leche y se fue a casa, húmedos y blancos los zapatos con la efímera pureza de la nieve recién caída. Pasó al homosexual que regentaba el restaurante de la esquina y que caminaba penosamente por la resbaladiza acera con sus perros, uno debajo de cada brazo. Él le saludó con la cabeza, pero el hombre, que se llamaba Jimmy, creía él, o algo parecido, no pareció verlo, y eso le decepcionó un poco.

Al ver la brillante luz roja lanzando destellos en la tormenta invernal, se quedó parado en la acera y esperó mientras empujaban con dificultad una camilla entre los montones de nieve para introducirla en la parte trasera de una ambulancia. Se alegró de no quedarse mirando a la figura cubierta con mantas, respetuoso de las tragedias ajenas. Pero entonces, en un repentino e irracional ataque de pánico, se puso a gritar:

– ¡Yo vivo aquí! ¡Yo vivo aquí!

Un policía le agarró del brazo y dijo:

– Ha habido un accidente. En el apartamento 4F.

El 4F, pensó Everett. El viejo cascarrabias del piso de abajo. El que iba siempre con un paraguas. Everett esperó a que bajara el ascensor. Se fijó en las dos latas de comida para gatos que había encima de la consola del vestíbulo. A menudo los inquilinos dejaban allí cosas que no querían pero que al parecer tampoco se decidían a tirar. A Everett le enfurecía. ¿Acaso era aquello el Ejército de Salvación? Él vivía en el quinto piso, pero se bajó en el cuarto y se quedó frente a la puerta del hombre que siempre iba con un paraguas.

– Ha muerto -dijo alterada una vecina. Ella, con zapatillas de felpa naranja, y otros vecinos, vestidos con el descuido propio de una tarde de domingo, se encontraban con varios policías delante del apartamento 4F-. Ni siquiera sé cómo se llamaba. -Entonces agarró del brazo a Everett y susurró-: Se ha suicidado.

– Yo tampoco sé cómo se llamaba -repuso Everett después de un embarazoso silencio, y se sintió culpable, como si ésa fuera la razón por la que aquel hombre se había quitado la vida. Se lo imaginó tendido en la ambulancia, con la cara larga tapada y el paraguas al lado.

– ¿Y qué ha pasado con el perro? -preguntó la vecina de las zapatillas de felpa, agarrada aún a Everett pero dirigiéndose a un policía.

Everett miró con repulsión su calzado, todo su desastrado atuendo de sudadera y mallas de deporte. Cayó en la cuenta de que no sabía cómo se llamaba ninguno de sus vecinos, pese a llevar dos años viviendo allí. Everett se apartó de ella.

– ¿Creen que deberíamos llamar a la Sociedad Protectora de Animales? -preguntó aquella persona sin nombre.

– Aquí no hay ningún perro -respondió uno de los policías.

– Un cachorrito -insistió la mujer-. Lo tenía desde la semana pasada.

¿Por qué, se preguntó Everett, iba alguien a buscarse un cachorro y a continuación suicidarse? Y se fue a casa a guardar el litro de leche, casi con más ánimo y considerablemente menos aburrido que cuando salió de casa.

La tormenta siguió arreciando durante otras veinticuatro horas, luego se convirtió en una tenue nevada de copos grandes y húmedos, que fue remitiendo a medida que bajaba la temperatura hasta los dieciséis grados bajo cero. Los perros pequeños trepaban por los laterales de los coches cubiertos por montones de nieve para mear victoriosos en la cima de aquellas montañas. Las calles estaban silenciosas e intransitables. Hacía demasiado frío para que los críos se deslizaran con sus trineos. A las cinco de aquella tarde Jody llevó a Beatrice al parque. La vieja perra, con un grueso jersey de punto de ochos, avanzaba dando saltos por la nieve mientras Jody pugnaba por mantenerse en pie. Crujían las ramas, brillantes y recubiertas de hielo. Tan pronto estaba el aire en calma y hacía un frío mortal como se levantaban ráfagas de un viento gélido y huracanado. En los senderos de Central Park habían echado arena, que enseguida se incrustó en el hielo sucio. Jody miraba cuidadosamente dónde posaba el pie para no resbalar. Se había puesto una bufanda por la cabeza con la que al mismo tiempo se tapaba la nariz y la boca. Respiraba el calor de su propio aliento. La capucha le estorbaba la visión, como las anteojeras de los caballos de tiro.

El frío cortante la obligaba a cerrar los ojos, pero volvía a abrirlos inmediatamente para mantener el equilibrio. La luz de las farolas le guiaba a través de la oscuridad reinante. Como las migas de pan de Hansel y Gretel, pensó, uno tras otro, focos de luz amarilla. Se detuvieron en lo alto de las escaleras de la Fuente de Bethesda y contemplaron el lago helado. El hielo se veía intacto, liso y oscuro. Estoy aquí sola, pensó Jody. Sintió un arrebato de alegría. En la ciudad de Nueva York, en medio de Manhattan, estaba sola. Parecía imposible, pero hacia cualquier sitio que se volviera lo único que veía eran nieve, hielo y árboles pelados contra la absoluta oscuridad del cielo. No había nadie más. Ni una ardilla siquiera. La bufanda hacía que a Jody le saliera la voz apagada. Beatrice alzó la mirada. Jody se quitó la bufanda y respiró el aire gélido.

– Estamos solas -repitió.

Cuando unos minutos más tarde volvió a su calle, resplandecía de soledad. Ni siquiera el esquiador de fondo que venía por la acera podría nublar aquella sensación de libertad e infinita melancolía.

Durante toda la semana siguiente continuó haciendo un frío de muerte y nevando con intensidad. Jody envidiaba a sus vecinos de al lado, dos hombres y un montón de críos pequeños, que podían sacar a sus dos terriers al patio. La ventana de su baño daba a la parte de atrás, y veía a los perros saltando como marsopas entre los enormes montones de nieve. Había quedado en ir al cine con Franny, la profesora de arte, una mujer de cincuenta años con el pelo alborotado que creía en el poder curativo de los cristales. Pero el tiempo no invitaba, y Franny le había comunicado que prefería quedarse en casa fumando un porro y viendo vídeos en la confortable seguridad de su apartamento.

Delante del edificio de Jody se había formado un surco entre dos montículos de nieve donde antes estaba la acera. Se veían caminos de pisadas congeladas que llevaban hasta las resbaladizas entradas de las casas. Jody iba detrás de Beatrice, que llevaba de nuevo el jersey rosa que ella le había tejido. Iba contemplando el extraño modo de andar de Beatrice y se preguntó qué sendero llevaría a la casa del hombre que le había sonreído. No había vuelto a verlo desde el día de la ventisca.

Beatrice se agachó delante de la iglesia luterana y dejó un hoyo saturado de amarillo. Jody miró la nieve perforada. ¿Qué dirían los parroquianos? Con un pie echó nieve para taparlo y se dirigió disimuladamente hacia su edificio.

«Hoy todo parece diferente»

Finalmente el deshielo llegó de manera repentina. La nieve desapareció, dejando en su lugar grandes extensiones de mugre humedecida, charcos oceánicos por todos los rincones, ríos de desperdicios. Quedaron al descubierto los tesoros enterrados bajo el invernal manto blanco. Cáscaras de plátano, patatas fritas, menús para llevar…, liberados por fin, flotando alegremente en las cunetas. Los excrementos de perro que habían sido depositados encima de los montículos de nieve se derretían en las aceras mojadas.