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Un chico con el que había salido le dijo una vez que tenía la cabeza más grande de lo que le correspondía a su cuerpo y que muchas personas poderosas tenían la cabeza grande, como Bill Clinton. Era un cumplido, pero a partir de ese momento le aborreció, porque era verdad. Se había mirado en el espejo y se había visto como una muñeca Polly Pocket cabezona. Pero a veces se recordaba a sí misma: Bill Clinton…

Llevaba el suplemento dominical del Times enrollado en la mano y apoyado en la cintura, voluminoso y resbaladizo. Le picaban los ojos por el olor a amoniaco proveniente de la caja del gato del piso de la vecina de abajo de George. La mujer tenía una pegatina en la puerta alertando a los bomberos de que, en caso de emergencia, allí había gatos. Decía que tenía seis. Polly llamó a la puerta de George.

– Soy yo -anunció.

Cuando se abrió la puerta y su hermano apareció sonriente ante ella, el pasillo se inundó de luz invernal. A pesar del olor a gato y de la pena que la había llevado hasta allí, Polly sintió el afecto y parpadeó por la claridad y la alegría de George, y pensó: ¿es posible no ser feliz? Entonces se acordó de que era posible y apoyó la cabeza en el hombro de George.

– Los hombres son unos cerdos -dijo él. Y le cogió el periódico.

– No -replicó ella-. Ésa no puede ser la respuesta.

– ¿No?

Polly se encogió de hombros y se sentó en el sofá. De todos modos, ¿qué tenían de malo los cerdos? Eran listos. Y daban tocino. George tenía el televisor encendido pero sin sonido. ¿Un programa de viajes? Se mostraban vistas aéreas de un litoral. Él cogió la bolsa que aún sostenía ella. Bollos, salmón ahumado y crema de queso. George trajo a su hermana una taza de café. Era un hermano atento en ese sentido, siempre haciendo que se sintiera cómoda, agasajándola.

– Estoy triste -dijo Polly.

George parecía desconcertado, le dio una palmadita y luego le contó una graciosa historia del restaurante en el que trabajaba, pues no era un hermano atento en este otro sentido: en las contadas ocasiones en que ella se permitía expresar una preocupación o mostrar alguna debilidad, inmediatamente George cambiaba de tema. De vez en cuando, como aquella mañana, Polly le manifestaba lo infeliz que era para ponerle a prueba.

La historia era en realidad un viejo chiste sobre un hombre que finge ser ciego para conseguir que un camarero le deje entrar en el bar con su chihuahua.

– Nunca había visto a un perro guía chihuahua -dijo el camarero, que, en el relato de George, era un tipo que se llamaba Keith.

– ¿Qué? -dice el hombre que finge ser ciego-. ¿Me han dado un chihuahua?

– Nunca fallas en fallarme -dijo Polly cariñosamente.

– Mira -susurró George señalando la pared, atemorizado, como si estuvieran en el bosque. Como si lo que estuvieran viendo fuera un zorro. Pero no era un zorro, sino una cucaracha. Una cucaracha blanca y pálida que echó a correr-. Es albina.

Por un momento Polly pareció fascinada con la cucaracha albina. Su intención era levantarse y aplastarla con el periódico. Pero la novedad del blanquecino insecto moviéndose por la pared la distrajo de sus propios movimientos. Tenía intención de levantarse y matar a la cucaracha, pero siguió sentada mirando cómo desaparecía detrás del televisor.

– Increíble -afirmó George. Sonreía abiertamente.

Polly y George estaban unidos desde muy pequeños. Sus padres se divorciaron cuando George tenía cinco años y Polly tres, y habían viajado de acá para allá entre las dos casas à deux, como a Polly le gustaba llamarlo, como si fueran bailarines. Hasta donde recordaba, George siempre había sido su compañero en aquella danza, la única constante de su vida. No podía imaginarse pasar una semana sin verle, o un día sin hablar con él por teléfono. Tanto si se habían visto durante la semana como si no, casi siempre quedaban los fines de semana. A veces se juntaban con otros amigos para almorzar. Otras veces George pasaba por la casa de Polly a las cuatro o las cinco de la madrugada después de haber estado por ahí hasta tarde, y cuando ella se despertaba por la mañana se lo encontraba acurrucado en el sillón como un perrillo extraviado y le preparaba unos huevos. Y en ocasiones, como aquella mañana, subía hasta su horrible apartamento del Lower East Side y le llevaba bollos y salmón ahumado. Le adoraba.

– Es lo más asqueroso que he visto en mi vida. No pienso venir aquí nunca más -aseguró ella.

George no respondió. Tenía la boca llena. Quería hablar, aunque sólo fuera para fastidiar a Polly, pero las frases se le habían pegado a la crema de queso y al bollo a medio masticar. Enarcó las cejas y separó los labios.

– No lo hagas -advirtió Polly.

La luz del invierno era plateada, ondulada con la ventana de por medio, un débil y desigual rectángulo dentro del cual estaba sentada su hermana, superior como un gato. Porque es superior, pensó él. Vestía con lo que ella consideraba ropa informal, la cual guardaba una relación tangencial con la de él; una relación parecida, digamos, a la de los chimpancés y los seres humanos. Llevaba vaqueros, pero ¿de dónde habían salido? ¿De una revista? Eran perfectos, el tejido, el color de la tela justo en el tono apropiado, el acierto en la hechura, como adivinando la moda. El jersey era finísimo, muy elegante. George alargó la mano y le dio una palmadita en su suave hombro. Ella apoyó la mejilla en el brazo de su hermano.

– Oh, George -musitó, y él, más que oír, notó el suspiro melancólico. Se levantó de un salto y empezó a caminar por la salita de estar, volviéndose apenas había dado el primer paso, para girarse de nuevo. No soportaba verla triste. Se lo tomaba como una especie de traición.

– ¿Qué pasa? -preguntó Polly. Pero ya lo sabía.

– Vámonos al cine -propuso George.

– No tengo dónde vivir -dijo Polly mientras se ponía el abrigo.

– Quédate aquí conmigo.

Polly dirigió la mirada hacia el lugar de la pared por donde la cucaracha albina se había paseado.

– Me parece que no.

George le pasó la larga bufanda que había dejado sobre el desvencijado sofá-futón.

– Este sitio es horrible -dijo-. Oye, ¿no es la esposa la que se queda con la casa?

Polly hizo caso omiso del comentario. No estaba casada con Chris; él llevaba años viviendo en aquel piso cuando ella se mudó, y Polly odiaba aquel apartamento incluso más de lo que odiaba a Chris. De hecho, en aquel momento tenía la impresión de que el apartamento se parecía mucho a Chris: una insulsa habitación en una distante y reluciente torre. Eso describía a Chris a la perfección, sin duda, aunque hubo un tiempo en que a ella le gustaba su blandura, en que veía esa cualidad no como blandura sino como fiabilidad. Cuando se mudó a aquel edificio azotado por el viento proveniente del río Hudson, a Polly le pareció que se alejaba del poderoso Manhattan para dirigirse a unas torres similares al otro lado del océano, en Nueva Jersey. Estaba tan apartado de la ciudad que la dirección del edificio facilitaba un servicio regular de transporte para llevar a los inquilinos a la parada de autobús más cercana.

– De todos modos, esta noche puedes quedarte aquí -sugirió George-. En el futón.

Polly se estremeció.

– Dispongo de una semana -dijo ella. Chris se había ido a practicar esquí de fondo, un viaje que habían planeado hacer juntos, pero ahora Polly iba a dedicar ese tiempo a buscar casa.

Bajaron las escaleras y salieron a la nieve, que había pasado de ser un puñado de relucientes copos con un ligero viento, cuando llegó Polly hacía una hora, a convertirse en una enorme y densa nube huracanada. Mi novio va a romper conmigo, pensó Polly. Ha roto conmigo, se corrigió. Se ha desecho de mí. Y para colmo, nunca encontraré un apartamento en una semana. Tendré que vivir con mi hermano y sus insectos albinos. Bajó la vista a la acera nevada. Seguro que se le estropeaban las botas.